domingo, 27 de enero de 2019

EL PEQUEÑO EMPERADOR.


En los años de la Universidad algunos antiguos alumnos del instituto San Isidro solíamos quedar con el profesor de literatura Luis Cañizal para charlar y dar cuenta de más de una cerveza. Éramos los que nos reuníamos pocos y supongo que nos creíamos selectos.
En una ocasión apareció por ahí, todavía no sé por qué, un tipo que había sido alumno pero con el que no teníamos mucha relación. Estuvo con nosotros un buen rato, hasta que se marchó, para gran alivio de los concurrentes. Sólo recuerdo que se llamaba Ignacio. Consiguió acaparar la conversación con su charla, poco amena en verdad y dominada por una idea fija y un tanto peculiar, que si en un principio causó estupor, poco a poco fue provocando fastidio y en mí un deseo ardiente y malsano de que quedara siniestrado al tropezar con un bordillo o incluso que sufriera un atropello, no mortal, eso sí, aunque, quién sabe.
Como decía, su tema de conversación era un tanto especial y a mi parecer poco factible, a saber:
el tipo nos manifestó su intención de hacerse emperador. En un primer momento pensé que se trataba de una charada sin más consecuencias pero nuestro personaje fue perfilando sus intenciones para acabar despidiéndose de nosotros con una especie de arenga en la que nos aseguró que veríamos cómo llegaba a emperador, pues estaba convencido de que su deseo se cumpliría.
Fui repasando mentalmente las trayectorias de Carlomagno, Napoleón, Francisco José, pero poco a poco reparé en otros emperadores como Bokassa I de Centroáfrica.
Han pasado los años y no tengo noticia de que en España se haya proclamado ningún emperador, ni siquiera José María Aznar, conquistador de Perejil.
No sé qué habrá sido de nuestro personaje. Igual ha acabado de inspector de enseñanza, como tantos otros de su nivel.