Voy
a reflexionar acerca de las diferencias que cabe establecer entre una discusión
académica y una discusión parlamentaria.
La
exposición adquiere, por la propia lógica de los hechos, un carácter dicotómico
que solo puede ser entendido si admitimos la vigencia de los llamados por Max
Weber tipos ideales. Es evidente que
en la realidad cotidiana los hechos nunca se presentan con la claridad
característica con que toda explicación debe intentar plasmarlos.
Toda
discusión parlamentaria produce siempre una sensación ambivalente a quienes la
presencian.
El
debate entre personas es algo característico. El mismo puede tener distintas
finalidades: la cooperación para un fin beneficioso para la especie, o para un
grupo de individuos ( una conjura ). No obstante, en la realidad práctica,
donde prima la urgencia, el debate suele estar limitado y lo que se impone es
la sumisión hacia alguien que ejerce el mando.
La
discusión y el debate se suelen dar más en el ámbito de la ciencia y del
conocimiento. Mediante el mismo se abren nuevos caminos y se descubren nuevas
verdades.
La
discusión y el debate también son característicos de toda asamblea política y en especial de las asambleas
legislativas. No obstante, la lógica que preside un debate académico y uno
político difiere en importantes aspectos.
En
una discusión parlamentaria se dirimen intereses. En una discusión académica se
trata de avanzar hacia la verdad.
Lo
propio de la democracia, en contra de lo que se suele suponer, no es ni la
elección ni la votación, es la deliberación.
La
deliberación también es propia de una discusión académica.
Una
votación es siempre una concesión que la racionalidad ha de hacer a la
contingencia de las circunstancias. Una votación cierra una discusión con un
resultado obtenido por la regla de la mayoría. El resultado expresa en cada
momento una correlación de fuerzas. No expresa la verdad ni lo puede hacer.
Una
discusión académica puede llegar a resultados, pero en tal tipo de discusión es
más frecuente el intento de obtener un consenso que el recurso a zanjar la
discusión mediante una votación.
La
elaboración de una ley por el procedimiento de la regla de las mayorías
encierra en sí una fuerza de tipo estadístico. Su legitimidad viene dada por la
corrección formal con que ha sido establecida.
Una
votación es siempre un fracaso de la racionalidad, si bien se trata de un
fracaso necesario y constitutivo. Es imposible un proceso de deliberación
llevado al infinito. La votación es el nudo
gordiano que hace posible y fértil la labor de un parlamento como órgano
legislativo. Un parlamento que debatiera sin límite y nunca zanjara la
discusión mediante votación sería estéril en lo más propio de su labor, pues su
finalidad intrínseca es la elaboración de la ley.
La
discusión académica tiene otras miras. En este ámbito de lo que se trata es de
encontrar, descubrir una nueva verdad, no de fabricar ni crear nada.
La
ley se crea, se produce, se elabora. La verdad se descubre. La discusión en
este ámbito académico no se interrumpe nunca. El diálogo se prolonga a través
de los siglos, en una aproximación asintótica a una verdad siempre supuesta
pero nunca encontrada. La suposición de verdad mueve sin ser conocida, es un
presupuesto de la racionalidad, previo a toda discusión y que se da por
admitido de manera implícita desde el momento en que dos o más personas se
ponen a debatir y discutir sobre cualquier asunto.
La
ley elaborada en un parlamento rige comportamientos de personas e instituciones
y lo hace de acuerdo con ciertos intereses, en el que podríamos llamar contexto de descubrimiento. En el contexto de justificación toda ley gusta
de presentarse como expresión del interés
general. Aquí es donde aparece el aspecto de ficción que toda discusión parlamentaria tiene.
El
aspecto de ficción de la discusión parlamentaria deriva de la dialéctica entre
partido ( interés, parcialidad ) y voluntad general. La discusión se establece
entre partidos que, de suyo, expresan un interés parcial, pero se dramatiza
como discusión entre individuos que tratan de encontrar la verdad a través de
tal discusión. Cuando el resultado, tras votación, se convierte en ley, es
representado como el fruto de una libre discusión en la que la fuerza del mejor
argumento se ha impuesto y ha hecho con ello posible sacar a luz una ley racionalmente
fundamentada.
Se
reproduce en este caso, a un nivel pragmático, la exigencia de universalidad
que de manera clásica exigió Kant de la máxima para que pudiera ser considerada
como ley universal.
La
parcialidad no puede atreverse a presentarse como tal si quiere mostrarse como
ley de cumplimiento obligatorio, pues un interés parcial exigido aparece
marcado de manera demasiado evidente con un carácter de fuerza que le resta
legitimidad como ley. La universalidad es su enmascaramiento, y para que tal
resulte eficaz es necesario que la discusión parlamentaria adopte la forma de
discusión académica. De esta manera, la ley no sólo se considerará como
consecuencia de la imposición de la mayoría sino como corolario necesario de la
discusión entre personas que buscan el bien común. Un bien ostensiblemente
parcial pierde eficacia. Un bien presentado como común se reviste de un halo de
sacralidad que lo dota de mayor virtualidad.
El
carácter de representación del debate parlamentario resulta mucho más claro
conforme la propia práctica parlamentaria va siendo dominada por la
organización partidista. En un parlamento de notables, como el que predominó en
el siglo XIX, la fuerte personalidad de los individuos que participaban en la
discusión dotaba a esta de una verosimilitud que facilitaba la función de
enmascaramiento del debate en orden a ocultar los intereses particulares que se
dirimían.
En
una asamblea de tipo corporativo, como las que se establecieron en Italia,
Portugal y España en el siglo XX, la estructura orgánica de tal representación
muestra de manera clara y sin confusión la concepción no igualitaria de la
sociedad y su carácter jerárquico.
En
un parlamento sometido a la organización de partidos políticos cada vez más
estructurados, el aspecto de representación de una discusión resulta cada vez
más descuidado.
Uno
de los elementos más importantes de los parlamentos modernos es la prohibición
que casi todas las constituciones plasman de que los parlamentarios estén
sometidos a mandato imperativo
alguno. La prohibición del mandato imperativo constituye el elemento formal que
permite mantener la ficción de un parlamento como una agrupación de hombres
libres que mediante la deliberación, y sin ninguna imposición exterior, tratan
de llegar a la mejor solución mediante el uso de los mejores argumentos. La
prohibición del mandato imperativo se mantiene de manera formal, pero de manera
material se ve conculcada con la práctica de la llamada disciplina de voto. El parlamentario, de acuerdo con esta, votará
lo que le ordene su jefe de grupo, por tanto, no se comportará como
personalidad independiente que vota en función de la convicción del mejor
argumento, sino como miembro de partido que obedece unas directrices. El militante sustituye al parlamentario en la práctica cotidiana.
El debate en sí, es una ficción, pues el resultado se puede calcular atendiendo
al número de votos de que cada grupo disponga. El interés del debate es nulo,
pues no se da ninguna interacción comunicativa entre los que participan en el
mismo. El gesto y, cada vez más, los malos modos, se imponen sobre una
argumentación que se torna innecesaria. El ruido quiere mantener una atención
que de forma natural ya no se sostiene. Las decisiones están tomadas en otro
lugar y la cámara se transforma en un simple registro. El órgano de la
soberanía se va convirtiendo en tan decorativo como lo empezaron a ser en su
momento los monarcas constitucionales.
Toda
ficción, en el terreno de la organización política, es un reconocimiento de la
superioridad de aquello que se quiere hacer aparecer como existente y por
tanto, encierra en sí misma un doble carácter:
Ø De engaño, o enmascaramiento.
Ø De ideal que se debe perseguir.
El
primer aspecto es el carácter ideológico (en su sentido de conciencia falsa,
engañosa y no en su sentido propositivo ) que la ficción presenta. Se quiere
intentar que una determinada realidad aparezca dotada de unas características
que no tiene, pero en ese engaño va ya implícito el reconocimiento de la
superioridad que la realidad aparentada tendría, caso de ser existente, sobre
la realidad actual y efectiva.
El
segundo aspecto va unido al primero. Toda plasmación no lograda, como por
ejemplo, un debate de ideas, sigue siendo un ideal que orienta lo que debiera
ser toda discusión.
Bajo
la ficción de una asamblea de hombres libres que, mediante el uso de su razón y
orientados por el bien común tratan de descubrir
cual debiera ser la mejor opción subyace una implícita creencia de que existe
un orden ideal que debe ser plasmado, y antes de ello, encontrado, descubierto
y no inventado.
No
es tan fácil como parece establecer una diferencia radical entre convención y naturaleza tal como parece que los primeros sofistas trataron de
establecer.
Tampoco
parece fácil establecer un corte radical entre las posiciones positivistas y
las de derecho natural. La pretensión de todo derecho positivo es la de
aparecer como algo que se desprende de manera radical de la razón. Admitir la
fuerza de la ley en su simple positividad, libre de cualquier otro valor,
resulta demasiado expuesto para la propia ley, pues en su desnuda parcialidad
resulta demasiado evidente su carácter de hecho, de fuerza, sin que resulte
bastante a superar dicho carácter el incidir en la corrección formal con la que
ha sido establecida.
La
igualdad formal que caracteriza a las modernas sociedades oculta en su seno la
desigualdad material que las constituye. Nuestra forma de argumentar está más
acostumbrada a captar y pensar las representaciones formales que las realidades
materiales y de ahí que resulte fácil el engaño acerca de las instituciones que
reflejan una determinada sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario