jueves, 30 de enero de 2014

DON RICARDO.



A partir de 1970 y durante un tiempo, debido a unas obras que se realizaron en el Instituto San Isidro de Madrid, que lo convirtieron de hecho en un centro nuevo pero conservando la fachada y su precioso claustro, la sede del mismo se trasladó de su lugar habitual y clásico de la calle de Toledo al viejo hospital de San Carlos de la calle de Atocha.

Fachada del actual Instituto Nacional de la Administración Pública, sede provisional del Instituto San Isidro a comienzos de los años setenta.
Yo estuve en las dos sedes, en distintos periodos. Estuve en San Carlos durante el curso escolar 1970-71 y en la calle de Toledo, cursando el BUP y el COU entre los años 75 y 79.
Hay algo que en mi recuerdo expresa la continuidad de la institución: Mulas, el director casi perpetuo del instituto.
En el periodo de San Carlos al que me he referido antes se estaba planteando (nada nuevo bajo el sol ) una importante reforma educativa, la que ha pasado a la historia como “ley Palasí”. Esta ley suponía una transformación radical de los planes de estudios. Con ella vinieron las evaluaciones, las nuevas calificaciones (Muy deficiente, deficiente, suficiente, etc, etc ), las fichas (ficha 17 A, ficha 17 B ), los conjuntos, los subconjuntos, monemas y sintagmas, paradigmas y demás conceptos que, por supuesto la ley no se inventaba, pues eran de curso ordinario en los estudios superiores pero que hasta entonces apenas se habían enseñado en los niveles de enseñanza básica y media.
Desaparecía el ingreso de Bachillerato y en su lugar yo hice un curso que aun a día de hoy no se a qué corresponde. Sólo sé que era “cuarto”, pero sigo sin saber de qué “cuarto” se trataba. No era cuarto de primaria puesto que primaria sólo llegaba hasta tercero. Tampoco era cuarto de Básica pues la básica sólo se implantaría a partir del siguiente curso empezando por quinto. Sea de ello lo que fuere, en todo caso de ese Cuarto se encargaba un maestro a la antigua usanza: Don Ricardo.
Era Don Ricardo , tal como yo lo puedo recordar después de tantos años, un hombre calvo, elegante en su manera de vestir, siempre con sombrero que hacía ademán de quitarse para saludar a algún padre cuando se lo encontraba en la puerta del instituto. Don Ricardo era el tipo de maestro generalista que se encargaba de nosotros durante toda la jornada, mañana y tarde.
Tenía un método para la colocación de los alumnos en clase de acuerdo con el cual estos se sentaban por orden de méritos, tras una prueba inicial. Esos puestos se podían ganar o perder según uno respondiera de forma adecuada a las preguntas de la lección que sistemáticamente realizaba.
Don Ricardo impartía desde las matemáticas hasta las ciencias naturales pasando por la gramática, la historia y, por supuesto, la religión.
Nosotros estábamos muy preocupados por el punto de honor que podía suponer adelantar o atrasar un puesto. Recuerdo perfectamente a nuestro compañero número uno, puesto que mantuvo a lo largo de todo el curso. Su nombre era Rafael García Pérez y lo volví a encontrar en el segundo periodo, el del BUP, ya en la calle de Toledo. Del segundo recuerdo su nombre: Bartolomé. Mi vanidad infantil se vio más que satisfecha pues acabé en un honroso número tres. Tengo presente en mi memoria aún el enfado de un compañero, Gonzalo, el día en que tras un error suyo yo conseguí desplazarlo de ese tercer puesto del que hasta entonces había disfrutado.
Don Ricardo, aunque severo en su forma de actuar, si bien se hacía temer también se hacía querer. Nos contaba la historia probablemente como  a él se la habían contado, pero lo cierto es que no carecía de dotes narrativas. Su punto fuerte era la Reconquista y las hazañas de los cristianos, y nos narraba la batalla de las Navas de Tolosa con auténtica pasión.
Don Ricardo era extremeño, como tantos maestros por entonces. Las virtudes que tenía se convertían a veces en sus propios defectos y no era raro que su rectitud se transformara en obcecación. En una ocasión nos dictó un problema en el que, sin duda por error, se hablaba de que un señor compraba una cantidad de “litros de trigo”. Tuvimos que copiar el problema tal cual pues si en su libro ponía litros tenían que ser necesariamente litros.
Don Ricardo era bastante serio y cumplidor. Mantenía el orden de una manera natural y aunque a veces alzaba la voz, tales ocasiones eran raras. Algunos de sus métodos serían hoy inaplicables, empezando por la forma de sentarse de los alumnos. Si en algunos grupos se realizara tal sistema nos podríamos encontrar con una pugna por ocupar el último puesto que daría de lleno con el problema de la impenetrabilidad de la materia.
Perdí de vista a Don Ricardo en el curso siguiente pues debido a la reestructuración de los planes, los institutos no  se iban a hacer cargo de la enseñanza básica. Como les ocurre a todos los niños me parecía Don Ricardo un hombre muy mayor, aunque tenía 63 años.
No sé nada de las circunstancias personales de Don Ricardo pero me da la sensación de que debió de ser un hombre listo que vio en el magisterio una posibilidad de progresar y de tener un trabajo digno. Nos enseñaba lo que sabía y lo hacía de la mejor manera que sabía. De eso se trata, en el fondo.


miércoles, 22 de enero de 2014

UN RECUERDO PERSONAL DE CLAUDIO ABBADO.



Ha muerto Claudio Abbado. Uno de los directores más importantes y decisivos de los últimos cincuenta años ha desaparecido y con él algo muy importante de nosotros mismos también se ha ido para siempre.



No puedo añadir nada importante a lo que estos últimos días se ha dicho y comentado sobre su labor, su categoría artística y humana. Se han dicho cosas bien dichas al respecto.
De su labor profesional hay abundantes referencias realizadas por personas más expertas y con más conocimientos que yo.
Sólo puedo aportar un recuerdo personal. La última vez que en Madrid se presentó como director sinfónico al frente de la Orquesta del Festival de Lucerna, con la Novena Sinfonía de Mahler en el programa tuve la inmensa fortuna de poder acudir a ese concierto. Fiel a mi costumbre, llegué a las inmediaciones del Auditorio Nacional con bastante anticipación. Era un día otoñal agradable y estuve paseando un rato a la espera de que llegara la hora oportuna de entrar y ocupar mi localidad. Mientras caminaba por las inmediaciones de la puerta de artistas pude ver cómo Claudio Abbado se aproximaba. Caminaba solo y se dirigía hacia la puerta de entrada. No se me ocurrió ni por un momento importunarlo para pedirle un autógrafo ni para decirle nada en especial. El contento que yo sentía ante la presencia del maestro ( aunque a él no le agradaba tal denominación lo era, y de los grandes) se tradujo por mi parte en una sonrisa y leve inclinación de cabeza que le dirigí cuando pasaba junto a mí. El me correspondió con un amable saludo con la mano y esa sonrisa suya tan especial, entre tímida y adolescente, para mí mucho más valiosa que cualquier autógrafo que pudiera conservar de él. Al fin y al cabo, hablamos de música, que no es un objeto, que es un proceso vivo.
El concierto fue sobrecogedor en todos los sentidos. Pocas veces se habrá podido escuchar a una agrupación sinfónica numerosa, como corresponde a la música de Mahler, interpretar con tal sentido camerístico. Estábamos asistiendo al cumplimiento efectivo de ese ideal que Abbado tenía de ver a la gran orquesta como un quinteto de cuerda algo grande y reforzado. Hubo refinamiento y virtuosismo. Esplendor sonoro en los momentos en que se requería pero intimismo en aquellos pasajes que así lo demandaban. El Rondó-Burleske se ejecutó con un sentido de la escucha entre los intérpretes propio de las agrupaciones de cámara más excelsas.
La impresión que dejó el último movimiento no se puede describir. Nunca como entonces he podido asistir de una manera tan cabal al espectáculo de la construcción y plasmación del silencio como componente estructural de la música misma. Lograr a su vez ese silencio del público de Madrid, con tendencia habitual al aplauso rápido y desenfrenado fue como asistir a algo simplemente milagroso.
La frágil figura del maestro parecía convertirse por momentos en parte de la música misma, y su delgadez, reflejo evidente de su enfermedad, parecía más bien emblema de espiritualidad.
Tal es mi recuerdo de ese concierto.



miércoles, 15 de enero de 2014

¿ABDICACIÓN DEL REY ?

En el mundo democrático moderno estamos acostumbrados al cambio, a la alternancia en el ejercicio de los cargos. Esto afecta a todas las instituciones y en las repúblicas, ya sean presidencialistas o parlamentarias, a sus presidentes, como jefes del estado.
En los países democráticos con constitución monárquica, al ser esta hereditaria y ser ejercida sin limitación de tiempo, esta alternancia frecuente no se da en la cúspide de las magistraturas, pues el jefe del estado suele ejercer su cargo durante largos años, muchas veces hasta su muerte.
En Europa tenemos actualmente el ejemplo de la reina Isabel II de Inglaterra, que lo es desde 1952, cuando heredó el trono tras el fallecimiento de su padre el rey Jorge VI.
Un monarca entra por derecho propio en el tipo de autoridad que Max Weber denominó tradicional. Conforme la revolución liberal se fue consolidando en Europa a lo largo del siglo XIX, la figura del rey en los países europeos dotados de constitución monárquica ( en aquel momento la inmensa mayoría de ellos) fue paulatinamente combinando dicho tipo de autoridad con la que se conoce como de tipo legal-racional. El rey, de persona en la cual recaía la soberanía, pasó a ser institución constituída, obteniendo su legitimidad y atribuciones de lo dispuesto por la constitución vigente en cada país.
El proceso anterior no fue rápido ni mucho menos. Lo habitual consistió en que antes de plantearse una constitución tal como hoy la entendemos, como fruto de la soberanía nacional, se transitara durante un tiempo por un tipo de régimen de carta otorgada, como fue el caso de Francia con Luis XVIII, de España con el Estatuto Real de Martínez de la Rosa promulgado bajo la regencia de María Cristina o el del estatuto Albertino de la monarquía saboyana.
En el caso del Reino Unido, como es de sobra sabido, el proceso fue más fruto de la práctica que de un planteamiento teórico o doctrinario.
El tránsito de un tipo de monarquía absoluta a una monarquía de tipo parlamentario no se efectuó con la misma rapidez y eficacia en todos los países europeos. Gran Bretaña pasó de manera paulatina a partir de su revolución de 1688 a depositar la soberanía en el Parlamento y ya en el siglo XX a conceder cada vez más importancia a la Cámara de los Comunes en detrimento de la Cámara de los Lores.
El resultado final de toda esta evolución se ha concretado en el hecho de que el rey es el jefe del estado en aquellos países de constitución monárquica, pero sus competencias han quedado reducidas a las de un poder arbitral, no siempre bien definido. El rey, máximo magistrado de la nación, ejerce más la Auctoritas que la potestas. En el caso de Suecia y Japón el papel de símbolo es el único a que ha quedado restringida su función.
En la mayoría de países se considera que los actos del rey no están sometidos a responsabilidad y por tanto no tienen eficacia de no venir refrendados por la firma de alguien que se haga responsable, normalmente un ministro y en ocasiones el presidente del cuerpo legislativo.
Existen países donde es usual que el monarca, al cumplir cierta edad abdique y pase su cargo a ser ocupado por el heredero. Holanda es el país donde dicha tradición ha quedado establecida de una manera más sólida desde que en 1948 la reina Guillermina abdicara en su hija Juliana. No existe en ese país ninguna norma que como tal obligue a abdicar pero el precedente de Guillermina se ha considerado tradicionalmente como una buena práctica y el pueblo holandés está acostumbrado a ver el hecho de que una reina abandone el cargo en vida como algo normal y en modo alguno excepcional.
En Bélgica recientemente se ha producido la abdicación de su rey Alberto. Si bien en este país el hecho no resulta tan frecuente como en el de su vecino holandés tampoco es en absoluto nuevo, pues tras la Segunda Guerra Mundial el rey Leopoldo abdicó en su hijo Balduino, aunque es de notar que en este caso la abdicación tuvo un origen no exento de traumatismo pues al finalizar la ocupación alemana una parte significativa del pueblo belga no veía con agrado el regreso del rey Leopoldo por considerar que , en su calidad de comandante supremo del ejército se había rendido de forma precipitada a los alemanes colocando a sus aliados en una situación comprometida.

Eduardo VIII de Inglaterra.
En Gran Bretaña la abdicación no es esperada y es excepcional. La última vez que se produjo fue en el marco de una muy grave crisis institucional provocada por el deseo del rey Eduardo VIII de contraer matrimonio con una mujer divorciada. La oposición del entonces primer ministro Baldwin y de la mayor parte de la clase política de la época forzó al rey Eduardo a abdicar pasando el trono a su hermano Jorge VI en 1936.
La abdicación fue un hecho excepcional en el mundo clásico romano. En la época de los Césares no se concebía que alguien abandonara el poder y conservara la vida y por ello, en el Alto Imperio la pérdida de uno conllevaba la pérdida de la otra. Paradigmáticos al respecto son los casos de Calígula, Nerón, Domiciano o Cómodo. Diocleciano, ya en el Bajo Imperio, junto con su importante reestructuración sentó un precedente excepcional al decidir abdicar de su dignidad y pasar a vivir como un ciudadano particular. El caso muy conocido de Cincinato no puede aducirse por tratarse de una época, la republicana, en la que la dictadura tenía un carácter reglado de gobierno excepcional para situaciones de crisis.
En la Edad Media cuando se producían abdicaciones, lo usual es que estas tuvieran un carácter forzado.
El emperador Carlos V.
En la época moderna, en pleno Renacimiento, sí que tenemos uno de los ejemplos más comentados y citados de abandono del poder en vida. Se trata de la abdicación solemne del emperador Carlos V, realizada en Bruselas a favor de su hijo Felipe II. La abdicación se produjo en tres pasos: en el primero Carlos V dejó a su hijo las posesiones de los Países Bajos, en el segundo abdicó sus reinos españoles, Castilla y Aragón con todas sus posesiones. Un poco más tarde, y con más dificultad, dado el carácter no hereditario del título, transfirió a su hermano Fernando la dignidad de Sacro emperador del Imperio Romano germánico.
El hecho debió de impresionar con fuerza a los contemporáneos y ha quedado como paradigma de abandono voluntario del poder.
En la historia de España la abdicación ha sido un fenómeno muy poco frecuente. En el siglo XVIII el rey Felipe V abdicó en su hijo Luis I, pero este, tras ocho meses de reinado falleció y su padre volvió a ocupar el trono hasta su muerte. Se trata, por tanto, de una abdicación sin apenas consecuencias.
Hubo en España convulsiones y revueltas, como por ejemplo el llamado motín de Esquilache, pero estas revueltas se dirigían contra un ministro concreto, no contra la figura del rey, a la que normalmente se respetaba achacando el mal funcionamiento de las instituciones a la impericia del ministro pero nunca a la mala disposición del rey. En las revueltas de la época moderna era habitual escuchar el grito de viva el rey, muera el mal gobierno. El respeto que hacia la figura del rey se tenía se plasmaba en una mentalidad según la cual si los asuntos no marchaban de forma correcta era debido sin duda a que los consejeros del rey le engañaban y no le permitían poner remedio a los males. Tal mentalidad era de sobra conocida por los propios soberanos, que en estas ocasiones utilizaban a sus ministros a modo de fusibles, que, al saltar, les permitían permanecer en su domino absoluto.

Carlos IV.
Hay que esperar al siglo XIX, al año 1808 para que se produzca una abdicación en España de un rey en ejercicio con consecuencias de importancia. Se trata de la abdicación del rey Carlos IV en su hijo Fernando VII con motivo de los hechos que han pasado a conocerse en la historia como el motín de Aranjuez. Dicho movimiento, aparentemente espontáneo pero bastante dirigido desde la oscuridad por sectores aristocráticos opuestos a la política del favorito del rey, Manuel Godoy, arrastró en su caída al ministro y finalmente al rey, que se vio obligado a renunciar ante la fuerza. Carlos IV consideró siempre que la abdicación le había sido impuesta y el pleito dinástico que con ello se planteó entre padre e hijo fue hábilmente utilizado por Napoleón para obligar a ambos a cederle a él mismo los derechos a la corona, que a su vez transfirió a su hermano José. Gran parte del pueblo español no consideró válidas tales abdicaciones ante Napoleón y sostuvo los derechos de Fernando VII durante la Guerra de la Independencia. Acabada la guerra y vuelto Fernando VII al trono, la situación de inestabilidad institucional se mantuvo pero no se produjeron nuevas abdicaciones. La renuncia en 1840 a la regencia por parte de María Cristina no puede ser considerada como una abdicación, al tratarse de un cargo ejercido en nombre de su hija Isabel II dada la menor edad de la reina.
En 1868 una revolución obligó a la reina Isabel II a abandonar el país, pero sin renunciar a lo que consideraba su derecho al trono. La abdicación de Isabel II en su hijo Alfonso XII se produjo en el exilio, cuando tal hecho no tenía ninguna vigencia en el gobierno efectivo del país. En el periodo revolucionario que siguió se estableció una constitución de tipo democrático y monárquica, la de 1869, que, por primera vez, concedía el Sufragio Universal masculino. Hubo que elegir a un rey y tras muchas vicisitudes la elección recayó en el duque de Aosta, procedente del joven reino de Italia y que en España pasó a reinar como Amadeo I de Saboya. Hombre de buena voluntad, no encontró sin embargo los apoyos necesarios y tras dos años de reinado abdicó para sí y renunció para todos sus descendientes a los derechos del reino de España. Es la segunda abdicación con consecuencias de un rey en ejercicio en España.

Amadeo I de Saboya.
Tras la vuelta de la dinastía de Borbón al trono de España en la persona del rey Alfonso XII se estableció una constitución, la de 1876, de bastante estabilidad. La constitución de 1876 estuvo vigente durante el reinado de Alfonso XII, la regencia de María Cristina y el reinado personal de Alfonso XIII hasta que en 1923, con el pronunciamiento militar del general Primo de Rivera y la instauración de la Dictadura tal constitución perdiera vigencia. Dimitido el dictador en 1930 el rey Alfonso intentó volver a la normalidad pero sin éxito pues fuerzas políticas de gran empuje abogaban ya por la instauración de un régimen republicano.
Cuando en 1931 se produjo la caída de la Monarquía y la proclamación de la Segunda República el rey Alfonso XIII abandonó el país pero no abdicó y por tanto se consideró como depositario de los derechos dinásticos. La abdicación de Alfonso XIII en su hijo Juan se produjo en el exilio en 1941, poco antes de su muerte y por tanto, sin vigencia ninguna en el gobierno efectivo del país, tal como le ocurriera en su día a su abuela Isabel II.
Cuando tras la muerte de Franco, en 1975, se instauró de nuevo la Monarquía en España en la persona de Juan Carlos I, dicha instauración se realizó de acuerdo con las previsiones sucesorias establecidas por el propio régimen de Franco e ignorando por tanto el principio de legitimidad monárquica representado en la figura de Juan de Borbón, padre del nuevo rey. Sólo cuando en 1977 Juan de Borbón renunció a sus derechos dinásticos asumió el rey Juan Carlos al par que la legalidad de hecho con la que ejercía su magistratura la legitimidad histórica de la que a ojos de los monárquicos más acérrimos carecía hasta ese momento.

Juan Carlos como jefe de Estado en funciones durante la última enfermedad de Franco visita a las tropas del Sahara.
En los últimos tiempos se ha planteado con cierta insistencia la cuestión de si no sería ya el momento adecuado para que el rey Juan Carlos abdicara en su hijo Felipe. Hechos conocidos por todos han restado popularidad tanto a la institución monárquica en sí como al propio titular de la corona. Encuestas de opinión parecen mostrar de manera terca un cierto cansancio por parte de la ciudadanía hacia la ya larga presencia del rey Juan Carlos en el trono.
La situación de general crisis y apuro económico que sufre la mayor parte de la ciudadanía provoca que esta muestre una mayor severidad ante hechos y comportamientos hacia los que en otros momentos menos convulsos tendía a mostrar una mayor indulgencia cuando no cierta comprensión y complicidad.
El propio y evidente deterioro físico del rey contribuye a que el debate sobre la abdicación esté cada vez más presente y la imputación de su hija menor en un caso de corrupción ha supuesto un auténtico trauma para el ideal de discreción que una institución como la real suele representar.
El heredero, príncipe Felipe, aparece como una persona más preparada y más valorada que su padre en estos momentos.
A pesar de todo lo anterior, los indicios parecen mostrar una clara intención por parte del rey Juan Carlos de permanecer en el trono.
De acuerdo con la actual Constitución la decisión de abandonar la alta magistratura que ejerce sólo está en manos del propio rey y únicamente una incapacidad apreciada por las Cortes, caso que no parece que esté en el horizonte, podría apartarlo de la jefatura del Estado.
Por las propias características de la institución no es de esperar que el actual rey haga explícitos los motivos de su permanencia y, por tanto, sólo queda el ámbito de la elucubración para intentar dar cuenta de su deseo de permanencia.
Algunos hechos pueden estar detrás de tal deseo. Uno de ellos, sin duda, radica en la tensión territorial provocada por el aumento del sentimiento independentista de Cataluña. Dicho sentimiento, que en estos momentos tiene una clara fuerza política que lo respalda, atenta contra una de las razones de ser de la figura del rey, que, según la Constitución, representa la unidad y permanencia de la patria, principios que están en contra del sentimiento independentista de una parte significativa de la población de Cataluña.
El País Vasco también tiene en su seno fuerzas que no sienten un gran apego hacia la unidad de España. Ante tal panorama, complicado ciertamente, es posible que el rey considere que una abdicación sería peligrosa.
Otro factor que puede estar sosteniendo el deseo del rey de permanecer puede ser el de dar sensación de estabilidad a la institución. Tengamos en cuenta que, desde el fallecimiento del rey Alfonso XII en 1885, ningún rey ha muerto en España en el ejercicio de su cargo.
Sin duda, la sucesión en vida del rey volvería a plantear en España el debate, nunca cerrado de manera adecuada, acerca de la forma de gobierno, Monarquía o República. Tras la dictadura de Franco, en España nunca se realizó un referendum en el que la población se pudiera pronunciar de forma clara acerca de este punto, como sí se hizo en Italia en 1946, dando lugar a la República o en Grecia en 1974 tras la dictadura de los coroneles.
El constituyente de 1978 creyó zanjar la cuestión al someter la Constitución, en la cual se proclamaba la Monarquía como forma de gobierno, al voto popular, y en aquel momento histórico las fuerzas políticas mayoritarias aceptaron la Monarquía como un hecho positivo.
Las nuevas generaciones no tienen un sentimiento monárquico fuerte y se inclinan cada vez más por una preferencia hacia la forma republicana. El papel del rey en la transición ya no es valorado de la misma manera por personas para las cuales la transición no es un hecho vivo sino una lección de historia.
Las anteriores puede que sean causas que expliquen la decisión del rey Juan Carlos de no abdicar pero con todo, por ley natural, algún día tendrá que producirse la sucesión y estos problemas que ahora se quieren soslayar volverán a aparecer con fuerza.
En la primera parte del reinado del rey Juan Carlos, gran parte de su éxito y predicamento se debió a su carisma personal, hecho excepcional en una monarquía , en que se aunaban los tres tipos de autoridad del ya mencionado Max Weber: la tradicional, la legal-racional y la carismática.
El atractivo carismático es personal y no tiene por qué ser permanente. El carisma de Juan Carlos ha ido disminuyendo conforme nuevos valores se han ido imponiendo en la sociedad española.
En una monarquía consolidada y firmemente establecida la sustitución del titular, ya sea por abdicación o por fallecimiento, debe ser algo natural. En la medida en que en una monarquía se piense que es más importante su titular que la institución como tal se puede afirmar que la institución no está consolidada.