En
el mundo democrático moderno estamos acostumbrados al cambio, a la alternancia
en el ejercicio de los cargos. Esto afecta a todas las instituciones y en las
repúblicas, ya sean presidencialistas o parlamentarias, a sus presidentes, como
jefes del estado.
En
los países democráticos con constitución monárquica, al ser esta hereditaria y
ser ejercida sin limitación de tiempo, esta alternancia frecuente no se da en
la cúspide de las magistraturas, pues el jefe del estado suele ejercer su cargo
durante largos años, muchas veces hasta su muerte.
En
Europa tenemos actualmente el ejemplo de la reina Isabel II de Inglaterra, que
lo es desde 1952, cuando heredó el trono tras el fallecimiento de su padre el
rey Jorge VI.
Un
monarca entra por derecho propio en el tipo de autoridad que Max Weber denominó
tradicional. Conforme la revolución
liberal se fue consolidando en Europa a lo largo del siglo XIX, la figura del
rey en los países europeos dotados de constitución monárquica ( en aquel
momento la inmensa mayoría de ellos) fue paulatinamente combinando dicho tipo
de autoridad con la que se conoce como de tipo legal-racional. El rey, de persona en la cual recaía la soberanía,
pasó a ser institución constituída,
obteniendo su legitimidad y atribuciones de lo dispuesto por la constitución
vigente en cada país.
El
proceso anterior no fue rápido ni mucho menos. Lo habitual consistió en que
antes de plantearse una constitución tal como hoy la entendemos, como fruto de
la soberanía nacional, se transitara durante un tiempo por un tipo de régimen
de carta otorgada, como fue el caso
de Francia con Luis XVIII, de España con el Estatuto
Real de Martínez de la Rosa promulgado bajo la regencia de María Cristina o
el del estatuto Albertino de la
monarquía saboyana.
En
el caso del Reino Unido, como es de sobra sabido, el proceso fue más fruto de
la práctica que de un planteamiento teórico o doctrinario.
El
tránsito de un tipo de monarquía absoluta a una monarquía de tipo parlamentario
no se efectuó con la misma rapidez y eficacia en todos los países europeos.
Gran Bretaña pasó de manera paulatina a partir de su revolución de 1688 a
depositar la soberanía en el Parlamento y ya en el siglo XX a conceder cada vez
más importancia a la Cámara de los Comunes en detrimento de la Cámara de los Lores.
El
resultado final de toda esta evolución se ha concretado en el hecho de que el
rey es el jefe del estado en aquellos países de constitución monárquica, pero
sus competencias han quedado reducidas a las de un poder arbitral, no siempre
bien definido. El rey, máximo magistrado de la nación, ejerce más la Auctoritas que la potestas. En el caso de Suecia y Japón el papel de símbolo es el
único a que ha quedado restringida su función.
En
la mayoría de países se considera que los actos del rey no están sometidos a
responsabilidad y por tanto no tienen eficacia de no venir refrendados por la
firma de alguien que se haga responsable, normalmente un ministro y en
ocasiones el presidente del cuerpo legislativo.
Existen
países donde es usual que el monarca, al cumplir cierta edad abdique y pase su
cargo a ser ocupado por el heredero. Holanda es el país donde dicha tradición
ha quedado establecida de una manera más sólida desde que en 1948 la reina
Guillermina abdicara en su hija Juliana. No existe en ese país ninguna norma
que como tal obligue a abdicar pero el precedente de Guillermina se ha
considerado tradicionalmente como una buena práctica y el pueblo holandés está
acostumbrado a ver el hecho de que una reina abandone el cargo en vida como
algo normal y en modo alguno excepcional.
En
Bélgica recientemente se ha producido la abdicación de su rey Alberto. Si bien
en este país el hecho no resulta tan frecuente como en el de su vecino holandés
tampoco es en absoluto nuevo, pues tras la Segunda Guerra Mundial el rey
Leopoldo abdicó en su hijo Balduino, aunque es de notar que en este caso la
abdicación tuvo un origen no exento de traumatismo pues al finalizar la
ocupación alemana una parte significativa del pueblo belga no veía con agrado
el regreso del rey Leopoldo por considerar que , en su calidad de comandante
supremo del ejército se había rendido de forma precipitada a los alemanes
colocando a sus aliados en una situación comprometida.
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Eduardo VIII de Inglaterra. |
En
Gran Bretaña la abdicación no es esperada y es excepcional. La última vez que
se produjo fue en el marco de una muy grave crisis institucional provocada por
el deseo del rey Eduardo VIII de contraer matrimonio con una mujer divorciada.
La oposición del entonces primer ministro Baldwin y de la mayor parte de la
clase política de la época forzó al rey Eduardo a abdicar pasando el trono a su
hermano Jorge VI en 1936.
La
abdicación fue un hecho excepcional en el mundo clásico romano. En la época de
los Césares no se concebía que alguien abandonara el poder y conservara la vida
y por ello, en el Alto Imperio la pérdida de uno conllevaba la pérdida de la
otra. Paradigmáticos al respecto son los casos de Calígula, Nerón, Domiciano o Cómodo.
Diocleciano, ya en el Bajo Imperio, junto con su importante reestructuración
sentó un precedente excepcional al decidir abdicar de su dignidad y pasar a
vivir como un ciudadano particular. El caso muy conocido de Cincinato no puede
aducirse por tratarse de una época, la republicana, en la que la dictadura
tenía un carácter reglado de gobierno excepcional para situaciones de crisis.
En
la Edad Media cuando se producían abdicaciones, lo usual es que estas tuvieran
un carácter forzado.
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El emperador Carlos V. |
En
la época moderna, en pleno Renacimiento, sí que tenemos uno de los ejemplos más
comentados y citados de abandono del poder en vida. Se trata de la abdicación
solemne del emperador Carlos V, realizada en Bruselas a favor de su hijo Felipe
II. La abdicación se produjo en tres pasos: en el primero Carlos V dejó a su
hijo las posesiones de los Países Bajos, en el segundo abdicó sus reinos
españoles, Castilla y Aragón con todas sus posesiones. Un poco más tarde, y con
más dificultad, dado el carácter no hereditario del título, transfirió a su
hermano Fernando la dignidad de Sacro emperador del Imperio Romano germánico.
El
hecho debió de impresionar con fuerza a los contemporáneos y ha quedado como
paradigma de abandono voluntario del poder.
En
la historia de España la abdicación ha sido un fenómeno muy poco frecuente. En
el siglo XVIII el rey Felipe V abdicó en su hijo Luis I, pero este, tras ocho
meses de reinado falleció y su padre volvió a ocupar el trono hasta su muerte.
Se trata, por tanto, de una abdicación sin apenas consecuencias.
Hubo
en España convulsiones y revueltas, como por ejemplo el llamado motín de Esquilache, pero estas
revueltas se dirigían contra un ministro concreto, no contra la figura del rey,
a la que normalmente se respetaba achacando el mal funcionamiento de las
instituciones a la impericia del ministro pero nunca a la mala disposición del
rey. En las revueltas de la época moderna era habitual escuchar el grito de viva el rey, muera el mal gobierno. El
respeto que hacia la figura del rey se tenía se plasmaba en una mentalidad
según la cual si los asuntos no marchaban de forma correcta era debido sin duda
a que los consejeros del rey le engañaban y no le permitían poner remedio a los
males. Tal mentalidad era de sobra conocida por los propios soberanos, que en
estas ocasiones utilizaban a sus ministros a modo de fusibles, que, al saltar, les permitían permanecer en su domino
absoluto.
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Carlos IV. |
Hay
que esperar al siglo XIX, al año 1808 para que se produzca una abdicación en
España de un rey en ejercicio con consecuencias de importancia. Se trata de la
abdicación del rey Carlos IV en su hijo Fernando VII con motivo de los hechos
que han pasado a conocerse en la historia como el motín de Aranjuez. Dicho movimiento, aparentemente espontáneo pero
bastante dirigido desde la oscuridad por sectores aristocráticos opuestos a la
política del favorito del rey, Manuel Godoy, arrastró en su caída al ministro y
finalmente al rey, que se vio obligado a renunciar ante la fuerza. Carlos IV
consideró siempre que la abdicación le había sido impuesta y el pleito
dinástico que con ello se planteó entre padre e hijo fue hábilmente utilizado por
Napoleón para obligar a ambos a cederle a él mismo los derechos a la corona,
que a su vez transfirió a su hermano José. Gran parte del pueblo español no
consideró válidas tales abdicaciones ante Napoleón y sostuvo los derechos de
Fernando VII durante la Guerra de la Independencia. Acabada la guerra y vuelto
Fernando VII al trono, la situación de inestabilidad institucional se mantuvo
pero no se produjeron nuevas abdicaciones. La renuncia en 1840 a la regencia
por parte de María Cristina no puede ser considerada como una abdicación, al
tratarse de un cargo ejercido en nombre de su hija Isabel II dada la menor edad
de la reina.
En
1868 una revolución obligó a la reina Isabel II a abandonar el país, pero sin
renunciar a lo que consideraba su derecho al trono. La abdicación de Isabel II
en su hijo Alfonso XII se produjo en el exilio, cuando tal hecho no tenía
ninguna vigencia en el gobierno efectivo del país. En el periodo revolucionario
que siguió se estableció una constitución de tipo democrático y monárquica, la
de 1869, que, por primera vez, concedía el Sufragio Universal masculino. Hubo
que elegir a un rey y tras muchas vicisitudes la elección recayó en el duque de
Aosta, procedente del joven reino de Italia y que en España pasó a reinar como
Amadeo I de Saboya. Hombre de buena voluntad, no encontró sin embargo los
apoyos necesarios y tras dos años de reinado abdicó para sí y renunció para
todos sus descendientes a los derechos del reino de España. Es la segunda
abdicación con consecuencias de un rey en ejercicio en España.
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Amadeo I de Saboya. |
Tras
la vuelta de la dinastía de Borbón al trono de España en la persona del rey
Alfonso XII se estableció una constitución, la de 1876, de bastante
estabilidad. La constitución de 1876 estuvo vigente durante el reinado de
Alfonso XII, la regencia de María Cristina y el reinado personal de Alfonso
XIII hasta que en 1923, con el pronunciamiento militar del general Primo de
Rivera y la instauración de la Dictadura tal constitución perdiera vigencia.
Dimitido el dictador en 1930 el rey Alfonso intentó volver a la normalidad pero
sin éxito pues fuerzas políticas de gran empuje abogaban ya por la instauración
de un régimen republicano.
Cuando
en 1931 se produjo la caída de la Monarquía y la proclamación de la Segunda
República el rey Alfonso XIII abandonó el país pero no abdicó y por tanto se
consideró como depositario de los derechos dinásticos. La abdicación de Alfonso
XIII en su hijo Juan se produjo en el exilio en 1941, poco antes de su muerte y
por tanto, sin vigencia ninguna en el gobierno efectivo del país, tal como le
ocurriera en su día a su abuela Isabel II.
Cuando
tras la muerte de Franco, en 1975, se instauró de nuevo la Monarquía en España
en la persona de Juan Carlos I, dicha instauración se realizó de acuerdo con
las previsiones sucesorias establecidas por el propio régimen de Franco e
ignorando por tanto el principio de legitimidad monárquica representado en la
figura de Juan de Borbón, padre del nuevo rey. Sólo cuando en 1977 Juan de
Borbón renunció a sus derechos dinásticos asumió el rey Juan Carlos al par que
la legalidad de hecho con la que ejercía su magistratura la legitimidad
histórica de la que a ojos de los monárquicos más acérrimos carecía hasta ese
momento.
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Juan Carlos como jefe de Estado en funciones durante la última enfermedad de Franco visita a las tropas del Sahara. |
En
los últimos tiempos se ha planteado con cierta insistencia la cuestión de si no
sería ya el momento adecuado para que el rey Juan Carlos abdicara en su hijo
Felipe. Hechos conocidos por todos han restado popularidad tanto a la
institución monárquica en sí como al propio titular de la corona. Encuestas de
opinión parecen mostrar de manera terca un cierto cansancio por parte de la
ciudadanía hacia la ya larga presencia del rey Juan Carlos en el trono.
La
situación de general crisis y apuro económico que sufre la mayor parte de la
ciudadanía provoca que esta muestre una mayor severidad ante hechos y
comportamientos hacia los que en otros momentos menos convulsos tendía a
mostrar una mayor indulgencia cuando no cierta comprensión y complicidad.
El
propio y evidente deterioro físico del rey contribuye a que el debate sobre la
abdicación esté cada vez más presente y la imputación de su hija menor en un
caso de corrupción ha supuesto un auténtico trauma para el ideal de discreción
que una institución como la real suele representar.
El
heredero, príncipe Felipe, aparece como una persona más preparada y más
valorada que su padre en estos momentos.
A
pesar de todo lo anterior, los indicios parecen mostrar una clara intención por
parte del rey Juan Carlos de permanecer en el trono.
De
acuerdo con la actual Constitución la decisión de abandonar la alta
magistratura que ejerce sólo está en manos del propio rey y únicamente una
incapacidad apreciada por las Cortes, caso que no parece que esté en el
horizonte, podría apartarlo de la jefatura del Estado.
Por
las propias características de la institución no es de esperar que el actual
rey haga explícitos los motivos de su permanencia y, por tanto, sólo queda el
ámbito de la elucubración para intentar dar cuenta de su deseo de permanencia.
Algunos
hechos pueden estar detrás de tal deseo. Uno de ellos, sin duda, radica en la
tensión territorial provocada por el aumento del sentimiento independentista de
Cataluña. Dicho sentimiento, que en estos momentos tiene una clara fuerza
política que lo respalda, atenta contra una de las razones de ser de la figura
del rey, que, según la Constitución, representa la unidad y permanencia de la
patria, principios que están en contra del sentimiento independentista de una
parte significativa de la población de Cataluña.
El País Vasco también tiene en su seno fuerzas que no sienten un gran apego
hacia la unidad de España. Ante tal panorama, complicado ciertamente, es
posible que el rey considere que una abdicación sería peligrosa.
Otro
factor que puede estar sosteniendo el deseo del rey de permanecer puede ser el
de dar sensación de estabilidad a la institución. Tengamos en cuenta que, desde
el fallecimiento del rey Alfonso XII en 1885, ningún rey ha muerto en España en
el ejercicio de su cargo.
Sin
duda, la sucesión en vida del rey volvería a plantear en España el debate,
nunca cerrado de manera adecuada, acerca de la forma de gobierno, Monarquía o
República. Tras la dictadura de Franco, en España nunca se realizó un
referendum en el que la población se pudiera pronunciar de forma clara acerca
de este punto, como sí se hizo en Italia en 1946, dando lugar a la República o
en Grecia en 1974 tras la dictadura de los coroneles.
El
constituyente de 1978 creyó zanjar la cuestión al someter la Constitución, en
la cual se proclamaba la Monarquía como forma de gobierno, al voto popular, y en
aquel momento histórico las fuerzas políticas mayoritarias aceptaron la
Monarquía como un hecho positivo.
Las
nuevas generaciones no tienen un sentimiento monárquico fuerte y se inclinan
cada vez más por una preferencia hacia la forma republicana. El papel del rey
en la transición ya no es valorado de la misma manera por personas para las
cuales la transición no es un hecho vivo sino una lección de historia.
Las
anteriores puede que sean causas que expliquen la decisión del rey Juan Carlos
de no abdicar pero con todo, por ley natural, algún día tendrá que producirse
la sucesión y estos problemas que ahora se quieren soslayar volverán a aparecer
con fuerza.
En
la primera parte del reinado del rey Juan Carlos, gran parte de su éxito y predicamento
se debió a su carisma personal, hecho excepcional en una monarquía , en que se
aunaban los tres tipos de autoridad del ya mencionado Max Weber: la
tradicional, la legal-racional y la carismática.
El
atractivo carismático es personal y no tiene por qué ser permanente. El carisma
de Juan Carlos ha ido disminuyendo conforme nuevos valores se han ido
imponiendo en la sociedad española.
En
una monarquía consolidada y firmemente establecida la sustitución del titular,
ya sea por abdicación o por fallecimiento, debe ser algo natural. En la medida
en que en una monarquía se piense que es más importante su titular que la
institución como tal se puede afirmar que la institución no está consolidada.