sábado, 5 de octubre de 2019

MI VIEJO "DOS CABALLOS".


No pude resistir la tentación, cuando esta mañana vi en el quiosco una reproducción en pequeñito del modelo Citroen 2 CV, el clásico "dos caballos", de llevármelo a mi casa.
El "dos caballos" fue mi primer coche. Con él aprendí a conducir hace ya casi cuarenta años. Durante nueve años fue vehículo de mis excursiones, no muy alejadas de mi casa, en verdad, pues el coche se demostró apto para circular por Madrid, alrededores y como máxima concesión a la aventura, provincias limítrofes como Segovia o Toledo. Tenía el "dos caballos" la virtud de educar a su conductor en la paciencia, dado que los adelantamientos se hacían difíciles. Sólo ante camiones ya viejos me decidía por una maniobra peligrosa en cualquier vehículo y más en uno en el que era difícil lograr una aceleración rápida. Eso sí, por llano, el "dos caballos" se deslizaba con suave elegancia.
El indicador de velocidad marcaba un máximo de 160, pero esa cifra más recordaba a las fantasiosas indicaciones de los diales de las viejas radios, que prometían poder escuchar Berlín, París o Moscú, cuando lo único que se oía era la radio local, que a la realidad. Cuando mi coche alcanzaba los noventa kilómetros por hora, toda su estructura interior vibraba al punto que parecía que la carrocería iba a descomponerse de un momento a otro.
El interior era peculiar. Las marchas estaban situadas al frente y eran totalmente distintas al tradicional sistema en "hache" de la mayoría de coches de entonces, con cuatro marchas.
El asiento trasero era una especie de sofá corrido con una barra en el centro. Cuando iban tres personas atrás, si la que se sentaba encima de la barra era un varón, sufría invariablemente las toscas bromas de la época acerca de su grado de satisfacción al ocupar dicho asiento.
En sus últimos años mi "dos caballos" fue perdiendo unas facultades que nunca fueron portentosas. Momento hubo en que para arrancarlo tenía primero que empujarlo desde fuera en cuesta para luego subirme a él, tal como se hacía en las motocicletas de carreras en tiempos del gran Ángel Nieto.
Cuando en el año 1988 la oposición aprobada me permitió ingresar en el cuerpo de profesores, tuve la perspectiva de unos ingresos seguros que me hicieron pensar en la conveniencia de comprar un nuevo vehículo. El empuje definitivo para decidirme por la compra vino dado cuando un día, al dirigirme al instituto Felipe II donde daba clase fui a tirar del freno de mano y este, haciendo honor a su nombre, se despegó de su lugar de asentamiento y quedó en mi mano.
Mi nuevo vehículo, un Seat Ibiza, me pareció complejísimo, casi una nave espacial, en comparación con el sobrio cuadro de mi viejo "dos caballos".
El día en que acudí al concesionario para recibir mi flamante Seat no pude evitar una sensación amarga cuando por el retrovisor veía mi viejo coche, del que el concesionario se hacía cargo, probablemente para su desguace. Una cierta sensación de que dejaba abandonado a unos extraños a mi viejo compañero me acompañó mientras conducía un coche objetivamente mejor pero del que  podía sentir admiración pero no cariño.