Durante
más de diez años, conforme se aproximaba mayo, yo empezaba a preparar el
discurso de graduación que en nombre de mis compañeros dedicaba a los alumnos
de Bachillerato que terminaban sus estudios en el centro.
Me
gustaba prepararlo a conciencia, aunque era difícil eludir tópicos en una
exposición anual que, por necesidad, no podía escapar de menciones repetitivas.
Con todo, intentaba cada año introducir algún elemento nuevo que diera alguna
frescura a mi intervención.
Si
bien lo preparaba y lo repensaba con intensidad, lo pronunciaba siempre sin
papeles, lo cual me obligaba a un importante esfuerzo. Mucho más cómodo sería
decirlo leyendo unas cuartillas pero me parecía que lo que se ganaría en
seguridad se perdería en autenticidad. La cuartilla para mí es un obstáculo que
se interfiere entre mí y mi auditorio. Creo que hay que hablar sin papeles,
siempre que ello sea posible.
Este
año iba a ser mi último discurso. Me jubilo en diciembre y este era mi último
curso completo.
La
fatalidad no lo ha querido así. Algo infinitamente pequeño ha logrado imponerse
a la inmensidad de nuestro mundo y ha truncado proyectos, ilusiones y vidas.
No
podré pronunciar mi último discurso, no podré dirigir a mis alumnos esas
palabras en las que tanto cariño ponía. Algo insignificante en comparación con
la terrible tragedia que estamos padeciendo pero triste con todo para mí, que
imaginaba otro final a mi carrera.
No
habrá último discurso pues, como decía, me jubilo en diciembre aunque, ¿quién
sabe? Quizá la crisis económica que ya estamos sufriendo y que vamos a sufrir
con mayor intensidad haga que no se me permita jubilarme cuando yo creía que
iba a hacerlo. Si así fuera y mis compañeros quisieran, en 2021 volvería a
poner todo mi empeño en pronunciar un discurso digno.
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