domingo, 1 de diciembre de 2013

LÓGICA PARLAMENTARIA Y LÓGICA ACADÉMICA.

Voy a reflexionar acerca de las diferencias que cabe establecer entre una discusión académica y una discusión parlamentaria.
La exposición adquiere, por la propia lógica de los hechos, un carácter dicotómico que solo puede ser entendido si admitimos la vigencia de los llamados por Max Weber tipos ideales. Es evidente que en la realidad cotidiana los hechos nunca se presentan con la claridad característica con que toda explicación debe intentar plasmarlos.
Toda discusión parlamentaria produce siempre una sensación ambivalente a quienes la presencian.
El debate entre personas es algo característico. El mismo puede tener distintas finalidades: la cooperación para un fin beneficioso para la especie, o para un grupo de individuos ( una conjura ). No obstante, en la realidad práctica, donde prima la urgencia, el debate suele estar limitado y lo que se impone es la sumisión hacia alguien que ejerce el mando.
La discusión y el debate se suelen dar más en el ámbito de la ciencia y del conocimiento. Mediante el mismo se abren nuevos caminos y se descubren nuevas verdades.
La discusión y el debate también son característicos de toda asamblea  política y en especial de las asambleas legislativas. No obstante, la lógica que preside un debate académico y uno político difiere en importantes aspectos.
En una discusión parlamentaria se dirimen intereses. En una discusión académica se trata de avanzar hacia la verdad.
Lo propio de la democracia, en contra de lo que se suele suponer, no es ni la elección ni la votación, es la deliberación.
La deliberación también es propia de una discusión académica.
Una votación es siempre una concesión que la racionalidad ha de hacer a la contingencia de las circunstancias. Una votación cierra una discusión con un resultado obtenido por la regla de la mayoría. El resultado expresa en cada momento una correlación de fuerzas. No expresa la verdad ni lo puede hacer.
Una discusión académica puede llegar a resultados, pero en tal tipo de discusión es más frecuente el intento de obtener un consenso que el recurso a zanjar la discusión mediante una votación.
La elaboración de una ley por el procedimiento de la regla de las mayorías encierra en sí una fuerza de tipo estadístico. Su legitimidad viene dada por la corrección formal con que ha sido establecida.
Una votación es siempre un fracaso de la racionalidad, si bien se trata de un fracaso necesario y constitutivo. Es imposible un proceso de deliberación llevado al infinito. La votación es el nudo gordiano que hace posible y fértil la labor de un parlamento como órgano legislativo. Un parlamento que debatiera sin límite y nunca zanjara la discusión mediante votación sería estéril en lo más propio de su labor, pues su finalidad intrínseca es la elaboración de la ley.
La discusión académica tiene otras miras. En este ámbito de lo que se trata es de encontrar, descubrir una nueva verdad, no de fabricar ni crear nada.
La ley se crea, se produce, se elabora. La verdad se descubre. La discusión en este ámbito académico no se interrumpe nunca. El diálogo se prolonga a través de los siglos, en una aproximación asintótica a una verdad siempre supuesta pero nunca encontrada. La suposición de verdad mueve sin ser conocida, es un presupuesto de la racionalidad, previo a toda discusión y que se da por admitido de manera implícita desde el momento en que dos o más personas se ponen a debatir y discutir sobre cualquier asunto.
La ley elaborada en un parlamento rige comportamientos de personas e instituciones y lo hace de acuerdo con ciertos intereses, en el que podríamos llamar contexto de descubrimiento. En el contexto de justificación toda ley gusta de presentarse como expresión del interés general. Aquí es donde aparece el aspecto de ficción que toda discusión parlamentaria tiene.
El aspecto de ficción de la discusión parlamentaria deriva de la dialéctica entre partido ( interés, parcialidad ) y voluntad general. La discusión se establece entre partidos que, de suyo, expresan un interés parcial, pero se dramatiza como discusión entre individuos que tratan de encontrar la verdad a través de tal discusión. Cuando el resultado, tras votación, se convierte en ley, es representado como el fruto de una libre discusión en la que la fuerza del mejor argumento se ha impuesto y ha hecho con ello posible sacar a luz una ley racionalmente fundamentada.
Se reproduce en este caso, a un nivel pragmático, la exigencia de universalidad que de manera clásica exigió Kant de la máxima para que pudiera ser considerada como ley universal.
La parcialidad no puede atreverse a presentarse como tal si quiere mostrarse como ley de cumplimiento obligatorio, pues un interés parcial exigido aparece marcado de manera demasiado evidente con un carácter de fuerza que le resta legitimidad como ley. La universalidad es su enmascaramiento, y para que tal resulte eficaz es necesario que la discusión parlamentaria adopte la forma de discusión académica. De esta manera, la ley no sólo se considerará como consecuencia de la imposición de la mayoría sino como corolario necesario de la discusión entre personas que buscan el bien común. Un bien ostensiblemente parcial pierde eficacia. Un bien presentado como común se reviste de un halo de sacralidad que lo dota de mayor virtualidad.
El carácter de representación del debate parlamentario resulta mucho más claro conforme la propia práctica parlamentaria va siendo dominada por la organización partidista. En un parlamento de notables, como el que predominó en el siglo XIX, la fuerte personalidad de los individuos que participaban en la discusión dotaba a esta de una verosimilitud que facilitaba la función de enmascaramiento del debate en orden a ocultar los intereses particulares que se dirimían.
En una asamblea de tipo corporativo, como las que se establecieron en Italia, Portugal y España en el siglo XX, la estructura orgánica de tal representación muestra de manera clara y sin confusión la concepción no igualitaria de la sociedad y su carácter jerárquico.
En un parlamento sometido a la organización de partidos políticos cada vez más estructurados, el aspecto de representación de una discusión resulta cada vez más descuidado.
Uno de los elementos más importantes de los parlamentos modernos es la prohibición que casi todas las constituciones plasman de que los parlamentarios estén sometidos a mandato imperativo alguno. La prohibición del mandato imperativo constituye el elemento formal que permite mantener la ficción de un parlamento como una agrupación de hombres libres que mediante la deliberación, y sin ninguna imposición exterior, tratan de llegar a la mejor solución mediante el uso de los mejores argumentos. La prohibición del mandato imperativo se mantiene de manera formal, pero de manera material se ve conculcada con la práctica de la llamada disciplina de voto. El parlamentario, de acuerdo con esta, votará lo que le ordene su jefe de grupo, por tanto, no se comportará como personalidad independiente que vota en función de la convicción del mejor argumento, sino como miembro de partido que obedece unas directrices. El militante sustituye al parlamentario en la práctica cotidiana. El debate en sí, es una ficción, pues el resultado se puede calcular atendiendo al número de votos de que cada grupo disponga. El interés del debate es nulo, pues no se da ninguna interacción comunicativa entre los que participan en el mismo. El gesto y, cada vez más, los malos modos, se imponen sobre una argumentación que se torna innecesaria. El ruido quiere mantener una atención que de forma natural ya no se sostiene. Las decisiones están tomadas en otro lugar y la cámara se transforma en un simple registro. El órgano de la soberanía se va convirtiendo en tan decorativo como lo empezaron a ser en su momento los monarcas constitucionales.
Toda ficción, en el terreno de la organización política, es un reconocimiento de la superioridad de aquello que se quiere hacer aparecer como existente y por tanto, encierra en sí misma un doble carácter:
Ø     De engaño, o enmascaramiento.
Ø     De ideal que se debe perseguir.
El primer aspecto es el carácter ideológico (en su sentido de conciencia falsa, engañosa y no en su sentido propositivo ) que la ficción presenta. Se quiere intentar que una determinada realidad aparezca dotada de unas características que no tiene, pero en ese engaño va ya implícito el reconocimiento de la superioridad que la realidad aparentada tendría, caso de ser existente, sobre la realidad actual y efectiva.
El segundo aspecto va unido al primero. Toda plasmación no lograda, como por ejemplo, un debate de ideas, sigue siendo un ideal que orienta lo que debiera ser toda discusión.
Bajo la ficción de una asamblea de hombres libres que, mediante el uso de su razón y orientados por el bien común tratan de descubrir cual debiera ser la mejor opción subyace una implícita creencia de que existe un orden ideal que debe ser plasmado, y antes de ello, encontrado, descubierto y no inventado.
No es tan fácil como parece establecer una diferencia radical entre convención y naturaleza tal como parece que los primeros sofistas trataron de establecer.
Tampoco parece fácil establecer un corte radical entre las posiciones positivistas y las de derecho natural. La pretensión de todo derecho positivo es la de aparecer como algo que se desprende de manera radical de la razón. Admitir la fuerza de la ley en su simple positividad, libre de cualquier otro valor, resulta demasiado expuesto para la propia ley, pues en su desnuda parcialidad resulta demasiado evidente su carácter de hecho, de fuerza, sin que resulte bastante a superar dicho carácter el incidir en la corrección formal con la que ha sido establecida.
La igualdad formal que caracteriza a las modernas sociedades oculta en su seno la desigualdad material que las constituye. Nuestra forma de argumentar está más acostumbrada a captar y pensar las representaciones formales que las realidades materiales y de ahí que resulte fácil el engaño acerca de las instituciones que reflejan una determinada sociedad.






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