Llega
el mes de diciembre y con él los preparativos de la Navidad. También con la
llegada del último mes del año se da ocasión para que quien más, quien menos, haga el casi
obligado balance de lo que ha traído consigo el año que acaba.
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Realmente
el verdadero año en la mayoría de trabajos se inicia en el mes de septiembre.
Así es en el ámbito judicial, en el escolar y universitario y en tantas otras
labores en las que el año solar queda sustituido por el ejercicio vigente.
Con
la llegada de la Navidad se inicia también un tiempo en el que es difícil
hallar a alguien a quien guste una fiesta de la que todo el mundo participa a
la vez que detesta.
Es
difícil dar con alguien que afirme que le gustan estas fiestas. Más fácil es
encontrar a quien le disgusta e incluso no faltan quienes dicen odiar la
Navidad.
No
me encuentro yo en el número de los que participan del casi obligatorio
disgusto ante estas fiestas. Siempre me gustó la Navidad, adorno con ilusión mi
casa y celebro a mi manera estas fiestas.
Me
hago cargo de todo lo que de agobiante, excesivo, comercial lleva consigo la
Navidad pero para mí el carácter entrañable de la celebración sigue presente.
Bien es cierto que yo he ido construyendo al cabo de los años mi propia
Navidad.
Para
mí, el sentido intimista de la fiesta prima sobre el carácter más exterior y
ruidoso con que muchas veces es vivida.
El
ruido constante con el que en cualquier lugar somos obsequiados encuentra desde
luego en la Navidad ocasión propicia para manifestarse en toda su plenitud de
prepotencia y estupidez. Petardos, fuegos artificiales, músicas comerciales
llamando a consumir, beber, comer sin tasa son desde luego elementos que no
ayudan a amar estas fiestas. No obstante, he conseguido sustituir el ruido
presente por la memoria de un tiempo ya ausente pero no por ello menos
auténtico en el que la Navidad suponía reencuentro feliz y descanso de las
fatigas escolares y laborales.
La
llegada de este tiempo es para mí ocasión de reencuentro con unas músicas
siempre queridas. Dos obras en particular son oídas por mí en estas fechas con
preferencia a otras: el Oratorio de Navidad de Bach y El Mesías de Handel. Cada
una de ellas con su propio carácter, más intimista y ligada al culto luterano
el oratorio de Bach, más extrovertida y efectista la partitura de Handel.
Las
grandes celebraciones de Navidad son más bien fiestas de vísperas: Nochebuena, Nochevieja, noche de reyes. Los días festivos propiamente dichos son más
ocasión para comidas no siempre deseadas por parte de los adultos y para
reparación de excesos por parte de los más jóvenes.
El
espíritu de jolgorio y ruido de la época ha impregnado a casi todas las
fiestas, de tal manera que la Nochebuena es celebrada casi como si fuera una Nochevieja.
Por mi parte, pasados ya los tiempos en los que la Nochevieja era una noche
excepcional, me decanto cada vez más por un sentido intimista de la Navidad, de
tal manera que en el fondo tiendo a hacer de la Nochevieja una Nochebuena.
El
propio carácter ritual de estas fiestas, con su inicio en el canto adormecedor
de los niños de San Ildefonso, el discurso del rey, las campanadas, la
cabalgata, tiñe a estas fiestas de un extraño carácter, como de tiempo
suspendido, pero que en su etérea intemporalidad permite a su vez recordar con
intensidad ese otro tiempo, el inexorable, hablando con su terrible silencio de
las ausencias siempre presentes en estas fechas. Ello me provoca más tristeza
que angustia, pero no me hace odiar la Navidad.
No,
definitivamente no odio estas fiestas. ¡Qué le vamos a hacer!
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