Escuchando
recientemente al ex ministro García Margallo le oí una anécdota referida a otro
ex ministro. Según relataba García Margallo, este antiguo ministro le contó que
la primera vez que montó en un coche tras quedar cesante su primera intención
fue la de sentarse en la parte de atrás del vehículo hasta que comprendió que
si no se sentaba delante y al volante, el coche no arrancaría de ninguna de las
maneras.
Hace
ya bastantes años, en el transcurso de una entrevista al antiguo presidente de
Costa Rica Daniel Odúber, preguntado acerca de si se sentía mejor tras
abandonar tan alta responsabilidad este respondió que, por el contrario, se
sentía frustrado pues todo su organismo se había adaptado al hecho de que toda
orden emitida y todo deseo manifestado fueran inmediatamente atendidos por el
personal a su servicio.
Supongo
que las anteriores impresiones sólo son posibles en personas que han ejercido
en verdad cargos donde la autoridad se da por supuesta.
Es
cierto que el ejercicio del poder acarrea un desgaste para quien lo ejerce,
pero también su pérdida debe de suponer un momentáneo desconcierto.
Giulio
Andreotti, que de asuntos del poder sabía bastante, solía afirmar que lo que
desgasta no es el ejercicio del poder sino la oposición.
En
mi caso nunca he ejercido ningún poder. Como profesor más bien lo que he
experimentado es la ausencia de todo poder. A lo que mi organismo está
acostumbrado es a que emitida una orden por mí, esta sea discutida, criticada o
ignorada. Si en alguna ocasión soy obedecido quedo tan sorprendido que en lugar
de satisfecho me siento aturdido.
Hace
unos años, viendo que unas alumnas se dirigían a la cafetería en horas en que
no tenían permitido el acceso a la misma les dije: no se puede acudir a la
cafetería en hora de clase. En lugar de discutir lo que yo les indicaba
obedecieron y dieron media vuelta.
Todavía
no me he recuperado del susto.