Me
encontraba yo el otro día en una clase de Bachillerato con 39 alumnos, 39,
cuando de repente se me acabó la paciencia ante la desconsideración con que
estos me trataban, ignorando mi presencia, como si no me vieran. Llevado de mi
temperamento, que no es suave ciertamente, agarré con fuerza mi paraguas y lo
estampé contra el suelo, con el consiguiente estrépito y pasmo no de mis
oyentes, pues puede que me oyeran pero escucharme no me escuchaba nadie, pero
sí de mis alumnos.
Superado
el susto, o más bien la sorpresa, no creo que mi acción impresionara gran cosa
a la concurrencia. Los efectos sobre la audiencia no oyente no trajeron mayores
consecuencias.
No
puedo decir lo mismo del paraguas, que de instrumento más o menos útil pasó a
ser un cadáver en lo que a su funcionalidad se refiere. Quedó maltrecho e
inútil para todo servicio. Una varilla orientada hacia Mallorca, otra hacia
Alcalá de Henares, una tercera hacia Ocaña y el resto hacia no se sabe dónde.
¿No
me debería pagar la Comunidad el paraguas pues su pérdida cabe entenderla como
accidente laboral? ¿ No debería la misma administración dotar a las aulas de
esos sacos con los que los púgiles se ceban para practicar y entrenar su noble
deporte, saco que podría ser utilizado por el profesor para volcar sobre él sus
enfados y enconos?
En
todo caso, suerte tuve. Si en vez de mi paraguas hubiera desahogado mis iras
sobre algún móvil de cualquier alumno y lo hubiera arrojado por la ventana, que
es en el fondo lo que yo quisiera hacer, seguro que el juez haría conmigo lo
que no se ha atrevido a hacer con Rodrigo Rato y Jordi Pujol, y lanzaría contra
mí la orden de ingreso en prisión sin fianza.
¡Cáspita!
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