miércoles, 22 de enero de 2014

UN RECUERDO PERSONAL DE CLAUDIO ABBADO.



Ha muerto Claudio Abbado. Uno de los directores más importantes y decisivos de los últimos cincuenta años ha desaparecido y con él algo muy importante de nosotros mismos también se ha ido para siempre.



No puedo añadir nada importante a lo que estos últimos días se ha dicho y comentado sobre su labor, su categoría artística y humana. Se han dicho cosas bien dichas al respecto.
De su labor profesional hay abundantes referencias realizadas por personas más expertas y con más conocimientos que yo.
Sólo puedo aportar un recuerdo personal. La última vez que en Madrid se presentó como director sinfónico al frente de la Orquesta del Festival de Lucerna, con la Novena Sinfonía de Mahler en el programa tuve la inmensa fortuna de poder acudir a ese concierto. Fiel a mi costumbre, llegué a las inmediaciones del Auditorio Nacional con bastante anticipación. Era un día otoñal agradable y estuve paseando un rato a la espera de que llegara la hora oportuna de entrar y ocupar mi localidad. Mientras caminaba por las inmediaciones de la puerta de artistas pude ver cómo Claudio Abbado se aproximaba. Caminaba solo y se dirigía hacia la puerta de entrada. No se me ocurrió ni por un momento importunarlo para pedirle un autógrafo ni para decirle nada en especial. El contento que yo sentía ante la presencia del maestro ( aunque a él no le agradaba tal denominación lo era, y de los grandes) se tradujo por mi parte en una sonrisa y leve inclinación de cabeza que le dirigí cuando pasaba junto a mí. El me correspondió con un amable saludo con la mano y esa sonrisa suya tan especial, entre tímida y adolescente, para mí mucho más valiosa que cualquier autógrafo que pudiera conservar de él. Al fin y al cabo, hablamos de música, que no es un objeto, que es un proceso vivo.
El concierto fue sobrecogedor en todos los sentidos. Pocas veces se habrá podido escuchar a una agrupación sinfónica numerosa, como corresponde a la música de Mahler, interpretar con tal sentido camerístico. Estábamos asistiendo al cumplimiento efectivo de ese ideal que Abbado tenía de ver a la gran orquesta como un quinteto de cuerda algo grande y reforzado. Hubo refinamiento y virtuosismo. Esplendor sonoro en los momentos en que se requería pero intimismo en aquellos pasajes que así lo demandaban. El Rondó-Burleske se ejecutó con un sentido de la escucha entre los intérpretes propio de las agrupaciones de cámara más excelsas.
La impresión que dejó el último movimiento no se puede describir. Nunca como entonces he podido asistir de una manera tan cabal al espectáculo de la construcción y plasmación del silencio como componente estructural de la música misma. Lograr a su vez ese silencio del público de Madrid, con tendencia habitual al aplauso rápido y desenfrenado fue como asistir a algo simplemente milagroso.
La frágil figura del maestro parecía convertirse por momentos en parte de la música misma, y su delgadez, reflejo evidente de su enfermedad, parecía más bien emblema de espiritualidad.
Tal es mi recuerdo de ese concierto.



No hay comentarios: