domingo, 21 de julio de 2024

RETRATO DE LA NIÑA ESCONDIDA.

 

Mi madre, como cualquier otra madre del mundo, solía atribuirme todo tipo de capacidades y entre ellas, me adjudicaba sin ningún tipo de discusión posible, la de escribir bien.

Mi madre tuvo una vida larga pero de salud delicada. Desde muy joven se vio afectada de un asma que le provocaba ahogos en respiración, fatiga y cansancio. Fue delicada pero a su vez de una fortaleza admirable.

En sus últimos años, cada vez que sufría algún achaque en su salud creía llegado el final y me encomendaba que escribiera algo sobre ella y además me indicaba el título: retrato de la niña escondida.

¿Por qué? Ahí viene la razón.

No fue fácil la vida de mi madre. Nació el 5 de febrero de 1930 en San Fernando ( Cádiz),en el seno de una familia protestante, hija de Emilia, jovencísima madre de 16 años y de un hombre del que durante muchos años sólo supimos que se llamaba Pedro de Vegas. Era pues mi madre fruto de la relación entre mi abuela y ese tal Pedro, pastor protestante cuyo comportamiento causó el consiguiente escándalo y su expulsión del ministerio que ejercía en la Iglesia Evangélica Española.

La venida al mundo de mi madre supuso la llegada de un ser no deseado por cuanto aconteció en una época en la que la soltería de las madres suponía un hecho que se consideraba vergonzoso. Los hombres y mujeres de aquella familia no estaban preparados, no podían estarlo, ante lo que la época consideraba como ilegitimidad.

La fecha de nacimiento de mi madre nunca coincidió con la fecha oficial, pues sólo fue inscrita el día 24 de ese mismo mes, casi veinte días después de su nacimiento. Nadie sabía qué hacer con la niña, cómo justificar de quién era.

Su madre, a la que nosotros llamábamos "Lita", apelativo al parecer sugerido por mi madre y que podía derivar tanto de abuelita como de Emilita, persona que siempre fue sensible e inteligente, se vio privada de una existencia normal, cargando durante toda su vida, no muy larga por cierto, con el peso de la ocultación de su maternidad. Sólo en una triste situación, cuando se encontraba ya en estado terminal, y a requerimiento de una cariñosa enfermera que quería que hablara, y que le preguntaba a mi abuela que quién era esa mujer tan guapa que estaba en la habitación, refiriéndose a mi madre, mi abuela hizo acopio de toda su energía, poca en aquel momento, para decir "¡es mi hija!". Fue la única vez que vi a mi abuela llamar así a mi madre. Hubo algo, mucho, de satisfacción. Por una vez, al borde ya de trascender esta dimensión mundana, dijo la verdad limpia, sin enmascaramiento. Pudo al fin liberarse de los ocultamientos y medias verdades en los que se vio obligada a desempeñarse por culpa de las imposiciones de una sociedad peor. Esa escena ha quedado grabada en mi cerebro y permanecerá mientras pueda disfrutar del uso de razón.

En la juventud de mi madre, acaecida en Córdoba, continuaron las medias verdades y equívocos hasta prácticamente su matrimonio, celebrado en Córdoba en su manifestación religiosa pero jurídicamente por poderes dado que la ceremonia religiosa protestante no surtía efectos jurídicos y a su vez ningún juez quería proceder a la realización de la boda civil.

En su vida de casada mi madre tuvo tres hijos, siendo yo el menor de ellos, pero mi familia permaneció oculta a ojos de muchos. Este absurdo secreto salió a la luz cuando estando de vacaciones una de mis hermanas, cansada de tanto ocultamiento e hipocresía explicó con detalle a unos familiares argentinos que estaban de visita en España que ella era hija de Ana, mi madre, y que esta, a su vez era hija de Emilia, a la que hasta ese momento suponían sin hijos.

Esta familia argentina se manifestó por un lado con sorpresa y estupor pero por otro con ardiente deseo de conocer a mi madre, a mi padre y al resto de los hijos, cosa que sucedió poco después en el transcurso de una visita de estos familiares a Madrid.

La visita fue muy cariñosa y cordial. Una prima de mi madre, cómplice del engaño y ocultamiento al que hasta entonces habíamos sido sometidos preguntó a Antonio, el familiar argentino que qué le había parecido la prima Ana. Este Antonio respondió, en un lenguaje galante tal como se estilaba en la época pero con una clara intención de censura hacia el engaño en el que hasta entonces había permanecido que mi madre era muy guapa y que por eso la habían tenido escondida.

Mi madre siempre mantuvo, hasta sus últimos días, una actitud que oscilaba entre la rabia y la tristeza, por el hecho de saberse como una persona no deseada en su venida al mundo. Desde que comenzó la guerra, a sus seis años, no volvió a acudir a una escuela. Hasta entonces había asistido a clase en la escuela de la Iglesia Evangélica Española, pero esta fue cerrada por los nacionales, que rápidamente ocuparon San Fernando fusilando al tío de mi madre, el pastor Miguel Blanco Ferrer, hombre que se encargaba del culto y de la escuela de la iglesia, aficionado a la música y a la cultura y que no cometió más delito que el de estar en el sitio equivocado en el momento equivocado. Este pastor, dentro de sus posibilidades, se hizo cargo en gran medida de la educación de mi madre. Con ella paseaba a la cercana Cádiz, se encargaba de los regalos de reyes y en la medida en que ello era posible ejercía lo más parecido a una función paterna. Obran en mi poder las cartas que redactó desde la cárcel, tratando de hacer las gestiones oportunas para resolver su situación, inútiles al cabo, y en las que siempre se despedía con la expresión "besos a la niña" refiriéndose a mi madre. Actualmente tiene dedicada en San Fernando una calle que espero que a nadie se le ocurra retirar, calle del pastor Miguel Blanco Ferrer, aunque en estos tiempos de odio e ignorancia no me extrañaría que alguien tuviera la pretensión de retirarla. En los últimos años se le realizó a mi madre una prueba de ADN con el fin de poder encontrar los restos de su tío aunque no se ha podido dar hasta el momento con los mismos en los trabajos de identificación que se realizan en el cementerio de San Fernando. Con todo, tengo la satisfacción de haberla podido llevar a la calle que en esa localidad tiene dedicada.

La venida al mundo de mi madre causó contrariedad para sus familiares, una existencia llena de dificultades para ella misma, pero visto en perspectiva, fue una bendición. Su simiente junto con mi padre fue fecunda, con hijos, nietos y bisnietos a los que amó con locura. La vida de cada uno de nosotros es una posibilidad tan poco probable que cósmicamente es casi imposible. La única posibilidad de vivir es la que hemos tenido, no hay otra.

Ella solía decir que nunca había trabajado aunque en realidad no hizo otra cosa que trabajar. Un trabajo no remunerado, no reconocido y casi nunca apreciado, el de ama de casa. En sus últimos tiempos se lamentaba de no ser capaz de realizar las tareas a las que estaba habituada, con un sentimiento de culpa que yo me empeñaba, en vano, en disipar.

Sin necesidad de verbalizarlo se caracterizó por lo que hoy se suele llamar "vocación de servicio". Siempre atenta a nuestros progresos en los estudios y en el trabajo, se ocupó sin descanso de que nada nos faltara de lo que ella consideraba importante. Los últimos y difíciles años de mi padre, en buena medida imposibilitado, se vieron aliviados con el primor de los cuidados que ella le dedicó, en un momento en el que yo todavía estaba ligado a mis obligaciones laborales y por tanto, fue ella, mi madre, quien llevó el mayor peso en dichas tareas. Mi padre se sentía agradecido y en su desvalimiento lo quería mostrar dándole besos en la mano, gesto que en su natural humildad ella no creía merecer. Lo que yo no podía presentir es que pasados unos cuantos años sería yo el destinatario de esos besos en la mano con los que mi madre quería agradecer las ayudas que yo le proporcionaba. Había en aquel gesto sin duda desvalimiento pero también un agradecimiento que yo sí que no merecía, pues estoy convencido  de haber dado menos de lo que de ella he recibido.

La vida es única e irrepetible y quién sabe si en ese carácter único reside su verdadera trascendencia. No es la duración infinita sino la intensidad del instante lo que dota de valor a lo vivido. Cuando, ya en el hospital y paralizada de medio cuerpo, la saludé, me reconoció, esbozó lo más parecido a una sonrisa y pudo alargar hasta mi hombro el brazo del que todavía podía servirse. Ya no era capaz de hablar pero ese gesto, apenas unos instantes, ya acabado y perdido en el pasado, tiene para mí la trascendencia de lo permanente por la intensidad de su significado, la despedida definitiva que convierte en eterno un acontecimiento que en el mundo real apenas ocupa un momento. Sí, la eternidad puede que resida en lo más frágil, puede que lo exprese con más autenticidad que la mera duración. Vivir no es simplemente durar.

Mi madre, como ya ha aparecido en este escrito en alguna oportunidad, fue, según cualquier criterio, una mujer guapa. Esto último. que considerado en sí mismo no tiene más mérito que el de la casualidad genética, en su caso suponía algo más .La belleza. que en sí misma depende más de la suerte que del mérito, reflejaba en su caso el eco en el mundo sensible en el que habitamos de una belleza moral que no es más que trasunto de la bondad que en su vida reflejó. ¡Qué guapa fue y qué bello ejemplo nos ha regalado!

He tratado de cumplir con este escrito el encargo que de mi madre recibí. Ella fue la que me pidió que contara con toda claridad los hechos que aquí he referido. Lo que he escrito no está redactado con la perfección que, en su cariño, ella creía ver en mis escritos pero sí con la mejor intención y capacidad que yo tengo.