domingo, 24 de junio de 2018

PODEROSOS VENIDOS A MENOS.


Escuchando recientemente al ex ministro García Margallo le oí una anécdota referida a otro ex ministro. Según relataba García Margallo, este antiguo ministro le contó que la primera vez que montó en un coche tras quedar cesante su primera intención fue la de sentarse en la parte de atrás del vehículo hasta que comprendió que si no se sentaba delante y al volante, el coche no arrancaría de ninguna de las maneras.
Hace ya bastantes años, en el transcurso de una entrevista al antiguo presidente de Costa Rica Daniel Odúber, preguntado acerca de si se sentía mejor tras abandonar tan alta responsabilidad este respondió que, por el contrario, se sentía frustrado pues todo su organismo se había adaptado al hecho de que toda orden emitida y todo deseo manifestado fueran inmediatamente atendidos por el personal a su servicio.
Supongo que las anteriores impresiones sólo son posibles en personas que han ejercido en verdad cargos donde la autoridad se da por supuesta.
Es cierto que el ejercicio del poder acarrea un desgaste para quien lo ejerce, pero también su pérdida debe de suponer un momentáneo desconcierto.
Giulio Andreotti, que de asuntos del poder sabía bastante, solía afirmar que lo que desgasta no es el ejercicio del poder sino la oposición.
En mi caso nunca he ejercido ningún poder. Como profesor más bien lo que he experimentado es la ausencia de todo poder. A lo que mi organismo está acostumbrado es a que emitida una orden por mí, esta sea discutida, criticada o ignorada. Si en alguna ocasión soy obedecido quedo tan sorprendido que en lugar de satisfecho me siento aturdido.
Hace unos años, viendo que unas alumnas se dirigían a la cafetería en horas en que no tenían permitido el acceso a la misma les dije: no se puede acudir a la cafetería en hora de clase. En lugar de discutir lo que yo les indicaba obedecieron y dieron media vuelta.
Todavía no me he recuperado del susto.

sábado, 9 de junio de 2018

AMARGURA INFANTIL Y JUVENIL.


El viejo profesor entra en el aula. Una niña de doce o trece años empieza a reírse de una forma extraña. Más que risas parecen gritos. El profesor espera, mientras se embarca en la difícil travesía de encontrar las notas finales en el nuevo e inservible programa informático para dar cuenta a sus alumnos de cuáles son sus calificaciones. Mientras, las risas de la alumna prosiguen, cada vez más intensas, claramente dirigidas a provocar en el profesor un enfado que justifique a su vez el poco aprecio de la alumna hacia él (inversión neurótica de la causalidad por la cual se busca una mala respuesta que justifique una mala actitud previa).
Finalmente, al cabo de los siete minutos que se necesitan en el nuevo programa para encontrar calificaciones, el viejo profesor cree llegado el caso de reconvenir a su joven alumna, que no discípula, en los siguientes términos:
¿Quieres hacer el favor de dejar de reírte de una manera tan absurda?, a lo que la joven responde: me río como me sale y como me da la gana.
El profesor responde a su vez que no le da la gana de que esta alumna permanezca en el aula ni un segundo más.
Hechas las oportunas gestiones, no volverá a asistir más a su clase.
Cuando la chica tenga setenta años a lo mejor cambia y se muestra más agradable.