El
viejo profesor entra en el aula. Una niña de doce o trece años empieza a reírse
de una forma extraña. Más que risas parecen gritos. El profesor espera, mientras
se embarca en la difícil travesía de encontrar las notas finales en el nuevo e
inservible programa informático para dar cuenta a sus alumnos de cuáles son sus
calificaciones. Mientras, las risas de la alumna prosiguen, cada vez más
intensas, claramente dirigidas a provocar en el profesor un enfado que
justifique a su vez el poco aprecio de la alumna hacia él (inversión neurótica
de la causalidad por la cual se busca una mala respuesta que justifique una mala
actitud previa).
Finalmente,
al cabo de los siete minutos que se necesitan en el nuevo programa para
encontrar calificaciones, el viejo profesor cree llegado el caso de reconvenir
a su joven alumna, que no discípula, en los siguientes términos:
¿Quieres
hacer el favor de dejar de reírte de una manera tan absurda?, a lo que la joven
responde: me río como me sale y como me da la gana.
El
profesor responde a su vez que no le da la gana de que esta alumna permanezca
en el aula ni un segundo más.
Hechas
las oportunas gestiones, no volverá a asistir más a su clase.
Cuando
la chica tenga setenta años a lo mejor cambia y se muestra más agradable.
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