En
los años de la Universidad algunos antiguos alumnos del instituto San Isidro
solíamos quedar con el profesor de literatura Luis Cañizal para charlar y dar
cuenta de más de una cerveza. Éramos los que nos reuníamos pocos y supongo que
nos creíamos selectos.
En
una ocasión apareció por ahí, todavía no sé por qué, un tipo que había sido
alumno pero con el que no teníamos mucha relación. Estuvo con nosotros un buen
rato, hasta que se marchó, para gran alivio de los concurrentes. Sólo recuerdo
que se llamaba Ignacio. Consiguió acaparar la conversación con su charla, poco
amena en verdad y dominada por una idea fija y un tanto peculiar, que si en un
principio causó estupor, poco a poco fue provocando fastidio y en mí un deseo
ardiente y malsano de que quedara siniestrado al tropezar con un bordillo o incluso
que sufriera un atropello, no mortal, eso sí, aunque, quién sabe.
Como
decía, su tema de conversación era un tanto especial y a mi parecer poco
factible, a saber:
el
tipo nos manifestó su intención de hacerse emperador. En un primer momento
pensé que se trataba de una charada sin más consecuencias pero nuestro
personaje fue perfilando sus intenciones para acabar despidiéndose de nosotros
con una especie de arenga en la que nos aseguró que veríamos cómo llegaba a
emperador, pues estaba convencido de que su deseo se cumpliría.
Fui
repasando mentalmente las trayectorias de Carlomagno, Napoleón, Francisco José,
pero poco a poco reparé en otros emperadores como Bokassa I de Centroáfrica.
Han
pasado los años y no tengo noticia de que en España se haya proclamado ningún
emperador, ni siquiera José María Aznar, conquistador de Perejil.
No
sé qué habrá sido de nuestro personaje. Igual ha acabado de inspector de
enseñanza, como tantos otros de su nivel.