Este
año estoy corrigiendo los exámenes con cierta "benevolencia". Si,
como se suele decir, un profesor atraviesa en su trayectoria tres etapas:
Sancho el Bravo, Sancho el Fuerte y Sancho Panza, en mi caso la fase
sanchopancesca se ve agravada por el hecho de mi inminente jubilación. Me
retiro en Navidad y mi intención, en la medida de lo posible, es la de no dejar
muchos "heridos de guerra" como herencia para mi sucesor.
He
realizado exámenes, recuperaciones, recuperaciones de las recuperaciones. He
dicho hasta las preguntas que iban a entrar. Pese a ello, hay personas hábiles
que consiguen no aprobar ni siquiera en estas condiciones. He tenido que
recurrir a criterios poco ortodoxos desde el punto de vista pedagógico. Por
ejemplo, considerar que tal chaval no tiene mucha idea pero que no es ni mala
persona ni sinvergüenza.
Hoy,
después de entregar una de estas pruebas de recuperación, me ha ocurrido algo
que en 32 años jamás me había sucedido. Como diría Rajoy, me ha sucedido una
cosa "notable". Un alumno se me ha acercado al final de la clase para
plantearme que tenía una duda acerca de la calificación, que era un 5. Cuando
me disponía a buscar su ejercicio me ha dicho que no era necesario, pues su
duda se concretaba en la siguiente pregunta: ¿por qué me has aprobado?
Honestidad por su parte y perplejidad por la mía.
Más
o menos le he hecho entender lo muy peculiar de mis circunstancias y mi deseo
de no dejar suspenso a nadie al que no pueda seguir con posterioridad para
poder ayudarle a superar la materia.
No
sé si me estaré excediendo y en mi afán de "amnistiar" estaré cayendo
en prevaricación.
Con
todo, pienso que no lo estoy haciendo mal del todo aunque, quién sabe.
No
me gustaría que mi recuerdo fuera el de Gabriel el sanguinario, aunque puede
que pase a la pequeña historia como Gabriel el tonto.
Al
final dará lo mismo.
Mucha
suerte a mis chavales en el futuro.