No
pude resistir la tentación, cuando esta mañana vi en el quiosco una
reproducción en pequeñito del modelo Citroen 2 CV, el clásico "dos
caballos", de llevármelo a mi casa.
El
"dos caballos" fue mi primer coche. Con él aprendí a conducir hace ya
casi cuarenta años. Durante nueve años fue vehículo de mis excursiones, no muy
alejadas de mi casa, en verdad, pues el coche se demostró apto para circular
por Madrid, alrededores y como máxima concesión a la aventura, provincias
limítrofes como Segovia o Toledo. Tenía el "dos caballos" la virtud
de educar a su conductor en la paciencia, dado que los adelantamientos se
hacían difíciles. Sólo ante camiones ya viejos me decidía por una maniobra peligrosa
en cualquier vehículo y más en uno en el que era difícil lograr una aceleración
rápida. Eso sí, por llano, el "dos caballos" se deslizaba con suave
elegancia.
El
indicador de velocidad marcaba un máximo de 160, pero esa cifra más recordaba a
las fantasiosas indicaciones de los diales de las viejas radios, que prometían
poder escuchar Berlín, París o Moscú, cuando lo único que se oía era la radio
local, que a la realidad. Cuando mi coche alcanzaba los noventa kilómetros por
hora, toda su estructura interior vibraba al punto que parecía que la
carrocería iba a descomponerse de un momento a otro.
El
interior era peculiar. Las marchas estaban situadas al frente y eran totalmente
distintas al tradicional sistema en "hache" de la mayoría de coches
de entonces, con cuatro marchas.
El
asiento trasero era una especie de sofá corrido con una barra en el centro.
Cuando iban tres personas atrás, si la que se sentaba encima de la barra era un
varón, sufría invariablemente las toscas bromas de la época acerca de su grado
de satisfacción al ocupar dicho asiento.
En
sus últimos años mi "dos caballos" fue perdiendo unas facultades que
nunca fueron portentosas. Momento hubo en que para arrancarlo tenía primero que
empujarlo desde fuera en cuesta para luego subirme a él, tal como se hacía en
las motocicletas de carreras en tiempos del gran Ángel Nieto.
Cuando
en el año 1988 la oposición aprobada me permitió ingresar en el cuerpo de
profesores, tuve la perspectiva de unos ingresos seguros que me hicieron pensar
en la conveniencia de comprar un nuevo vehículo. El empuje definitivo para
decidirme por la compra vino dado cuando un día, al dirigirme al instituto
Felipe II donde daba clase fui a tirar del freno de mano y este, haciendo honor
a su nombre, se despegó de su lugar de asentamiento y quedó en mi mano.
Mi
nuevo vehículo, un Seat Ibiza, me pareció complejísimo, casi una nave espacial,
en comparación con el sobrio cuadro de mi viejo "dos caballos".
El
día en que acudí al concesionario para recibir mi flamante Seat no pude evitar
una sensación amarga cuando por el retrovisor veía mi viejo coche, del que el
concesionario se hacía cargo, probablemente para su desguace. Una cierta
sensación de que dejaba abandonado a unos extraños a mi viejo compañero me
acompañó mientras conducía un coche objetivamente mejor pero del que podía sentir admiración pero no cariño.