martes, 11 de agosto de 2015

KARAJAN EN MADRID. 1975.

Se cumplen ahora cuarenta años de la visita de Herbert von Karajan a Madrid al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín, en 1975.
En aquella ocasión ofreció dos conciertos en el Teatro Real, entonces sala de conciertos. Yo tuve la oportunidad de asistir al segundo de dichos conciertos, con un programa dividido en dos partes, la primera con Noche Transfigurada de Schoenberg y la segunda con la tercera sinfonía, heroica, de Beethoven.




Una visita de una orquesta de primer nivel es siempre un acontecimiento pero en aquellos años lo era más pues no eran tan frecuentes las visitas de grandes orquestas y directores.
Karajan venía rodeado de un hálito de poderío y sugestión. España, en 1975 todavía muy lejos de Europa, se acercaba al fenómeno de las grandes orquestas y batutas sobre todo a través del disco. Fue Karajan quien más supo ver en su momento todas las potencialidades que el disco encerraba.
Karajan, poco cercano como ser humano, era no obstante reconocido entre el gran público. Él había contribuido en una importante medida a popularizar un tipo de repertorio con frecuencia lejano a los gustos musicales de un importante sector de la población, y en esa popularidad y reconocimiento radicaba gran parte de su fortaleza pero también de su debilidad.
El amplio conocimiento del nombre y de la figura de Karajan provocaba a su vez un cierto alejamiento de quienes veían en él más un fenómeno comercial que propiamente musical.
También su indudable egocentrismo hacía que su figura fuera percibida por más de un aficionado como la de un hombre de poder y no la de un servidor de la música.

Teatro Real de Madrid y estatua ecuestre de Felipe IV.


Todas las anteriores consideraciones no podían entrar en la mente del joven aficionado que yo era en esos años. Para mí Karajan era el hombre que a través de los discos me había transmitido las primeras imágenes musicales de importantes obras maestras. Acceder a otras versiones suponía en aquellos años recurrir a un mercado de importación que para mí resultaba desconocido.
Tener la oportunidad de escuchar a tal director y orquesta en vivo suponía un acontecimiento de una transcendencia difícil de exagerar. También suponía para el joven de catorce años que yo era entonces la obligación de vestirme con chaqueta y corbata, dadas las estrictas normas que en aquellos años regían para el acceso al Teatro Real, sin importar a los porteros que controlaban el acceso al recinto la edad o condición del espectador: había que entrar con corbata o no se entraba.
Llegado el momento del concierto el recinto estaba totalmente lleno pero pronto tuve la sensación, que se confirmó poco después, de que un importante sector de la audiencia no era auténticamente aficionado y que había acudido probablemente merced a regalos de entradas de diversas empresas.
La orquesta, como es habitual, llevaba ya algún tiempo instalada en el escenario y los músicos practicando cada uno diversos pasajes hasta que llegó el momento en que el maestro hizo su aparición, el público aplaudió, los músicos se pusieron en pie y el director respondió con la tradicional reverencia a los aplausos del público.
Karajan, a sus sesenta y siete años, lucía aún una figura elegante en la que su esbelta planta disimulaba con éxito una altura no muy considerable, a lo que había que añadir un gesto hierático que conseguía transmitir una sensación de distancia que lo hacía parecer más alto de lo que en realidad era.
Comenzado el concierto con Noche transfigurada, el público aún no se había acomodado del todo en sus butacas. Se oían voces y ruidos que sumados al carácter intimista de la pieza de Schoenberg provocaban una gran perturbación en el público más atento y educado, en los músicos y, sin duda, en el propio maestro. A los pocos compases Karajan bajó los brazos con un movimiento apenas perceptible. Toda la orquesta dejó de tocar al instante sin que ningún instrumentista añadiera una sola nota más. Fue una muy comprensible manifestación de enfado por parte del maestro pero a la vez una muestra evidente del control milimétrico que ejercía en unos músicos que, a simple vista, no lo estaban mirando, pendientes de sus partituras, pero que lo seguían sin perder detalle. Fue una demostración del hombre de poder que Karajan siempre fue.
El incidente se resolvió con un aplauso de desagravio por parte del público, tras el cual se dio comienzo de nuevo a la bellísima pieza de Schoenberg.
En la segunda parte, la Herioca de Beethoven fue expuesta con belleza y precisión por parte de unos músicos y un director que tanto habían dicho sobre ese repertorio.
Al finalizar el concierto los aplausos fueron atronadores hacia el director y los músicos. Karajan salió a saludar unas cuantas veces y después retiró a su orquesta y no volvió a saludar en solitario a pesar de las insistentes salvas de aplausos.
La extraordinaria fama de Karajan ha provocado en ocasiones una injusta valoración de sus méritos.
Karajan aportó como principal característica un legato inigualable y un sonido bellísimo y ahí radica su atractivo pero también sus limitaciones.
Klemperer censuraba de Karajan que este último amaba más la belleza que la verdad. La preocupación por la belleza y suntuosidad del sonido hacía que en ocasiones se perdieran otras importantes características de las obras que dirigía. Su Beethoven es bellísimo, pero precisamente por eso se pierden a veces otros elementos como el dramatismo y la lucha en aras de un equilibrio sonoro que plasma la obra más como un monumento inmortal que como un discurso dramático con sus luchas y tensiones.
El acercamiento de Karajan a compositores como Bach nos resulta hoy día muy lejano: un exceso de legato y un enfoque más vertical que horizontal en la conducción de las voces hace que se pierda el sentido básicamente contrapuntístico que en Bach está siempre presente.
Karajan sigue siendo una referencia en creadores que, como Richard Strauss, hacen de la orquesta un uso suntuoso donde la plenitud sonora tiene un importante papel.
Directores como Carlos Kleiber o Solti siempre reconocieron en Karajan a un hombre de talento superior para la dirección.
Karajan representa a un tipo de director en vías de extinción: el director titular de una orquesta que está casi siempre cerca de la misma y que apenas dirige a otras formaciones. La Orquesta Filarmónica de Berlín fue siempre su orquesta desde que en 1954 falleciera su anterior director titular, Furtwaengler. También dirigió con bastante frecuencia a la Orquesta Filarmónica de Viena.
Karajan responde a un tipo de director formado en la dura escuela de los fosos de ópera de los distintos teatros de provincias. La dirección de un teatro de ópera requiere dotes artísticas pero también de dirección de personal. Karajan fue un hombre obsesionado por todo aquello que tuviera que ver con el control. No se limitaba a la dirección musical sino que también abarcaba la dirección de escena, de sonido y en los videos que dejó grabados los aspectos visuales también eran objeto de su intervención.
Karajan no pudo escapar nunca de la acusación de haber estado afiliado al partido nazi, otra forma, en este caso siniestra, de estar próximo a todo cuanto suponía poder.
Las indudables sombras de todo orden que aparecen en la vida de Karajan no deben hacernos olvidar lo obvio: con todos sus defectos, Karajan ha sido un gigante de la dirección de orquesta.
Los defectos que sin duda tenía habrían hecho de él una figura fatua de no ser porque bajo dichos defectos nunca dejó de estar presente un músico de verdad.