Pues nada. El otro día, mientras
trataba de explicar algo, observé que un alumno no prestaba atención. El resto
puede que tampoco, pero en aquel momento yo solo me estaba fijando en quien,
sobre no prestar atención, me distraía con cuchicheos en voz baja.
Preguntado el alumno en cuestión
acerca del punto que yo acababa de exponer, no fue capaz de dar razón del
mismo. Ante mi insistencia no tuvo más remedio que reconocer que no había atendido
a mis palabras. Eso sí, añadió en su descargo que lo que le había ocurrido
obedecía a que yo no le había impresionado.
Comprendí en el acto que tenía razón
el alumno: yo me había concentrado en algunos aspectos como puedan ser los de
intentar ser preciso, claro, didáctico, pero no había reparado en la necesidad de
ser impresionante.
Voy a intentar utilizar algún recurso
con el que pueda impresionar: acceder al aula mediante una escalera de bombero
en vez de la vulgar puerta, presentarme vestido con ropas insinuantes (quizá no
sea esta buena idea, puede que compruebe que no solo no impresiono sino que
produzco risa), extraer de mi cartera una pistola ( simulada, eso sí, para
evitar algún accidente no deseado), cantar en vez de hablar para mostrar de ese
modo mi voz de bajo wagneriano.
También se me ocurre arrojar
caramelos a mis alumnos ( en este sentido los adoquines de Zaragoza vienen
pintiparados).
Mis clases serán tan interesantes
como hasta ahora ( esto último es una verdad incontrovertible).
Conseguiré impresionar, seré por
tanto un profesor impresionista.
Ciertamente no seré un profesor
impresionante, pero esto último no lo voy a conseguir nunca dado que está al
alcance de muy pocos.