Y de
repente todo el mundo se convirtió, en aquel país poco dado al estudio paciente
y concienzudo, en experto en derecho penal y constitucional.
Agudas
reflexiones acerca de la distinción entre sedición, rebelión y protesta
tumultuaria llenaban horas y horas en los programas dedicados al debate (es un
decir) de ideas (es otro decir).
Las
mismas personas que, en otras ocasiones, se habían mostrado expertas en aspectos
como el cambio climático y las energías renovables, mostraron un sorprendente
conocimiento sobre las más intrincadas cuestiones de la ley.
Sedicentes
progresistas se remontaban a la Edad Media para defender unas libertades
perdidas en algún momento de la Modernidad.
Desde
el lado contrario, jóvenes descarados, sin complejos, criticaban por golpistas
a los primeros siendo a su vez incapaces de condenar el más trágico de los golpes
habido en un país no escaso de ellos. Los mismos jóvenes que, no sé si sin
complejos o con complejos, no han leído un libro en su vida.
Mientras
tanto, la convivencia se envenenaba sin remedio y un griterío de gente faltona
echaba de la discusión a toda persona que no tuviera el rasgo moderno del grito
y estuviera anclada en la anticuada idea de que los argumentos debieran ser el
músculo de toda discusión.
A
uno, que no le gusta que le pasen lista para ver dónde se encuadra, hace tiempo
que se le quitaron las ganas de participar en la discusión y su única
aspiración se reduce hoy día a desear que no acabemos todos dándonos trastazos
para acabar volviendo a la casilla de salida.