Se cumplen ahora cuarenta años de la
visita de Herbert von Karajan a Madrid al frente de la Orquesta Filarmónica de
Berlín, en 1975.
En aquella ocasión ofreció dos
conciertos en el Teatro Real, entonces
sala de conciertos. Yo tuve la oportunidad de asistir al segundo de dichos
conciertos, con un programa dividido en dos partes, la primera con Noche Transfigurada de Schoenberg y la
segunda con la tercera sinfonía, heroica,
de Beethoven.
Una visita de una orquesta de primer nivel es siempre un acontecimiento pero en aquellos años lo era más pues no eran tan frecuentes las visitas de grandes orquestas y directores.
Karajan venía rodeado de un hálito de
poderío y sugestión. España, en 1975 todavía muy lejos de Europa, se acercaba
al fenómeno de las grandes orquestas y batutas sobre todo a través del disco.
Fue Karajan quien más supo ver en su momento todas las potencialidades que el
disco encerraba.
Karajan, poco cercano como ser
humano, era no obstante reconocido entre el gran público. Él había contribuido
en una importante medida a popularizar un tipo de repertorio con frecuencia
lejano a los gustos musicales de un importante sector de la población, y en esa
popularidad y reconocimiento radicaba gran parte de su fortaleza pero también
de su debilidad.
El amplio conocimiento del nombre y
de la figura de Karajan provocaba a su vez un cierto alejamiento de quienes
veían en él más un fenómeno comercial que propiamente musical.
También su indudable egocentrismo
hacía que su figura fuera percibida por más de un aficionado como la de un hombre de poder y no la de un servidor
de la música.
Teatro Real de Madrid y estatua ecuestre de Felipe IV. |
Todas las anteriores consideraciones
no podían entrar en la mente del joven aficionado que yo era en esos años. Para
mí Karajan era el hombre que a través de los discos me había transmitido las
primeras imágenes musicales de importantes obras maestras. Acceder a otras
versiones suponía en aquellos años recurrir a un mercado de importación que
para mí resultaba desconocido.
Tener la oportunidad de escuchar a
tal director y orquesta en vivo suponía un acontecimiento de una
transcendencia difícil de exagerar. También suponía para el joven de catorce
años que yo era entonces la obligación de vestirme con chaqueta y corbata,
dadas las estrictas normas que en aquellos años regían para el acceso al Teatro
Real, sin importar a los porteros que controlaban el acceso al recinto la edad
o condición del espectador: había que entrar con corbata o no se entraba.
Llegado el momento del concierto el
recinto estaba totalmente lleno pero pronto tuve la sensación, que se confirmó
poco después, de que un importante sector de la audiencia no era auténticamente
aficionado y que había acudido probablemente merced a regalos de entradas de
diversas empresas.
La orquesta, como es habitual,
llevaba ya algún tiempo instalada en el escenario y los músicos practicando
cada uno diversos pasajes hasta que llegó el momento en que el maestro hizo su
aparición, el público aplaudió, los músicos se pusieron en pie y el director
respondió con la tradicional reverencia a los aplausos del público.
Karajan, a sus sesenta y siete años,
lucía aún una figura elegante en la que su esbelta planta disimulaba con éxito
una altura no muy considerable, a lo que había que añadir un gesto hierático que conseguía transmitir una sensación de distancia que lo hacía
parecer más alto de lo que en realidad era.
Comenzado el concierto con Noche transfigurada, el público aún no
se había acomodado del todo en sus butacas. Se oían voces y ruidos que sumados
al carácter intimista de la pieza de Schoenberg provocaban una gran
perturbación en el público más atento y educado, en los músicos y, sin duda, en
el propio maestro. A los pocos compases Karajan bajó los brazos con un
movimiento apenas perceptible. Toda la orquesta dejó de tocar al instante sin
que ningún instrumentista añadiera una sola nota más. Fue una muy comprensible
manifestación de enfado por parte del maestro pero a la vez una muestra
evidente del control milimétrico que ejercía en unos músicos que, a simple
vista, no lo estaban mirando, pendientes de sus partituras, pero que lo seguían
sin perder detalle. Fue una demostración del hombre de poder que Karajan
siempre fue.
El incidente se resolvió con un
aplauso de desagravio por parte del público, tras el cual se dio comienzo de
nuevo a la bellísima pieza de Schoenberg.
En la segunda parte, la Herioca de
Beethoven fue expuesta con belleza y precisión por parte de unos músicos y un
director que tanto habían dicho sobre ese repertorio.
Al finalizar el concierto los
aplausos fueron atronadores hacia el director y los músicos. Karajan salió a
saludar unas cuantas veces y después retiró a su orquesta y no volvió a saludar
en solitario a pesar de las insistentes salvas de aplausos.
La extraordinaria fama de Karajan ha
provocado en ocasiones una injusta valoración de sus méritos.
Karajan aportó como principal
característica un legato inigualable
y un sonido bellísimo y ahí radica su atractivo pero también sus limitaciones.
Klemperer censuraba de Karajan que
este último amaba más la belleza que la verdad. La preocupación por la belleza
y suntuosidad del sonido hacía que en ocasiones se perdieran otras importantes
características de las obras que dirigía. Su Beethoven es bellísimo, pero
precisamente por eso se pierden a veces otros elementos como el dramatismo y la
lucha en aras de un equilibrio sonoro que plasma la obra más como un monumento
inmortal que como un discurso dramático con sus luchas y tensiones.
El acercamiento de Karajan a
compositores como Bach nos resulta hoy día muy lejano: un exceso de legato y un enfoque más vertical que
horizontal en la conducción de las voces hace que se pierda el sentido
básicamente contrapuntístico que en Bach está siempre presente.
Karajan sigue siendo una referencia
en creadores que, como Richard Strauss, hacen de la orquesta un uso suntuoso
donde la plenitud sonora tiene un importante papel.
Directores como Carlos Kleiber o
Solti siempre reconocieron en Karajan a un hombre de talento superior para la
dirección.
Karajan representa a un tipo de
director en vías de extinción: el director titular de una orquesta que está
casi siempre cerca de la misma y que apenas dirige a otras formaciones. La
Orquesta Filarmónica de Berlín fue siempre su orquesta desde que en 1954
falleciera su anterior director titular, Furtwaengler. También dirigió con
bastante frecuencia a la Orquesta Filarmónica de Viena.
Karajan responde a un tipo de
director formado en la dura escuela de los fosos de ópera de los distintos
teatros de provincias. La dirección de un teatro de ópera requiere dotes
artísticas pero también de dirección de personal. Karajan fue un hombre
obsesionado por todo aquello que tuviera que ver con el control. No se limitaba
a la dirección musical sino que también abarcaba la dirección de escena, de
sonido y en los videos que dejó grabados los aspectos visuales también eran
objeto de su intervención.
Karajan no pudo escapar nunca de la
acusación de haber estado afiliado al partido nazi, otra forma, en este caso
siniestra, de estar próximo a todo cuanto suponía poder.
Las indudables sombras de todo orden
que aparecen en la vida de Karajan no deben hacernos olvidar lo obvio: con
todos sus defectos, Karajan ha sido un gigante de la dirección de orquesta.
Los defectos que sin duda tenía
habrían hecho de él una figura fatua de no ser porque bajo dichos defectos
nunca dejó de estar presente un músico de verdad.