Mi
madre, como cualquier otra madre del mundo, solía atribuirme todo tipo de
capacidades y entre ellas, me adjudicaba sin ningún tipo de discusión posible,
la de escribir bien.
Mi
madre tuvo una vida larga pero de salud delicada. Desde muy joven se vio
afectada de un asma que le provocaba ahogos en respiración, fatiga y cansancio.
Fue delicada pero a su vez de una fortaleza admirable.
En
sus últimos años, cada vez que sufría algún achaque en su salud creía llegado
el final y me encomendaba que escribiera algo sobre ella y además me indicaba
el título: retrato de la niña escondida.
¿Por
qué? Ahí viene la razón.
No
fue fácil la vida de mi madre. Nació el 5 de febrero de 1930 en San Fernando (
Cádiz),en el seno de una familia protestante, hija de Emilia, jovencísima madre
de 16 años y de un hombre del que durante muchos años sólo supimos que se
llamaba Pedro de Vegas. Era pues mi madre fruto de la relación entre mi abuela
y ese tal Pedro, pastor protestante cuyo comportamiento causó el consiguiente
escándalo y su expulsión del ministerio que ejercía en la Iglesia Evangélica
Española.
La
venida al mundo de mi madre supuso la llegada de un ser no deseado por cuanto
aconteció en una época en la que la soltería de las madres suponía un hecho que
se consideraba vergonzoso. Los hombres y mujeres de aquella familia no estaban
preparados, no podían estarlo, ante lo que la época consideraba como
ilegitimidad.
La
fecha de nacimiento de mi madre nunca coincidió con la fecha oficial, pues sólo
fue inscrita el día 24 de ese mismo mes, casi veinte días después de su
nacimiento. Nadie sabía qué hacer con la niña, cómo justificar de quién era.
Su
madre, a la que nosotros llamábamos "Lita", apelativo al parecer
sugerido por mi madre y que podía derivar tanto de abuelita como de Emilita,
persona que siempre fue sensible e inteligente, se vio privada de una
existencia normal, cargando durante toda su vida, no muy larga por cierto, con
el peso de la ocultación de su maternidad. Sólo en una triste situación, cuando
se encontraba ya en estado terminal, y a requerimiento de una cariñosa
enfermera que quería que hablara, y que le preguntaba a mi abuela que quién era
esa mujer tan guapa que estaba en la habitación, refiriéndose a mi madre, mi
abuela hizo acopio de toda su energía, poca en aquel momento, para decir "¡es
mi hija!". Fue la única vez que vi a mi abuela llamar así a mi madre. Hubo
algo, mucho, de satisfacción. Por una vez, al borde ya de trascender esta
dimensión mundana, dijo la verdad limpia, sin enmascaramiento. Pudo al fin
liberarse de los ocultamientos y medias verdades en los que se vio obligada a
desempeñarse por culpa de las imposiciones de una sociedad peor. Esa escena ha
quedado grabada en mi cerebro y permanecerá mientras pueda disfrutar del uso de
razón.
En la
juventud de mi madre, acaecida en Córdoba, continuaron las medias verdades y
equívocos hasta prácticamente su matrimonio, celebrado en Córdoba en su
manifestación religiosa pero jurídicamente por poderes dado que la ceremonia
religiosa protestante no surtía efectos jurídicos y a su vez ningún juez quería
proceder a la realización de la boda civil.
En
su vida de casada mi madre tuvo tres hijos, siendo yo el menor de ellos, pero
mi familia permaneció oculta a ojos de muchos. Este absurdo secreto salió a la
luz cuando estando de vacaciones una de mis hermanas, cansada de tanto
ocultamiento e hipocresía explicó con detalle a unos familiares argentinos que
estaban de visita en España que ella era hija de Ana, mi madre, y que esta, a
su vez era hija de Emilia, a la que hasta ese momento suponían sin hijos.
Esta
familia argentina se manifestó por un lado con sorpresa y estupor pero por otro
con ardiente deseo de conocer a mi madre, a mi padre y al resto de los hijos,
cosa que sucedió poco después en el transcurso de una visita de estos
familiares a Madrid.
La
visita fue muy cariñosa y cordial. Una prima de mi madre, cómplice del engaño y
ocultamiento al que hasta entonces habíamos sido sometidos preguntó a Antonio,
el familiar argentino que qué le había parecido la prima Ana. Este Antonio
respondió, en un lenguaje galante tal como se estilaba en la época pero con una
clara intención de censura hacia el engaño en el que hasta entonces había
permanecido que mi madre era muy guapa y que por eso la habían tenido
escondida.
Mi
madre siempre mantuvo, hasta sus últimos días, una actitud que oscilaba entre
la rabia y la tristeza, por el hecho de saberse como una persona no deseada en
su venida al mundo. Desde que comenzó la guerra, a sus seis años, no volvió a
acudir a una escuela. Hasta entonces había asistido a clase en la escuela de la
Iglesia Evangélica Española, pero esta fue cerrada por los nacionales, que
rápidamente ocuparon San Fernando fusilando al tío de mi madre, el pastor
Miguel Blanco Ferrer, hombre que se encargaba del culto y de la escuela de la
iglesia, aficionado a la música y a la cultura y que no cometió más delito que
el de estar en el sitio equivocado en el momento equivocado. Este pastor,
dentro de sus posibilidades, se hizo cargo en gran medida de la educación de mi
madre. Con ella paseaba a la cercana Cádiz, se encargaba de los regalos de
reyes y en la medida en que ello era posible ejercía lo más parecido a una
función paterna. Obran en mi poder las cartas que redactó desde la cárcel,
tratando de hacer las gestiones oportunas para resolver su situación, inútiles
al cabo, y en las que siempre se despedía con la expresión "besos a la
niña" refiriéndose a mi madre. Actualmente tiene dedicada en San Fernando
una calle que espero que a nadie se le ocurra retirar, calle del pastor Miguel
Blanco Ferrer, aunque en estos tiempos de odio e ignorancia no me extrañaría
que alguien tuviera la pretensión de retirarla. En los últimos años se le
realizó a mi madre una prueba de ADN con el fin de poder encontrar los restos
de su tío aunque no se ha podido dar hasta el momento con los mismos en los
trabajos de identificación que se realizan en el cementerio de San Fernando.
Con todo, tengo la satisfacción de haberla podido llevar a la calle que en esa
localidad tiene dedicada.
La
venida al mundo de mi madre causó contrariedad para sus familiares, una
existencia llena de dificultades para ella misma, pero visto en perspectiva,
fue una bendición. Su simiente junto con mi padre fue fecunda, con hijos,
nietos y bisnietos a los que amó con locura. La vida de cada uno de nosotros es
una posibilidad tan poco probable que cósmicamente es casi imposible. La única
posibilidad de vivir es la que hemos tenido, no hay otra.
Ella
solía decir que nunca había trabajado aunque en realidad no hizo otra cosa que
trabajar. Un trabajo no remunerado, no reconocido y casi nunca apreciado, el de
ama de casa. En sus últimos tiempos se lamentaba de no ser capaz de realizar
las tareas a las que estaba habituada, con un sentimiento de culpa que yo me
empeñaba, en vano, en disipar.
Sin
necesidad de verbalizarlo se caracterizó por lo que hoy se suele llamar
"vocación de servicio". Siempre atenta a nuestros progresos en los
estudios y en el trabajo, se ocupó sin descanso de que nada nos faltara de lo
que ella consideraba importante. Los últimos y difíciles años de mi padre, en
buena medida imposibilitado, se vieron aliviados con el primor de los cuidados
que ella le dedicó, en un momento en el que yo todavía estaba ligado a mis
obligaciones laborales y por tanto, fue ella, mi madre, quien llevó el mayor
peso en dichas tareas. Mi padre se sentía agradecido y en su desvalimiento lo
quería mostrar dándole besos en la mano, gesto que en su natural humildad ella
no creía merecer. Lo que yo no podía presentir es que pasados unos cuantos años
sería yo el destinatario de esos besos en la mano con los que mi madre quería
agradecer las ayudas que yo le proporcionaba. Había en aquel gesto sin duda
desvalimiento pero también un agradecimiento que yo sí que no merecía, pues
estoy convencido de haber dado menos de
lo que de ella he recibido.
La
vida es única e irrepetible y quién sabe si en ese carácter único reside su
verdadera trascendencia. No es la duración infinita sino la intensidad del
instante lo que dota de valor a lo vivido. Cuando, ya en el hospital y
paralizada de medio cuerpo, la saludé, me reconoció, esbozó lo más parecido a
una sonrisa y pudo alargar hasta mi hombro el brazo del que todavía podía
servirse. Ya no era capaz de hablar pero ese gesto, apenas unos instantes, ya
acabado y perdido en el pasado, tiene para mí la trascendencia de lo permanente
por la intensidad de su significado, la despedida definitiva que convierte en
eterno un acontecimiento que en el mundo real apenas ocupa un momento. Sí, la
eternidad puede que resida en lo más frágil, puede que lo exprese con más
autenticidad que la mera duración. Vivir no es simplemente durar.
Mi
madre, como ya ha aparecido en este escrito en alguna oportunidad, fue, según
cualquier criterio, una mujer guapa. Esto último. que considerado en sí mismo
no tiene más mérito que el de la casualidad genética, en su caso suponía algo
más .La belleza. que en sí misma depende más de la suerte que del mérito, reflejaba
en su caso el eco en el mundo sensible en el que habitamos de una belleza
moral que no es más que trasunto de la bondad que en su vida reflejó. ¡Qué
guapa fue y qué bello ejemplo nos ha regalado!
He
tratado de cumplir con este escrito el encargo que de mi madre recibí. Ella fue
la que me pidió que contara con toda claridad los hechos que aquí he referido.
Lo que he escrito no está redactado con la perfección que, en su cariño, ella
creía ver en mis escritos pero sí con la mejor intención y capacidad que yo
tengo.