No
puedo añadir nada importante a lo que estos últimos días se ha dicho y
comentado sobre su labor, su categoría artística y humana. Se han dicho cosas
bien dichas al respecto.
De
su labor profesional hay abundantes referencias realizadas por personas más
expertas y con más conocimientos que yo.
Sólo
puedo aportar un recuerdo personal. La última vez que en Madrid se presentó
como director sinfónico al frente de la Orquesta del Festival de Lucerna, con
la Novena Sinfonía de Mahler en el programa tuve la inmensa fortuna de poder
acudir a ese concierto. Fiel a mi costumbre, llegué a las inmediaciones del
Auditorio Nacional con bastante anticipación. Era un día otoñal agradable y
estuve paseando un rato a la espera de que llegara la hora oportuna de entrar y
ocupar mi localidad. Mientras caminaba por las inmediaciones de la puerta de
artistas pude ver cómo Claudio Abbado se aproximaba. Caminaba solo y se dirigía
hacia la puerta de entrada. No se me ocurrió ni por un momento importunarlo
para pedirle un autógrafo ni para decirle nada en especial. El contento que yo
sentía ante la presencia del maestro ( aunque a él no le agradaba tal
denominación lo era, y de los grandes) se tradujo por mi parte en una sonrisa y
leve inclinación de cabeza que le dirigí cuando pasaba junto a mí. El me
correspondió con un amable saludo con la mano y esa sonrisa suya tan especial,
entre tímida y adolescente, para mí mucho más valiosa que cualquier autógrafo
que pudiera conservar de él. Al fin y al cabo, hablamos de música, que no es un
objeto, que es un proceso vivo.
El
concierto fue sobrecogedor en todos los sentidos. Pocas veces se habrá podido
escuchar a una agrupación sinfónica numerosa, como corresponde a la música de
Mahler, interpretar con tal sentido camerístico. Estábamos asistiendo al
cumplimiento efectivo de ese ideal que Abbado tenía de ver a la gran orquesta
como un quinteto de cuerda algo grande y reforzado. Hubo refinamiento y
virtuosismo. Esplendor sonoro en los momentos en que se requería pero intimismo
en aquellos pasajes que así lo demandaban. El Rondó-Burleske se ejecutó con un
sentido de la escucha entre los intérpretes propio de las agrupaciones de cámara
más excelsas.
La
impresión que dejó el último movimiento no se puede describir. Nunca como
entonces he podido asistir de una manera tan cabal al espectáculo de la
construcción y plasmación del silencio como componente estructural de la música
misma. Lograr a su vez ese silencio del público de Madrid, con tendencia
habitual al aplauso rápido y desenfrenado fue como asistir a algo simplemente
milagroso.
La
frágil figura del maestro parecía convertirse por momentos en parte de la música
misma, y su delgadez, reflejo evidente de su enfermedad, parecía más bien
emblema de espiritualidad.
Tal
es mi recuerdo de ese concierto.
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