martes, 31 de diciembre de 2013

BIOGRAFÍA Y CONCIENCIA TEMPORAL.

Cuando Jean y Brigitte Massin comentaban los últimos años de Beethoven, en torno al año 1824, reparaban en un defecto muy extendido en todo tipo de biografías, cual es el de considerar las posturas, gestos y obras de los últimos años como si de un testamento se tratara, adjudicando al personaje biografiado un conocimiento de estar viviendo sus últimos años que nosotros tenemos, pero el biografiado no podía tener.
“ Cuando leemos una biografía de Beethoven nos duele a veces tener que rebatir una impresión equivocada: la de que Beethoven, al día siguiente de la ejecución de su Novena sinfonía, es una especie de muerto por decreto. Y los últimos Cuartetos aparecen entonces como las meditaciones casi ectoplásmicas en las que se libera el Pater Dolorosus, cada vez más demacrado y espiritual, al borde de su tumba ya próxima.
Nada revela por ahora la realidad. Beethoven tiene claramente conciencia de abordar una nueva etapa de su creación después de esta celebración a la Alegría ,con la que soñaba desde hace treinta años y que corona un ciclo de su obra; pero está lleno de proyectos. Antes de tres años habrá muerto, es verdad, pero él no lo sabe. En plena vitalidad, este hombre de cincuenta y tres años contempla un largo porvenir.”
Esta aguda observación de los Massin nos lleva a darnos cuenta de que en toda biografía  se produce un desdoblamiento que, de no ser conscientes de ello, nos puede llevar a error. El desdoblamiento de una biografía no deja de ser en un primer momento un caso particular del esquema básico de sujeto-objeto, siendo en este particular el sujeto estudiado el objeto de estudio.
Sujeto-objeto. Aquí tenemos la grandeza y a su vez la debilidad de ese terreno que solemos denominar como “ciencias humanas”. El protagonista de la biografía es un ser humano, un sujeto. El autor de la biografía convierte a ese sujeto en objeto de estudio, un objeto del que intenta averiguar el mayor número de datos posible, teniendo como ideal la objetividad. Si bien se publican en ocasiones biografías de personas aún vivas, tales escritos no pueden evitar el dejarnos una sensación de algo todavía provisional, incompleto. La trayectoria vital se parece curiosamente al transcurso de una obra musical: mientras la escuchamos la pieza está necesariamente incompleta pero cuando hemos realizado la audición completa, lo que ya no existe es la pieza. Su única manera de existir es como realidad en proceso.
Una biografía cabal sólo tiene sentido cuando el protagonista ya ha completado su ciclo vital.
El estudioso sabe por necesidad cosas de las que el propio protagonista no es consciente, entre las cuales cabe citar la transcendencia que la propia obra del protagonista tendrá en la posteridad. También el estudioso sabe la fecha de la muerte del protagonista. Es un error a veces difícil de evitar el proyectar en la conciencia del protagonista intenciones que no podían estar en su mente.
Aquí es donde cabe situar la tendencia a ver las últimas obras de Beethoven como un testamento, un legado que él está dejando de manera consciente a la posteridad.
El accidente necesario que toda muerte es se transforma a veces en un hecho del que parece que el protagonista tuviera como un presentimiento y sus últimos años se tiñen de un carácter de despedida que no se da casi nunca en la vida real, pues lo normal es que, aunque enferma, toda persona viva a la espera del instante siguiente.
Un biógrafo, como estudioso que es, intenta siempre dejar una imagen lo más definitiva posible de la personalidad que está investigando. Cuanto más contundente y completa sea la imagen, más creerá haber logrado el objetivo que persigue. La vida concreta de cualquier hombre y mujer está llena de contingencias, hechos imprevistos, giros sorprendentes e incoherencias. La incoherencia forma parte de la vida pero no suele ser aceptada con facilidad por el estudioso, persona siempre deseosa de la exactitud y la coherencia. Como quiera que, como afirmaba Sartre, el pasado es un fatalismo al revés, los hechos pasados se nos aparecen como algo que necesariamente es tal como se nos muestra, y esta inmutabilidad del pasado, esta fijeza que ningún poder puede alterar provoca la tentación de pensar que no sólo las cosas ocurrieron como nosotros ya sabemos sino que la manera en que ocurrieron es la única posible. La vicisitud vital, llena de imprevistos, es narrada como un despliegue necesario de potencialidades que desde el primer momento estaban ya contenidas virtualmente en el sujeto estudiado, de tal modo que lo imprevisto de la trayectoria biográfica queda suplantado por la previsibilidad casi biológica de un desarrollo embrionario.
La muerte del protagonista de la historia, que sólo conocemos con exactitud los lectores, suele ser plasmada como algo ya barruntado por el protagonista de la biografía, y los años que ocupan el final de su vida se ven tratados como si ese protagonista tuviera cabal conciencia de estar al final de su trayectoria.
Jean y Brigitte Massin tienen en su enorme obra dedicada a Beethoven el talento de plasmar, en la medida en que los datos lo permiten, el día a día de su transcurrir, sus conversaciones, sus preocupaciones diarias, no siempre de carácter artístico. Para ello, el método que sabiamente utilizan consiste en dejar hablar a Beethoven y a sus amistades, conocidos y demás personas que con él tuvieron relación.
Cuando Beethoven falleció, en 1827, era un hombre todavía joven. Tenía proyectos que, de haber podido ser traídos a la realidad, nos habrían proporcionado sin duda obras maestras que ya quedarán para siempre en el mundo de los posibles.
La coherencia que desde el exterior proyectamos en una vida ya acabada nos lleva a ver tal vida no como acabada sino como completa, evitándonos de ese modo la impresión de frustración que debería producir el saber que en esa vida, truncada y no completa aún, había unas posibilidades de desarrollo de las que ya estaremos privados para siempre.
El miedo a la contingencia nos traiciona la verdadera exposición de las vidas ajenas y nos da en su lugar una imagen más completa, más perfecta pero en el fondo más falsa.
El final suele proyectarse sobre todo lo anterior de manera que los sucesos de la vida en lugar de ser valorados por sí mismos, se valoran en función del momento posterior, ya como anticipaciones, ya como desviaciones de ese momento que, de simple final, se convierte en finalidad. Un erróneo enfoque teleológico cubre todos los momentos de la trayectoria vital del protagonista, adulterándose de ese modo la vida real del mismo. El resultado no puede ser otro que el de transmitirnos, en vez de una vida vivida, una vida pensada.
Un enfoque más atenido a las cosas mismas, más fenomenológico como el que los Massin nos brindan , nos permite asistir a una biografía quizá sin la perfección arquitectónica de tantos estudios pero con más autenticidad vital.
La vida que de Beethoven nos transmite este libro no nos da un Beethoven como monumento, nos da un Beethoven como hombre, con sus grandezas, también con sus mezquindades, como no puede ser de otro modo tratándose de la vida de un hombre, no de un dios.
Lejos de disminuir a Beethoven, más bien lo agranda, pues es el hombre de carne y hueso el que puede ser alabado por sus logros y no así un ser perfecto, condenado por su perfección a no tener el menor mérito en la superación de las adversidades que toda vida concreta presenta.
Sabido es que, ni siquiera la omnipotencia divina tiene poder para decretar que lo que ha pasado no haya sucedido nunca. Esa inmutabilidad pétrea es propia del pasado pero no lo es de la vida real que en cada momento protagonizamos. Tratar una vida real ya acabada proyectando sobre la misma la férrea necesidad que lo ya sucedido presenta es traicionar tal vida en lo que de más auténtico tiene, que es su libertad e imprevisibilidad.
Proyectar esa necesidad sobre la mente del protagonista es traicionar tal vida doblemente, pues atribuimos a la mente de la persona estudiada preocupaciones e inquietudes que están en nosotros, pero que nunca pudieron estar en él mismo, pues nadie se vive a sí mismo como el protagonista de una biografía.
Aunque al trazar una biografía necesariamente hay que ocuparse del pasado, habría que intentar dibujar ese pasado de tal manera que se nos ofreciera no ya como tal, y por tanto, necesario e inmutable, sino como presente vivo y por tanto imprevisible y contingente.
Tal es el principal mérito que la biografía de los Massin nos proporciona.
La necesidad  inmutable del pasado ya concluído no debe proyectarse sobre el presente, borrando la libertad y falta de necesidad interna del mismo.







domingo, 1 de diciembre de 2013

LÓGICA PARLAMENTARIA Y LÓGICA ACADÉMICA.

Voy a reflexionar acerca de las diferencias que cabe establecer entre una discusión académica y una discusión parlamentaria.
La exposición adquiere, por la propia lógica de los hechos, un carácter dicotómico que solo puede ser entendido si admitimos la vigencia de los llamados por Max Weber tipos ideales. Es evidente que en la realidad cotidiana los hechos nunca se presentan con la claridad característica con que toda explicación debe intentar plasmarlos.
Toda discusión parlamentaria produce siempre una sensación ambivalente a quienes la presencian.
El debate entre personas es algo característico. El mismo puede tener distintas finalidades: la cooperación para un fin beneficioso para la especie, o para un grupo de individuos ( una conjura ). No obstante, en la realidad práctica, donde prima la urgencia, el debate suele estar limitado y lo que se impone es la sumisión hacia alguien que ejerce el mando.
La discusión y el debate se suelen dar más en el ámbito de la ciencia y del conocimiento. Mediante el mismo se abren nuevos caminos y se descubren nuevas verdades.
La discusión y el debate también son característicos de toda asamblea  política y en especial de las asambleas legislativas. No obstante, la lógica que preside un debate académico y uno político difiere en importantes aspectos.
En una discusión parlamentaria se dirimen intereses. En una discusión académica se trata de avanzar hacia la verdad.
Lo propio de la democracia, en contra de lo que se suele suponer, no es ni la elección ni la votación, es la deliberación.
La deliberación también es propia de una discusión académica.
Una votación es siempre una concesión que la racionalidad ha de hacer a la contingencia de las circunstancias. Una votación cierra una discusión con un resultado obtenido por la regla de la mayoría. El resultado expresa en cada momento una correlación de fuerzas. No expresa la verdad ni lo puede hacer.
Una discusión académica puede llegar a resultados, pero en tal tipo de discusión es más frecuente el intento de obtener un consenso que el recurso a zanjar la discusión mediante una votación.
La elaboración de una ley por el procedimiento de la regla de las mayorías encierra en sí una fuerza de tipo estadístico. Su legitimidad viene dada por la corrección formal con que ha sido establecida.
Una votación es siempre un fracaso de la racionalidad, si bien se trata de un fracaso necesario y constitutivo. Es imposible un proceso de deliberación llevado al infinito. La votación es el nudo gordiano que hace posible y fértil la labor de un parlamento como órgano legislativo. Un parlamento que debatiera sin límite y nunca zanjara la discusión mediante votación sería estéril en lo más propio de su labor, pues su finalidad intrínseca es la elaboración de la ley.
La discusión académica tiene otras miras. En este ámbito de lo que se trata es de encontrar, descubrir una nueva verdad, no de fabricar ni crear nada.
La ley se crea, se produce, se elabora. La verdad se descubre. La discusión en este ámbito académico no se interrumpe nunca. El diálogo se prolonga a través de los siglos, en una aproximación asintótica a una verdad siempre supuesta pero nunca encontrada. La suposición de verdad mueve sin ser conocida, es un presupuesto de la racionalidad, previo a toda discusión y que se da por admitido de manera implícita desde el momento en que dos o más personas se ponen a debatir y discutir sobre cualquier asunto.
La ley elaborada en un parlamento rige comportamientos de personas e instituciones y lo hace de acuerdo con ciertos intereses, en el que podríamos llamar contexto de descubrimiento. En el contexto de justificación toda ley gusta de presentarse como expresión del interés general. Aquí es donde aparece el aspecto de ficción que toda discusión parlamentaria tiene.
El aspecto de ficción de la discusión parlamentaria deriva de la dialéctica entre partido ( interés, parcialidad ) y voluntad general. La discusión se establece entre partidos que, de suyo, expresan un interés parcial, pero se dramatiza como discusión entre individuos que tratan de encontrar la verdad a través de tal discusión. Cuando el resultado, tras votación, se convierte en ley, es representado como el fruto de una libre discusión en la que la fuerza del mejor argumento se ha impuesto y ha hecho con ello posible sacar a luz una ley racionalmente fundamentada.
Se reproduce en este caso, a un nivel pragmático, la exigencia de universalidad que de manera clásica exigió Kant de la máxima para que pudiera ser considerada como ley universal.
La parcialidad no puede atreverse a presentarse como tal si quiere mostrarse como ley de cumplimiento obligatorio, pues un interés parcial exigido aparece marcado de manera demasiado evidente con un carácter de fuerza que le resta legitimidad como ley. La universalidad es su enmascaramiento, y para que tal resulte eficaz es necesario que la discusión parlamentaria adopte la forma de discusión académica. De esta manera, la ley no sólo se considerará como consecuencia de la imposición de la mayoría sino como corolario necesario de la discusión entre personas que buscan el bien común. Un bien ostensiblemente parcial pierde eficacia. Un bien presentado como común se reviste de un halo de sacralidad que lo dota de mayor virtualidad.
El carácter de representación del debate parlamentario resulta mucho más claro conforme la propia práctica parlamentaria va siendo dominada por la organización partidista. En un parlamento de notables, como el que predominó en el siglo XIX, la fuerte personalidad de los individuos que participaban en la discusión dotaba a esta de una verosimilitud que facilitaba la función de enmascaramiento del debate en orden a ocultar los intereses particulares que se dirimían.
En una asamblea de tipo corporativo, como las que se establecieron en Italia, Portugal y España en el siglo XX, la estructura orgánica de tal representación muestra de manera clara y sin confusión la concepción no igualitaria de la sociedad y su carácter jerárquico.
En un parlamento sometido a la organización de partidos políticos cada vez más estructurados, el aspecto de representación de una discusión resulta cada vez más descuidado.
Uno de los elementos más importantes de los parlamentos modernos es la prohibición que casi todas las constituciones plasman de que los parlamentarios estén sometidos a mandato imperativo alguno. La prohibición del mandato imperativo constituye el elemento formal que permite mantener la ficción de un parlamento como una agrupación de hombres libres que mediante la deliberación, y sin ninguna imposición exterior, tratan de llegar a la mejor solución mediante el uso de los mejores argumentos. La prohibición del mandato imperativo se mantiene de manera formal, pero de manera material se ve conculcada con la práctica de la llamada disciplina de voto. El parlamentario, de acuerdo con esta, votará lo que le ordene su jefe de grupo, por tanto, no se comportará como personalidad independiente que vota en función de la convicción del mejor argumento, sino como miembro de partido que obedece unas directrices. El militante sustituye al parlamentario en la práctica cotidiana. El debate en sí, es una ficción, pues el resultado se puede calcular atendiendo al número de votos de que cada grupo disponga. El interés del debate es nulo, pues no se da ninguna interacción comunicativa entre los que participan en el mismo. El gesto y, cada vez más, los malos modos, se imponen sobre una argumentación que se torna innecesaria. El ruido quiere mantener una atención que de forma natural ya no se sostiene. Las decisiones están tomadas en otro lugar y la cámara se transforma en un simple registro. El órgano de la soberanía se va convirtiendo en tan decorativo como lo empezaron a ser en su momento los monarcas constitucionales.
Toda ficción, en el terreno de la organización política, es un reconocimiento de la superioridad de aquello que se quiere hacer aparecer como existente y por tanto, encierra en sí misma un doble carácter:
Ø     De engaño, o enmascaramiento.
Ø     De ideal que se debe perseguir.
El primer aspecto es el carácter ideológico (en su sentido de conciencia falsa, engañosa y no en su sentido propositivo ) que la ficción presenta. Se quiere intentar que una determinada realidad aparezca dotada de unas características que no tiene, pero en ese engaño va ya implícito el reconocimiento de la superioridad que la realidad aparentada tendría, caso de ser existente, sobre la realidad actual y efectiva.
El segundo aspecto va unido al primero. Toda plasmación no lograda, como por ejemplo, un debate de ideas, sigue siendo un ideal que orienta lo que debiera ser toda discusión.
Bajo la ficción de una asamblea de hombres libres que, mediante el uso de su razón y orientados por el bien común tratan de descubrir cual debiera ser la mejor opción subyace una implícita creencia de que existe un orden ideal que debe ser plasmado, y antes de ello, encontrado, descubierto y no inventado.
No es tan fácil como parece establecer una diferencia radical entre convención y naturaleza tal como parece que los primeros sofistas trataron de establecer.
Tampoco parece fácil establecer un corte radical entre las posiciones positivistas y las de derecho natural. La pretensión de todo derecho positivo es la de aparecer como algo que se desprende de manera radical de la razón. Admitir la fuerza de la ley en su simple positividad, libre de cualquier otro valor, resulta demasiado expuesto para la propia ley, pues en su desnuda parcialidad resulta demasiado evidente su carácter de hecho, de fuerza, sin que resulte bastante a superar dicho carácter el incidir en la corrección formal con la que ha sido establecida.
La igualdad formal que caracteriza a las modernas sociedades oculta en su seno la desigualdad material que las constituye. Nuestra forma de argumentar está más acostumbrada a captar y pensar las representaciones formales que las realidades materiales y de ahí que resulte fácil el engaño acerca de las instituciones que reflejan una determinada sociedad.