viernes, 25 de abril de 2014

ADOLFO SUÁREZ, INTUICIÓN Y AUDACIA.





“Adolfo Suárez, secretario general de Falange Española, se convirtió, tras la muerte de Franco, en primer ministro. En un golpe de mano exactamente planeado desmanteló el régimen, despojó de poder a su propio partido unificado y sacó adelante una Constitución democrática: una operación tan difícil como arriesgada, que Suárez llevó a cabo con arrojo personal y brillantez política. Aquí no estaba en acción, como en el caso de Jruschov, un presentimiento vago, sino una conciencia extremadamente clara. Se trataba no sólo de transformar por completo el aparato político, sino también de disponer al Ejército a no moverse; una purga militar habría conducido a una represión sangrienta y probablemente a una nueva guerra civil.
Tampoco este caos se puede abordar con una simple ética de simpatías que sólo distingue entre ovejas blancas y negras. Suárez fue participante y beneficiario del régimen de Franco; si no hubiera pertenecido al círculo más íntimo del poder no habría estado en disposición de abolir la dictadura. Al mismo tiempo, su pasado le aseguró la desconfianza insuperable de todos los demócratas. De hecho, España no le ha perdonado hasta el presente. A los ojos de sus antiguos camaradas, él fue un traidor; a los ojos de aquellos para quienes había abierto el camino, fue un oportunista. Desde que se retiró como típica figura de la transición no ha vuelto a pisar terreno firme. El papel que él representa en el actual sistema de partidos ha quedado más bien oscuro. Una cosa, y solamente una, tiene garantizada el héroe de la retirada: la ingratitud de la patria”.

De este modo se refiere a Suárez el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger en su artículo Los héroes de la retirada publicado en el diario El país el 26 de diciembre de 1989.
Dejando a parte pequeñas matizaciones e inexactitudes en lo que se refiere a Suárez vertidas por el escritor alemán en su artículo, sus apreciaciones son bastante agudas. En el artículo Suárez figura junto a un elenco de protagonistas políticos a los que Enzensberger denomina como héroes de la retirada. Se trata, en cada caso, de figuras políticas cuya principal aportación no reside en el logro de unos ideales de acuerdo con los cuales hubieran adoptado su acción sino más bien en la progresiva retirada y final abandono de aquellos objetivos con los que iniciaron su carrera pública.
La muy reciente desaparición de Adolfo Suárez ha permitido asistir a la culminación de un proceso de canonización, de constitución de santidad laica que ya comenzó en propia vida del protagonista. Los últimos años de Adolfo Suárez fueron años en los que esta figura quedó erigida en monumento viviente aunque por la enfermedad que padeció fuera un monumento inconsciente de sí mismo, es decir, un monumento en el estricto sentido de la palabra.
De Adolfo Suárez se ha escrito desde my diversas perspectivas: desde la proximidad de los periodistas Fernando Onega y García Abad hasta la lejanía crítica y a veces ácida de Gregorio Morán. También son frecuentes las referencias a su persona y a su actuación por parte de políticos que tuvieron destacado protagonismo en la transición, como Santiago Carrillo, Leopoldo Calvo-Sotelo o Alfonso Osorio.
Los descendientes de Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes en el primer periodo de la transición, también han dejado por escrito testimonio del personaje. Muy recientemente la periodista Pilar Urbano ha publicado un libro polémico, incómodo y que ha sido recibido con el mayor de los silencios por parte de los comentaristas habituales si bien cabe augurarle un gran éxito de ventas a corto plazo y gran influencia en la visión del periodo a medio plazo.
Abel Hernández ha analizado con finura las estrechas y no siempre fáciles relaciones de Suárez con el rey.
El escritor Javier Cercás, en su Anatomía de un instante, nos dejó un original testimonio de la actuación de Suárez el día 23 de febrero de 1981, cuando tropas de la Guardia Civil, al mando del teniente coronel Antonio Tejero Molina, asaltaron el Congreso de los Diputados para crear el detonante de una intervención militar. Es difícil encuadrar el escrito de Cercás en un género concreto pero en todo caso constituye un análisis muy penetrante de las personalidades de Suárez, el teniente general Gutiérrez Mellado y el entonces secretario general del Partido Comunista Santiago Carrillo.
Suárez es un ejemplo típico de cómo un hombre en principio bastante normal, sin especiales dotes, sin aficiones intelectuales ni artísticas, se convierte en protagonista en una época excepcional como lo es siempre la de un cambio de régimen. Franco había muerto en noviembre de 1975 y, de acuerdo con las propias previsiones sucesorias de su régimen, le sucedió en la jefatura del Estado Juan Carlos, con el título de rey.
La doctrina del sistema franquista preveía que Juan Carlos continuara el mismo régimen que Franco había mantenido durante casi cuarenta años. Los más fieles al legado de Franco así lo esperaban pero, dentro del propio régimen no eran pocos los que se percataban de que una pura continuidad del sistema de Franco sin su presencia era inviable. Juan Carlos había sido designado como su futuro sucesor por Franco en 1969. El título con el que ejerció esa situación de espera era el de Príncipe de España. La designación se debía al propio Franco y no estaba en dependencia de ninguna legitimidad dinástica, que en este caso pertenecía más bien a su  padre, el conde de Barcelona. Desde su designación, Juan Carlos quiso tener sus propios cauces de información e influencia.
Adolfo Suárez, hombre joven y con ambición, fue nombrado director general de radio difusión y televisión, y desde este cargo percibió con claridad que sus progresos en la carrera política en la que estaba inmerso dependían más de saber acercarse a quien, por motivos obvios de edad, representaba más el futuro. De este modo, desde la dirección de televisión proporcionó amplia cobertura a los actos en los que participaba el príncipe y consiguió establecer con él una relación amistosa y de complicidad, en un momento en el que no todos los jerarcas del régimen de Franco apostaban por el príncipe Juan Carlos.
Adolfo Suárez, además del influyente cargo de director de Radiotelevisión, que llevaba aparejada la dirección de una televisión estatal en régimen de monopolio, ejerció otros cargos dentro del sistema de Franco: fue gobernador civil de Segovia, vicesecretario general del Movimiento y por fin, ministro secretario general del movimiento en el primer gobierno de la monarquía, tras la muerte de Franco, bajo la presidencia de Carlos Arias Navarro, si bien los ministros más destacados de aquel gobierno fueron Fraga, como encargado de los asuntos de interior y José María de Areilza, viejo monárquico que se encargó de la cartera de Asuntos Exteriores.
El rey Juan Carlos, mientras tanto, situó en la presidencia de las Cortes a Torcuato Fernández-Miranda, que había sido su preceptor.
En el periodo de Adolfo Suárez como ministro secretario general del movimiento cabe destacar tres actuaciones, una de ellas referida a asuntos de su departamento y otras dos, como sustituto de un ministro ausente o inhibido. En lo que se refiere a su departamento, el Movimiento, Suárez ocupó lugar destacado en la prensa de aquellos días cuando consiguió disputar con éxito un escaño de consejero vitalicio del Movimiento nada menos que frente a Cristóbal Martínez Bordiu, marqués de Villaverde y yerno del anterior jefe del Estado.
Estando ausente el ministro de la gobernación, Fraga Iribarne, se produjeron unos disturbios en Vitoria que tuvieron consecuencias fatales, con tres víctimas mortales debidas a la actuación de la policía. En ausencia del titular, Suárez se hizo cargo de la situación y consiguió calmar la tensión evitando la intervención militar deseada por el Capitán General de Burgos.
Cuando se trataba de defender en las Cortes un proyecto que daba paso de forma muy cautelosa a la admisión de los partidos políticos, si bien esa denominación quedaba disimulada bajo el nombre más aceptable para los franquistas de “asociaciones”, la defensa del proyecto, en vez de ser realizada por el ministro de la Presidencia, Osorio, o por el vicepresidente para asuntos del interior, Fraga, recayó en el joven Suárez. Adolfo Suárez procedió a leer un discurso bien construído por sus asesores en el que apareció una de las expresiones más características de la época: “elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”. El texto terminaba con la cita de un “autor español”, que, aunque no se dijera su nombre, era Machado. El éxito del discurso fue indiscutible.
Cuando el gobierno de Arias Navarro quiso someter a la consideración de las Cortes una reformas de algunos artículos del Código Penal con el fin de dar cobertura legal a la reciente aprobación de los partidos políticos, se vio que, por primera vez en el sistema de Franco, el gobierno corría el riesgo de ser derrotado, en vista de lo cual se procedió a la retirada del proyecto. La reforma, tal como la entendía el presidente Arias, sufría un tropiezo definitivo.
No fue nunca Arias hombre del rey. Tampoco era de manera convencida monárquico y si sirvió al rey en su primer gobierno lo hizo más como persona nombrada por Franco que como presidente de un gobierno que quería asentar la monarquía. Las convicciones políticas de Arias, mal articuladas y siempre inestables, tenían a su base un autoritarismo primario de persona de orden en el que, curiosamente aparecía a veces una veta de anticlericalismo heredada de su primera juventud de republicano estricto.

Alfonso XIII despacha con Antonio Maura.

Arias nunca tuvo un objetivo claro que orientara su política y el rey, percatándose de ello, buscó la colaboración del presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda para conseguir que el presidente del Gobierno cesara en su cargo. Finalmente, a final de junio de 1976, utilizando como excusa una  recepción para la entrega de credenciales por parte de los nuevos embajadores en el Palacio de Oriente, el rey citó al presidente en este lugar y, al final del acto, le insinuó la necesidad de que abandonara el cargo. La perplejidad del presidente, que hizo que quedara sin capacidad de respuesta, facilitó la inmediata dimisión de éste. Posteriormente, en comida con sus más íntimos, el ya ex presidente, hombre aficionado a la lectura de la historia, recordó la escena que en el mismo despacho tuvo lugar en 1909, cuando el rey Alfonso XIII, preocupado por las consecuencias internacionales de la represión de los acontecimientos de la Semana Trágica de Barcelona, aceptó de Antonio Maura una dimisión que éste no le había presentado. En la mente de Arias se había hecho con él lo mismo que con Maura, lo que denominaba como borboneo.

PRESIDENTE DEL GOBIERNO POR DESIGNACIÓN REAL.

De acuerdo con la Ley Orgánica del Estado, entonces vigente, tras la dimisión del presidente del gobierno, éste cesaba inmediatamente en sus funciones, que pasaban a ser ejercidas de manera provisional por el vicepresidente, en aquel momento el teniente general De Santiago y Díaz de Mendívil, hombre cercano a las posiciones más reaccionarias del ejército de la época.
Era el momento de nombrar un nuevo presidente que se adaptara mejor al tipo de reforma que se deseaban por parte del rey y del presidente de las Cortes. Este último se aplicó con eficacia para ofrecer una terna de nombres que, de acuerdo con la legislación de la época, debían ser elevados al rey para que éste escogiera de entre estos tres al que debía ser nombrado presidente. El rey y Torcuato Fernández-Miranda se habían fijado ya hacía un tiempo en el joven ministro secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, como el hombre adecuado para la situación. Concurrían en él una serie de características que lo hacían idóneo: joven, con grandes dotes de persuasión, capacidad negociadora y, lo que era más importante en aquel momento, sin un proyecto propio, lo cual lo hacía en apariencia hombre fácilmente manejable por parte tanto del rey como del presidente de las Cortes.

Adolfo Suárez jura su cargo de presidente del Gobierno ante el rey y Torcuato Fernández Miranda.

El nombramiento, a principio de julio de 1976 de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno fue recibido por parte de la opinión aparentemente informada con una mezcla de sorpresa, estupor y desagrado. La mayor parte de la prensa, muy cultivada por Areilza, estaba convencida de que este último iba a ser el designado. La oposición al sistema veía con incredulidad que fuera nombrado presidente quien había sido secretario general del Movimiento. Ricardo de la Cierva publicó en el país un artículo con título de resonancias orteguianas, Qué error, qué inmenso error, en el que entre otras cosas se decía:
“Nada mejor que unas palabras de Franco para titular la crónica sobre el advenimiento del primer Gobierno de Franco en la Monarquía; el primer Gobierno franquista del postfranquísmo. Tal expresión no implica la menor connotación peyorativa, impropia en el cronista; es una simple y descarnada descripción. El error consiste, primeramente, en haber designado a un nuevo Gobierno de Franco cuando toda la opinión política interior y exterior -ojo, digo opinión política, no simplemente clase política- esperaba, después de la cordial defenestración de don Carlos Arias, la inauguración del primer Gobierno del nuevo régimen. Y en lugar de eso nos hemos topado con un error, un inmenso error. Esto es un Gobierno de Franco, primero, por lo inesperado y desvinculado de la opinión política; segundo, por la conjunción de las fuerzas sociales que articulaban el franquismo; tercero, porque aparenta una fachada diferente del contenido y las raíces; cuarto, porque deja al margen a las fuerzas siempre marginadas; la oposición, las regiones, la media nación femenina”.
El historiador De la Cierva manifestaba a continuación su sincero deseo de equivocarse en su pesimista previsión y tras trazar algunos paralelismos con la situación política de 1930 terminaba sus vaticinios de la siguiente manera:
“ Durante unas semanas los problemas se esconderán dentro, por el calor; pero allí se incubarán de manera incontenible. Allá por el otoño estallarán, y caerá este Gobierno sin plantear siquiera una resistencia. Entonces la Corona, que a través de la Presidencia de las Cortes se ha visto seriamente comprometida en la maniobra que hoy nos embarga (cuando todo estaba ganado, por Dios, cuando todo el futuro parecía y estaba a mano) acudirá a la convocatoria de un Gobierno Nacional, el que ahora esperábamos, si no se ve obligada al recurso militar directo. Entonces media docena de grandes españoles olvidados de Cánovas, y lo que tiene más mérito, sin el menor recuerdo para los muelles de don Antonio Maura, ahogarán sus agravios con su patriotismo absoluto para salvar lo que ahora simplemente había que encauzar. A esta situación nos ha traído y nos llevará la excelente intención y la torpeza política de dos servidores de la Corona, que han preferido actuar como coordinadores de los miedos deshelados por la crisis económica en el corazón pequeñito de la gran derecha española”.
Como curiosidad, Ricardo de la Cierva acabaría siendo nombrado por Adolfo Suárez ministro de Cultura en una de las muchas remodelaciones a que se vio precisado en la cuesta debajo de su carrera como presidente.
Lo que no percibían quienes de manera tan rotunda se manifestaban contra la designación del nuevo presidente es que precisamente lo que ellos consideraban como principal defecto, su cercanía al movimiento, era precisamente la principal baza con la que contaba el nuevo presidente para acabar convirtiéndose en un héroe de la retirada. Lo que se intentaba era desmontar un sistema y para ello nada mejor que poner al frente a una persona que conocía perfectamente sus engranajes.
El primer gobierno de Suárez fue de difícil gestación, pues las principales figuras del gobierno anterior, sintiéndose despechadas, se negaron a colaborar. Fue el vicepresidente Osorio quien consiguió la colaboración de un número significativo de jóvenes políticos para formar el gabinete.
El gobierno de Suárez aprobó, en el plazo de un mes, una amplia amnistía, si bien quedaban excluidos de ella quienes hubieran cometido delitos de sangre. En agosto, el presidente Suárez tuvo un primer encuentro con el joven primer secretario del todavía ilegal Partido Socialista Obrero Español, Felipe González.
En el mes de agosto Suárez recibió del presidente de las Cortes un borrador de lo que acabaría siendo la Ley para la reforma política. En el siguiente mes Suárez reunió a la cúpula militar para explicarle sus proyectos reformistas. Esta reunión acabaría teniendo mucha resonancia por cuanto algunos de los generales que asistieron a la misma afirmaban que el presidente se comprometió ante ellos a no legalizar al Partido Comunista.
El 10 de septiembre de 1976 Suárez se dirigió al país para dar cuenta de las líneas maestras y de los objetivos de la ley para la Reforma política:
Me presento ante todos ustedes para darles cuenta del Proyecto de Ley para la Reforma Política, para decirles, sencillamente, cómo propone el Gobierno que sea nuestro futuro y para convocar a todo el pueblo español a una tarea de protagonismo y solidaridad. Hablar de política para un Presidente del Gobierno quiere decir intentar despejar incóg­nitas y clarificar los objetivos que perseguimos.
A partir de hoy mismo, fecha en que el Consejo de Ministros ha acordado remitir al Consejo Nacional y, en su momento, a las Cortes el Proyecto de Ley para la Reforma Política, creemos haber llegado a la recta final de este proceso iniciado hace tiempo, del modo más racional y congruente con la sinceridad democrática: dar la palabra al pueblo español.
Pienso que la democracia debe ser obra de todos los ciudadanos y nunca obsequio, conce­sión o imposición, cualquiera que sea el origen de ésta. Por eso estamos convencidos que para su logro es preciso el concurso de cuantas fuerzas articulen el cuerpo nacional.
Se trata de acomodar nuestros esquemas legales a la realidad del país. En consecuencia hemos procurado examinar con toda objetividad las demandas políticas que se producen desde la ciudadanía, y para ello hemos conectado con muchos de los grupos políticos más significativos que existen en España y que ofrecen alternativas estimables, sean de derecha, de centro o de izquierda, para escuchar con respeto sus puntos de vista.
Pero la opinión pide hechos, y con ellos queremos responder. Ha llegado el momento de clarificar la situación política, y el pueblo español debe legitimar con su voto a quienes, en virtud del nuevo pluralismo surgido en España, aspiran a ser sus intérpretes y repre­sentantes. Reconocido en la Declaración Programática del Gobierno el principio de que la soberanía nacional reside en el pueblo, hay que conseguir que el pueblo hable cuanto antes. Con ello hacemos realidad el deseo expresado por S. M. el Rey ante el nuevo Gobierno de «pulsar y conocer en profundidad las aspiraciones del pueblo español y acertar a canalizarlas por cauces de autenticidad y normalidad».8
He dicho la palabra «elecciones» y, efectivamente, ésta es la clave del proyecto. Las modificaciones constitucionales que contiene permitirán que las Cortes —compuestas por Congreso y Senado— sean elegidas por sufragio universal, directo y secreto, lo antes posible y, en todo caso, antes de junio de 1977. De esta forma el pueblo participa en la construcción de su propio futuro, puesto que se manifiesta, elige a sus representantes y son éstos los que toman decisiones sobre las cuestiones que afectan a la comunidad nacional.
El proyecto consta de cinco artículos, tres disposiciones transitorias y una final que le confiere rango de Ley Fundamental. Atribuye la iniciativa de cualquier revisión consti­tucional al Gobierno y al Congreso de Diputados y establece el procedimiento para su aplicación. Las disposiciones transitorias ensamblan las modificaciones constitucionales que se introducen en esta Ley —y que hacen referencia a la composición de las Cortes— con el resto de la legalidad vigente.
Nos parece que cualquier otro planteamiento implicaría el debilitamiento del papel del pueblo, cuando no su marginación. La libre voluntad de los españoles correría el grave riesgo de ser sustituida por acuerdos a nivel de presuntas representaciones que sólo pueden ser verificadas a través de las urnas. De esta manera los grupos políticos que hoy se presentan con voluntad de protagonismo y que son significativos y respetables, pero que carecen de mandato popular, comenzarán a ser representativos del pueblo.
Con este Proyecto de Ley, la reforma de las Leyes Fundamentales es importante, aunque sólo afecte a una parte de las mismas. Y arranca de la legalidad fundamental vigente, llevándose a cabo a través de los procedimientos previstos. El Gobierno está convencido de que las instituciones comprenderán la necesidad de esta reforma y respaldarán la apelación directa al pueblo al que esas mismas instituciones se deben y sirven. No puede existir ni existirá un vacío constitucional ni, mucho menos, un vacío de legalidad. No puede producirse ese vacío porque España es un Estado de Derecho que se basa en la primacía de la Ley.
Es precisamente la legalidad el asidero de que disponemos para garantizar las libertades públicas. La ausencia de normas lleva al arbitrismo y puede conducir a la anarquía. En el Proyecto de Ley que les anuncio no se pretende hacer borrón y cuenta nueva. Se modi­fican aspectos concretos para hacer viable el propósito de la Corona de que el pueblo español sea el dueño de sus destinos”.
Una reforma de la organización sindical que abría la posibilidad de legalizar a organizaciones como UGT, ligada al Partido Socialista y, sobre todo, Comisiones Obreras, ligadas estas últimas al Partido Comunista, propició un enfrentamiento en el seno del gobierno entre el presidente y su primer vicepresidente, teniente general De Santiago, que fue cesado fulminantemente y, tras un artículo de prensa, pasado a la reserva junto con el teniente general Iniesta Cano. El sustituto de De Santiago iba a ser uno de los más firmes apoyos, tanto en lo personal como en lo político del presidente, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado.
En octubre de 1976 la organización terrorista ETA se hizo presente de forma sangrienta con el asesinato del presidente de la Diputación de Guipúzcoa y cuatro de sus escoltas. Empezaba de este modo una escalada que tendría en 1980 su momento culminante con la muerte de 124 personas.
En noviembre las centrales sindicales quisieron hacer una demostración de fuerza declarando una huelga general, que sin embargo fue bien contrarrestada por el gobierno. En este mismo mes las Cortes aprobaron el proyecto de ley para la Reforma política. El texto fue discutido por el procedimiento de urgencia, ideado por el presidente de las Cortes con el empeño de eludir las dilaciones que los procuradores más reacios a la reforma planteaban en el trabajo en comisión. La aprobación del proyecto el día 18 de noviembre suponía un cambio radical en la forma de entender la representación política. Se pasaba del sistema de representación orgánica, propio del parlamento franquista, a un sistema de representación similar al de las democracias europeas, con elecciones por sufragio universal de un parlamento bicameral, con congreso y senado. La ley para la Reforma Política tenía carácter de ley fundamental y fue sometida a Referéndum que se celebró el día 15 de diciembre de 1976, siendo aprobada por amplia mayoría.
En el mismo mes de diciembre se dio autorización para que el Partido Socialista Obrero español, todavía no legalizado, celebrara por primera vez en España tras la guerra civil un congreso, el XVII, que constituyó un éxito en lo que se refiere a la atención captada de los medios y también por el alto nivel de representación de las delegaciones que acudieron.
Más difícil resultaba aceptar la presencia normal del Partido Comunista, el principal enemigo del régimen de Franco. El secretario general de este partido, Santiago Carrillo, se encontraba de manera clandestina en España desde febrero de 1976, pero al no poder presentarse de manera pública se veía situado en un plano de desigualdad en relación con los socialistas. Carrillo decidió forzar la situación con un acto audaz: la celebración de una rueda de prensa en el centro de Madrid. Ante tal hecho, las fuerzas policiales hicieron de su detención un punto de honor. La detención tuvo lugar en vísperas de Navidad, el día 22 de diciembre. Con este acto, Carrillo, al que legalmente no se podía expulsar de España, consiguió que, tras unos días de prisión, fuera puesto en libertad y pudiera presentarse de manera pública.
Un hecho grave sucedió en este mes de diciembre de 1976, tan cargado de acontecimientos: el secuestro del presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo. El GRAPO, grupo siempre envuelto en la oscuridad, reivindicó el acto.
Terminaba el año 1976 y con él, seis meses del gobierno de Suárez. Las novedades fueron muy importantes y el éxito de la gestión del presidente resultaba de momento indiscutible. Tenía el apoyo del rey, del presidente de las Cortes y un indudable apoyo popular en aquellos momentos. Quienes habían recibido al presidente con desprecio tuvieron que entonar la palinodia.
Tras los éxitos del año anterior 1977 se presentaba con importantes tareas pendientes pero con la sensación de que lo más difícil había sido ya superado. Pronto se producirían una serie de acontecimientos que harían de ese mes de enero uno de los más dramáticos de todo el proceso de transición.
Seguía secuestrado el presidente del Consejo de Estado. El 23 de enero, en el transcurso de una manifestación a favor de la amnistía un pistolero de extrema derecha asesinaba al estudiante Arturo Ruiz. Al día siguiente, en una marcha de protesta un bote de humo alcanzaba mortalmente a la estudiante María Luz Nájera. Poco después, en un despacho laboralista de la calle de Atocha pistoleros de extrema derecha vinculados a la estructura de los viejos sindicatos verticales causaban una masacre matando a cinco abogados y dejando una gran cantidad de heridos. Por si todo esto no fuera suficiente, el GRAPO actuaba de nuevo secuestrando al presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, teniente general Villaescusa. El mismo grupo acabaría asesinando a unos policías que custodiaban unas oficinas bancarias.
En aquellos momentos tan delicados, el general Milans del Bosch, jefe de la División Acorazada Brunete ordenaba unos movimientos de tropas equívocos.
El presidente Suárez se decidió a dirigirse al país a través de la televisión el 29 de enero de 1977 con un discurso en el que dejó clara su voluntad de no ceder ante el chantaje del terror pero dejando igualmente claro que no cedería en su impulso reformista.
“Deseo, sin embargo, que quede una cosa muy clara: de entreguismo a la subversión, nada; de actitudes tibias hacia las provocaciones, nada; de despreocuparnos ante los grandes temas que puedan rozar la unidad, la independencia o la seguridad de la Patria, nada. Pero, en cambio, sí decimos que de actitud y predisposición al diálogo pacífico, todo; de abrir el juego político para normalizar la vida ciudadana, todo; del reconoci­miento a la peculiaridad y personalidad de las regiones, todo; de hacer posible que las diversas opciones políticas puedan desarrollar sus legítimas aspiraciones al poder, abso­lutamente todo”.
El homenaje que se debía tributar a los abogados asesinados se convirtió en una prueba tanto para el gobierno de Suárez como para el todavía ilegal Partido Comunista, que hizo en la calle una demostración de dominio de sus simpatizantes al conseguir despedir a las víctimas con un duelo en el que no hubo lugar para la provocación. La imagen de los comunistas ganó mucho en esa despedida multitudinaria.
En el mes de febrero, tras una reforma administrativa de la ley de Asociaciones aceptada por los partidos de la oposición, pasaron estos a ser legalizados. Cuando el Partido Comunista pretendió hacer lo mismo, su inscripción fue rechazada y remitida al Tribunal Supremo para que este decidiera sobre la legalidad o no de sus estatutos. La liberación por la policía de los secuestrados Oriol y Villaescusa supuso un importante respiro en el ambiente de tensión de aquellos días.
Mientras, el gobierno mantenía un diálogo con las fuerzas de la oposición agrupadas en el organismo denominado Coordinación Democrática, conocido popularmente como la “Platajunta” por ser tal organismo resultado de la unión de la Junta Democrática de España, con hegemonía comunista, y de la Plataforma de Organismos Democráticos, con fuerte implantación socialista.
Suárez mantenía contactos indirectos con el líder comunista Santiago Carrillo, por mediación del periodista José Mario Armero. En uno de sus muchos gestos arriesgados y audaces, el presidente decidió tener un encuentro secreto con Carrillo, que tuvo lugar el día 27 de febrero de 1977 en el domicilio de Armero. La conversación duró horas y transcurrió en un ambiente de gran entendimiento personal. Suárez le expuso a Carrillo su deseo personal de que el Partido Comunista tuviera reconocimiento legal pero a su vez le transmitió la gran oposición que existía en algunos ámbitos, y en especial en el militar, a dar este paso. A su vez, Carrillo manifestó con contundencia que unas elecciones a las que su partido no pudiera presentarse no tendrían ninguna legitimidad democrática. Aunque no se llegó a resultados definitivos, el canal de comunicación ya estaba establecido.
Cuando el presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, fue informado por Suárez del encuentro con el dirigente comunista montó en cólera. Lo consideraba un paso en exceso arriesgado y que podía dar al traste con el complejo equilibrio con que se llevaba la reforma.
Desde la aprobación en referéndum de la ley para la Reforma Política se produjo un cambio muy perceptible en las relaciones tanto institucionales como personales entre el presidente del Gobierno y el presidente de las Cortes.
Fernández- Miranda, hombre de leyes, había proporcionado a Suárez, en los seis primeros meses de su gobierno, el andamiaje legal que este necesitaba para dar salida a los proyectos reformistas. Una vez aprobada la Ley para la Reforma Política, Suárez, hombre más político que de leyes, vio que era el momento de las decisiones audaces, a veces peligrosas, y ya no se sintió cómodo con la tutela que Fernández- Miranda, hombre del rey, quería seguir ejerciendo sobre él. Suárez no se iba a conformar con ser el simple ejecutor de una partitura ajena.
Durante el mes de marzo el problema que planteaba la posible legalización del Partido Comunista entraba en una fase decisiva: pronto habría que convocar elecciones y no se podía ir a las mismas sin haber antes zanjado este espinoso asunto. El Tribunal Supremo se declaró incompetente para resolver la cuestión, con lo cual era el Gobierno quien debía decidir y asumir tanto las consecuencias como la responsabilidad de la decisión. El gobierno quiso cubrir la legalidad de su decisión con un informe de la Fiscalía del Reino, que nada podía objetar a los estatutos que el Partido Comunista había presentado. Una vez con el informe favorable el presidente Suárez se dispuso a la legalización del partido que se había considerado como el enemigo natural del franquismo. La decisión se oficializó el día 9 de abril de 1977, que coincidía con un Sábado Santo y por tanto con la ausencia en la capital de muchas e importantes personalidades.
Las reacciones ante la medida fueron diversas: los simpatizantes comunistas, conscientes del delicado momento, reaccionaron con satisfacción pero con moderación. La reacción del antiguo ministro y líder de la agrupación de derechas Alianza Popular, Manuel Fraga, fue en extremo negativa, ya que afirmó que con la legalización del Partido Comunista la reforma perdía su carácter de tal y se pasaba directamente a una ruptura con el sistema anterior, cosa a su juicio inadmisible.
La reacción más peligrosa se produjo días después, cuando en una reunión del Consejo Superior del Ejército, se llegó a adoptar una resolución de acuerdo con la cual el Ejército manifestaba su absoluto rechazo a la legalización del Partido Comunista, dejando claro su malestar ante un hecho consumado que aceptaba por patriotismo pero sin ninguna convicción.
Otra crisis relacionada con el mismo asunto iba a afectar tanto a las Fuerzas Armadas como al propio gobierno: la dimisión del ministro de Marina, almirante Gabriel Pita da Veiga. La dimisión de este ministro, que venía ocupando el cargo desde tiempos de Carrero Blanco, abrió un paréntesis peligroso dado que ningún almirante en activo estaba dispuesto a aceptar un ofrecimiento del cargo realizado por el presidente Suárez. Finalmente hubo que recurrir a un almirante en la reserva, Pascual Pery Junquera.
Ante la gran cantidad de acontecimientos importantes que tuvieron lugar en esas fechas casi nadie recuerda que el 1 de abril de 1977 quedó suprimida la secretaría general del Movimiento, pasando el ministro secretario, Ignacio García López a ocupar el cargo de Ministro Secretario General del Gobierno. Terminaban de este modo caso cuarenta años de una institución que había surgido en plena guerra civil tras el Decreto de Unificación de abril de 1937, dictado en Salamanca y por el que se constituía Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, bajo la jefatura personal de Franco, tras neutralizar a los posibles líderes de las agrupaciones que pasaban a estar integradas en el nuevo movimiento, considerado a partir de entonces como partido único. Lo que empezó siendo un remedo de los partidos fascistas de Europa acabó siendo un desvaído ente burocrático que a partir de los años sesenta fue denominado Movimiento Nacional.
Conforme se acercaba la fecha de la convocatoria electoral iba resultando cada vez más claro el deseo por parte del presidente de concurrir a las elecciones. Para ello se decidió construir un partido desde el poder que, apoyándose en la coalición Centro Democrático, ya existente, aportara el carisma que Suárez había ganado como líder de la operación reformista. El resultado fue la constitución de la Unión de Centro Democrático ( UCD ).
Suárez se dirigió al país tanto para comunicar su decisión de presentarse como para aclarar algunos puntos sobre la necesidad de haber legalizado al Partido Comunista :
Creo modestamente tener el derecho y al mismo tiempo el deber de identificarme públi­camente y no a escondidas, con aquellos grupos o personas que desde una posición de centro pretenden ofrecer a los electores lo que ha sido una constante de mi Gobierno, una alternativa política que tienda a evitar peligrosos enfrentamientos, ofreciendo al mismo tiempo una plataforma de colaboración para un entendimiento duradero entre los españoles.
Creo que es una opción que debe ser ofrecida al electorado junto a las demás que existen en nuestro panorama político y pienso que esta opción no perjudica a ninguna de las fuerzas que ya se han perfilado con nitidez ante las elecciones. En todo caso, permite cubrir un espacio político que, a mi juicio, todavía no está suficientemente delimitado.
Desde esta perspectiva he tomado la decisión de presentarme como candidato indepen­diente al Congreso de Diputados. Ruego a todos ustedes, y muy especialmente a las Fuerzas Políticas, que me hagan el honor de creer que es una decisión muy meditada, muy consultada, ciertamente incómoda y con evidentes riesgos.
Por eso, al presentarme como candidato no voy a buscar un voto fácil ni a hacer una solicitud de respaldo personal. Nunca he perseguido en mis acciones de gobierno, pedir nada para mí. Se me encargó la misión de llevar a buen puerto la reforma política de nuestro país, y debo comparecer a juicio público cuando se establece la primera consulta democrática..
Más adelante afirmaba:
Sin embargo, algunos recientes actos del Gobierno realizados con esta inspiración han sido vividos como factores de perturbación de la normalidad. Me refiero, naturalmente, a la legalización del Partido Comunista de España. Yo sé con cuánta preocupación ha  sido vista esta medida por muchos ciudadanos. Y porque lo sé, y porque estoy conven­cido de la necesidad de ese paso, y porque soy responsable de todas y cada una de las acciones del Gobierno, quiero exponer aquí nuestras razones.
Cuando en el verano de 1976 las Cortes Españolas aprobaron la reforma del Código Penal, todos entendimos que el Partido Comunista tal y como se presentaba en aquellas fechas, quedaba afectado por la nueva redacción del artículo 172, y, por tanto, excluido de la legalidad.
Y con mucha razón, con gran coherencia lógica, porque en aquellas circunstancias el Partido Comunista se definía como un enemigo declarado, como un grupo que recha­zaba completamente las opciones políticas fundamentales que definían aquella situa­ción. El Partido Comunista se colocaba fuera de la legalidad, y como tal debía ser tratado.
Pero ¿quién duda, señores, de que las circunstancias políticas han cambiado desde aquel momento? ¿Puede alguien dudar que las normas de convivencia y su aceptación por los partidos políticos han cambiado sustancialmente? ¿Quién puede negar que fuerzas políticas que entonces estaban marginadas hoy optan por participar en la normalidad?
Todo esto fue posible porque las mismas Cortes que en julio entendían clara la exclu­sión del Partido Comunista, en el mes de noviembre aprobaban la Ley para la Reforma Política y, sobre todo, porque ustedes mismos la aprobaron masivamente el pasado 15 de diciembre.
Esta Ley significaba un cambio sustancial en la política española. Al proclamar que «la democracia en el Estado español se basa en la supremacía de la Ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo, y que los Derechos Fundamentales son inviolables y vinculan a todos los órganos del Estado», establecía un punto de no retorno en la vida pública española.
El destino pasaba a ser el marcado por el pueblo español; una democracia plena, con una acción política ejercida bajo el amparo de la Corona y el imperio de la Ley.
El nuevo marco político hizo que muchos partidos solicitasen su legalización. Entre ellos figuró el Comunista, quien presentó unos estatutos perfectamente legales, no contradi­chos en su conducta pública de los últimos meses.
Ante esta voluntaria solicitud de someterse a las reglas de juego del Estado, al Gobierno le cabían tres opciones: El rechazo, que sería incoherente con la realidad de que el Partido Comunista existe y está organizado; la lucha contra él, que sólo se podría ejercer por la represión. Por último, aplicar la legalidad, recabando la información jurídica oportuna para comprobar si encajaba o no encajaba en la Ley.
La conclusión después de la sentencia del Tribunal Supremo y del dictamen del fiscal del Reino ha sido que no había contraindicación legal para su inscripción en el Registro. Dado que ni el Gobierno ni nadie puede juzgar sospechas, sino conductas, y la conducta era compatible con la Ley, el Gobierno procedió a la legalización. Acepto por completo la responsabilidad de esta decisión, que se fundó en dos principios básicos: El del realismo y el del patriotismo. Realismo, porque entiendo que no es buena política la que se basa en cerrar los ojos a lo que existe. Patriotismo, porque el servicio que en estos momentos nos exige España, es aclarar las reglas del juego y numerar a los participantes.
Mal podríamos entrar en una campaña electoral sin saber dónde está cada uno de los grupos o partidos políticos. Mal podríamos intentar que el Estado fuera sólido, si no lo creemos capaz y lo hacemos capaz de albergar en su seno y en sus instituciones a todas las fuerzas políticas que aceptan la legalidad de ese mismo Estado. Mal podríamos, señoras y señores, mirar a nuestro futuro de concordia si dejásemos que hubiese una acción política socavando los cimientos, en lugar de sacarla, con todos los derechos, pero también con todas las obligaciones, a la luz del día.
La política, señoras y señores, si queremos que sea positiva, no se debe hacer a base de sentimientos, sino sobre los datos de la realidad. Una gran nación no se construye sólo sobre nobles impulsos del corazón, sino con el estudio detallado de los hechos que tenemos delante.
Sería paradójico, por ejemplo, que cuando hemos establecido relaciones diplomáticas plenas con los países del Este, mantuviésemos al margen de la Ley a aquellos comunistas del interior que aceptan una convivencia legal. Sería paradójico que, queriendo hacer una democracia en la normalidad, marginásemos deliberadamente a quienes aseguran desear participar en ella.
Pienso que sólo la Ley puede marcar los caminos. Y en este sentido, el Gobierno recuerda el principio de la igualdad de todos ante la Ley y está dispuesto a aplicarla con el máximo rigor en defensa de la unidad de España, de la Institución Monárquica, así como para impedir el establecimiento de cualquier sistema totalitario, o la subversión del orden y de la paz pública, independientemente de la ideología de quienes lo intenten, como creo que este Gobierno ya demostró en repetidas ocasiones.
En cuanto al Partido Comunista o cualquier otro, si su conducta posterior —directa o indirectamente— incurriera en ilegalidad, pueden tener ustedes la seguridad de que caería sobre ellos todo el peso de la Ley.
Yo, señores, no sólo no soy comunista, sino que rechazo firmemente su ideología, como la rechazan los demás miembros del Gabinete que presido. Pero sí soy demócrata, y sinceramente demócrata. Por ello pienso que nuestro pueblo es suficientemente maduro —y lo demuestra a diario— como para asimilar su propio pluralismo”.
Tras el anuncio de la convocatoria de elecciones y su decisión de presentarse a las mismas el ambiente político se fue tornando de una vistosidad desconocida en España pues las últimas elecciones de que se tenía recuerdo databan de febrero de 1936.
Se asistió al regreso de personalidades que no estaban presentes en España desde la Guerra Civil: el poeta Rafael Alberti, la dirigente comunista Dolores Ibárruri, Pasionaria,la vieja dirigente republicana Victoria Kent.
Existía una gran cantidad de fuerzas políticas pero destacaban cuatro agrupaciones: a la derecha la coalición de Alianza Popular, dirigida por Manuel Fraga y con mucha presencia de antiguos ministros de Franco. La coalición de Unión de Centro Democrático, con Suárez al frente y un amplio abanico de personalidades de orígenes diversos: socialdemócratas, democristianos, liberales y antiguos miembros del Movimiento.

Suárez y Santiago Carrillo.

En la izquierda estaba el Partido Socialista Obrero Español, dirigido por Felipe González, el Partido Socialista Popular de profesor Enrique Tierno Galván y el Partido Comunista de Santiago Carrillo. Más a la izquierda del Partido Comunista estaban el Partido del Trabajo de España y la Organización Revolucionaria de Trabajadores.
Se pudo asistir en televisión a la propaganda de los distintos partidos y agrupaciones. El trece de junio los principales líderes realizaron ante las cámaras su intervención final. Suárez, una vez más, demostró su dominio del medio:
“Creo modestamente que en esta nueva hora de España y al pedirles su voto, no traigo mis papeles en blanco ni soy una incógnita.
Prometimos devolverle la soberanía al pueblo español, y pasado mañana la ejerce.
Prometimos normalizar nuestra vida política, gestionar la transición en paz, construir la democracia desde la legalidad, y creemos que, con las lógicas deficiencias, lo hemos conseguido.
Prometimos que todas las familias políticas pudieran tener un lugar en las Cortes, y el miércoles pueden lograrlo”
Más adelante vendría una de sus más famosas declaraciones:
Puedo prometer, y prometo, que nuestros actos de gobierno constituirán un conjunto escalonado de medidas racionales y objetivas para la progresiva solución de nuestros problemas.
Puedo prometer, y prometo, intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos los grupos representados en las Cortes, cualquiera que sea su número de escaños.
Puedo prometer, y prometo, porque después de las elecciones ya existirán los instru­mentos necesarios, dedicar todos los esfuerzos a lograr un entendimiento social que permita fijar las nuevas líneas básicas que ha de seguir la economía española en los próximos años.
Puedo prometer, y prometo, que los hombres de Unión de Centro Democrático promo­verán una reforma fiscal que garantice, de una vez para todas, que pague más quien más tiene.
Puedo prometer, y prometo, un marco legal para institucionalizar cada región según sus propias características.
Puedo prometer, y prometo, que trabajaremos con honestidad, con limpieza y de tal forma, que todos ustedes puedan controlar las acciones de gobierno.
Puedo, en fin, prometer, y prometo, que el logro de una España para todos no se pondrá en peligro por las ambiciones de algunos y los privilegios de unos cuantos.

Las elecciones se celebraron el día 15 de junio de 1977 en medio de una gran ilusión. Del resultado de las mismas se desprendía que había una opción ganadora, la UCD de Suárez, aunque sin mayoría absoluta. En la oposición quedaba como principal partido el PSOE. Los comunistas quedaban en tercer lugar siendo la gran derrotada la agrupación de derechas de Alianza Popular de Fraga.
Pocos días después de las elecciones el presidente Suárez recibía en Madrid al presidente de la Generalitat en el exilio Josep Tarradellas. Se daba por primera vez carta de naturaleza a un representante de la legalidad republicana derrotada en 1939.
Terminaba de este modo el primer periodo de gobierno de Suárez, el más brillante y probablemente el que más ha quedado fijado en la memoria de los españoles. El héroe de la retirada había cumplido de sobra su misión. A lo que no estaba dispuesto el héroe de la retirada es a retirarse.
PRESIDENTE DEL GOBIERNO GRACIAS A LAS URNAS.
Entre julio de 1976 y junio de 1977 la labor de este gobierno que con tantas reservas había sido recibido logró un cambio radical de las bases institucionales del sistema político español. Con todo, se iba a entrar en una nueva etapa, el segundo periodo de Suárez al frente del gobierno, en la que el presidente ya no debía el cargo a la confianza del rey sino a los votos obtenidos. Un personaje que había sido nombrado por carecer de proyecto propio pasaba a ocupar un lugar no previsto por quienes le nombraron, que vieron en él siempre a un instrumento y nunca a un protagonista. A partir de aquí la situación de Suárez empezaría a cambiar. Continuarían los éxitos, algunos de ellos remarcables, pero empezaría también la urgencia de muchos por apartar a un protagonista no deseado de la nueva situación. Quienes habían aupado a Suárez al poder esperaban de él que hiciera de puente entre la antigua y la nueva situación. No contaban con que Suárez pretendiera pilotar unos nuevos tiempos con características y exigencias muy distintas a aquellas a las que hubo de hacer frente. El propio Suárez no era conocedor de la dinámica parlamentaria y ello le daría grandes quebraderos de cabeza pero en principio nada de eso asomaba a la superficie.
Por de pronto Suárez presentó una dimisión pro forma al rey, que ratificó su confianza en el líder que contaba con más parlamentarios en las nuevas Cortes. Estas Cortes, constituidas de acuerdo con lo dispuesto en la Ley para la Reforma Política, constaban de dos cámaras con capacidad legislativa: Congreso de los Diputados y Senado. El Congreso había sido elegido por el sistema proporcional corregido que primaba a las listas más votadas. En el Senado se representaba a los territorios, que entonces se limitaban a las provincias. Al frente de cada cámara estaba un presidente elegido por los miembros de cada una de ellas. En el Congreso el elegido fue Fernando Álvarez de Miranda, procedente del sector democristiano de la UCD. En el Senado resultó elegido Antonio Fontán, catedrático ligado al Opus Dei e integrado también en las filas de la UCD. Además de los presidentes de cada cámara, existía la figura de Presidente de las Cortes, cargo de designación real que recayó en el jurista Antonio Hernández Gil. El rey tenía también la potestad de designar a cuarenta senadores, entre los cuales se nombraron a conocidas figuras de la política, las artes y las letras.
La tarea más urgente fue la de organizar los grupos parlamentarios, establecer un reglamento provisional y atender a la demanda del momento, que, de acuerdo a la correlación de fuerzas convirtió al parlamento constituído en unas Cortes Constituyentes.
Para elaborar la nueva Constitución se nombró una Ponenecia Constitucional formada por Pérez Llorca, Herrero de Miñón y Gabriel Cisneros, por parte de UCD, Gregorio Peces-Barba por parte del PSOE, Solé Tura por parte del PCE, Manuel Fraga por parte de Alianza Popular y Roca por parte de la minoría catalana.
El nuevo gobierno de Suárez se formó con hombres de la UCD, un militar y un independiente. El militar era el teniente general Gutiérrez Mellado, que ocupaba la primera vicepresidencia para asuntos de la defensa. Al tratarse en la nueva situación de un gobierno partidista, Gutiérrez Mellado solicitó su pase a la reserva. Se creó, bajo su vicepresidencia, un ministerio de Defensa del que en un primer momento se hizo cargo el propio vicepresidente. La creación de un ministerio de defensa integraba en el mismo a las viejas carteras de Ejército, Marina y Aire.
El independiente era el catedrático de economía Enrique Fuentes Quintana, que se encargó de la vicepresidencia económica y de la nueva cartera de Economía. Bajo su vicepresidencia estaba el ministerio de Hacienda, que pasó a ser ocupado por Francisco Fernández Ordoñez, del sector socialdemócrata de la UCD.
Figuras importantes de la política se incorporaban a este nuevo gobierno, como era el caso de Pío Cabanillas, que se encargó de Cultura.
En Asuntos Exteriores continuó Marcelino Oreja. El ministerio de la Gobernación adoptó el nombre de Ministerio del Interior y a su frente permaneció Rodolfo Martín Villa.
El nuevo gobierno era ya un gobierno de partido. El parlamento también estaba constituído a partir de la representación partidaria. No obstante, era necesario elaborar una nueva constitución dado que la ley para la Reforma Política no dejaba de ser un simple reglamento de cortes. A ello se aplicaron los siete ponentes que empezaron a redactar el borrador de la nueva constitución.
El otro frente que tenía abierto el gobierno de Suárez era el económico. En este ámbito había que atender a dos cuestiones urgentes: en el campo estrictamente económico la crisis de 1973, con el encarecimiento de los precios de petróleo había creado enormes dificultades en los países occidentales. Había ya síntomas desde hacía tiempo de que el constante crecimiento que se había producido desde los años cincuenta estaba a punto de llegar a su fin. En 1971 el presidente Nixon suspendió la relación del Dólar con el oro. En 1973, tras la guerra árabe-israelí y el posterior embargo y subida del precio del petróleo, la economía de los países occidentales se tambaleó. Estos países se vieron obligados a adoptar planes de ajuste. A España le afectó la crisis pero las características peculiares de su régimen hicieron que el gobierno no se atreviera, por miedo a alterar la paz social, a tomar medidas al respecto. La muerte de Franco puso el foco en los asuntos políticos y no se hizo gran cosa en lo referente a la economía. La inflación era galopante y a ella se sumaba un importante paro.
Suárez, a través de Fuentes Quintana, consiguió que las fuerzas políticas y sindicales se comprometieran a garantizar unas medidas de ajuste y moderación salarial que permitieran sanear la economía. Todo ello se concretó en los Pactos de la Moncloa firmados en el otoño de 1977.
En el ámbito hacendístico, Fernández Ordóñez, bajo la guía de Fuentes Quintana, procedió por primera vez en la historia de España a establecer un impuesto sobre la renta y el patrimonio. Hasta entonces, la fiscalidad española se había sostenido básicamente sobre la imposición indirecta.
A comienzos de 1978 desacuerdos entre el ministro de Economía y el de Industria acerca de la nacionalización de la red de alta tensión, de la que el titular de economía era partidario, llevaron a este a la dimisión pasando los asuntos económicos a ser dirigidos por Fernando Abril Martorell, viejo conocido de Suárez desde los tiempos en que este último era gobernador civil de Segovia y el primero presidente de la Diputación.
En una intervención ante el pleno del Congreso celebrada el día 6 de abril para tratar de la situación política Adolfo Suárez realizó probablemente una de sus mejores actuaciones parlamentarias, demostrando ante el resto de los diputados y quizá, ante sí mismo, que no era en absoluto un parlamentario incompetente. En respuesta no escrita a intervenciones de otros parlamentarios trazó un dibujo, quizá el más gráfico que se haya hecho, de cuáles eran los retos a los que se enfrentaba el gobierno en su tarea cotidiana. Al final de su intervención afirmó:
“Yo diría que al Gobierno se le pide con frecuencia que construya o colabore a cons­truir, porque todos somos constructores, el edificio del Estado nuevo sobre el edificio del Estado antiguo, y se nos pide que cambiemos las cañerías del agua, teniendo que dar agua todos los días; se nos pide que cambiemos los conductos de la luz, el tendido eléctrico, dando luz todos los días; se nos pide que cambiemos el techo, las paredes y las ventanas del edificio, pero sin que el viento, la nieve o el frío perjudiquen a los habitantes de ese edificio, pero también se nos pide a todos que ni siquiera el polvo que levantan las obras de ese edificio nos manche, y se nos pide también, en buena parte, que las inquie­tudes que produce esa construcción no produzcan tensiones.
Yo quiero decir a Sus Señorías que tengan la absoluta seguridad de que entre todos estamos haciendo un edificio nuevo, un edificio que tiene la singularidad de que se está enfrentando quizá desde perspectivas arquitectónicas diferentes y queremos que el modelo sea bueno y bello; pero podemos tener la seguridad absoluta de que en ese edificio habrá una habitación cómoda y confortable para todas las opciones políticas democráticas y una habitación confortable para cada uno de los treinta y seis millones de españoles. Muchas gracias, y nada más”.
En el aspecto internacional el Gobierno de Suárez inició los primeros pasos para la incorporación a las instituciones europeas, en especial la Comunidad Económica Europea ( Mercado común ) antecedente de la actual Unión Europea.
También en este flanco de la política internacional, el gobierno de la UCD manifestó su intención de solicitar el ingreso en la OTAN.
Un rasgo curioso de la política internacional de Suárez radica en el hecho de que esta siempre estuvo oscilando entre la natural opción atlantista, representada por el ministro Marcelino Oreja, y cierto prurito de independencia respecto de la diplomacia norteamericana que se plasmó en viajes y encuentros notorios como los que tuvo Suárez con Fidel Castro en La Habana o el encuentro en 1979 con el dirigente de la OLP Arafat en Madrid. Ambos encuentros fueron muy criticados por ciertos sectores de lo que entonces se denominaba como “poderes fácticos”.
En octubre de 1977 la Cortes aprobaron la concesión de una amnistía total , en la que quedaban incluidos los delitos de sangre. Los miembros de ETA encarcelados pudieron salir de prisión. No obstante, ETA continuó con sus acciones.
Los trabajos constitucionales dieron un importante giro cuando Alfonso Guerra, segundo hombre del PSOE y Abril Martorell decidieron acelerar el proceso con vistas a alcanzar una constitución por acuerdo o consenso. A ese consenso se incorporaron la mayor parte de fuerzas políticas y de este modo a finales de 1978 el proyecto, discutido ya en el Congreso y en el Senado, estuvo listo para su aprobación y posterior sometimiento a referéndum. Al consenso constitucional no se incorporaron los nacionalistas vascos ni parte de Alianza Popular. Sometido el texto a la aprobación de la población, resultó aceptado por amplia mayoría el día 6 de diciembre de 1978. La sanción real a la Constitución se realizó en sesión solemne y conjunta de las Cortes el 29 de diciembre de 1978.
En esta sesión , el rey afirmó respecto a la Constitución:
 “Con ella se recoge la aspiración de la Corona, de que la voluntad de nuestro pueblo quedara rotundamente expresada. Y, en consecuencia, al ser una Constitución de todos y para todos, es también la Constitución del Rey de todos los españoles.
Si ya en el mismo instante de ser proclamado como Rey señalé mi propósito de considerarme el primero de los españoles a la hora de lograr un futuro basado en una efectiva concordia nacional, hoy no puedo dejar de hacer patente mi satisfacción al comprobar como todos han sabido armonizar sus respectivos proyectos para que se hiciera posible el entendimiento básico entre los principales sectores políticos del país”.


El rey sanciona la Constitución el 29 de diciembre de 1978.

El segundo periodo de Suárez se podía considerar tan exitoso como el primero. Si en el primero había sido el protagonista, en este segundo compartió ese protagonismo con las demás fuerzas pero en todo caso la Constitución entró en vigor con Suárez en la presidencia del Gobierno.
PRESIDENTE CONSTITUCIONAL DEL GOBIERNO.
Tras la aprobación y promulgación de la Constitución dos posibilidades políticas se le abrían al presidente: o bien seguir gobernando con la actuales Cortes, en las que disponía de holgada mayoría , o bien disolver las mismas y convocar nuevas elecciones. La segunda posibilidad entrañaba una ventaja y un riesgo: la ventaja, convertirse en el primer presidente de gobierno constitucional; el riesgo, perder las elecciones ante un partido socialista fuerte al que se habían incorporado los miembros del Partido Socialista Popular del profesor Tierno Galván. Tras alguna vacilación, el presidente optó por la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones que tendrían lugar en marzo de 1979.
La campaña para las nuevas elecciones tuvo un carácter más bronco que la de las de 1977. Ya no se trataba de iniciar un proceso de transición para elaborar una nueva constitución, ahora lo que se planteaba era una lucha descarnada por ganar, relegando al olvido el consenso de los últimos años.
El animal político que Suárez llevaba dentro se demostró en el último mensaje televisado de cierre de la campaña, en el que apareció un Adolfo Suárez hasta entonces desconocido por los españoles, que apelaba al miedo de los votantes, presentando una imagen del Partido Socialista como peligroso, radical y revolucionario. Poco faltó para que en el mensaje se mencionara el peligro de tanques soviéticos a las puertas de Madrid en caso de que los socialistas vencieran. El mensaje consiguió movilizar a los electores de derechas pero a su vez diezmó a las fuerzas de Coalición Democrática, en la cual estaba la Alianza Popular de Manuel Fraga.
Los resultados de las elecciones supusieron un nuevo éxito del presidente, que definitivamente ya no era el presidente del rey sino el presidente constitucional. Las relaciones con los socialistas quedaron muy deterioradas desde ese momento y más aún cuando en la sesión de investidura que preveía la Constitución, Suárez cercenó toda posibilidad de debate.
Se iniciaba la primera legislatura ordinaria con una actitud de miedo a la discusión que progresivamente se haría habitual en el presidente, cada vez más reticente a acudir al parlamento.
Un mes después se celebraron las primeras elecciones municipales tras la guerra civil, que propiciaron un pacto de socialistas y comunistas por el cual las principales ciudades pasaron a ser gobernadas por equipos de izquierda. Desde los medios más derechistas se recurrió al espantajo del Frente Popular.
La formación del primer gobierno constitucional hizo que salieran ya a la superficie de una manera más nítida las pugnas que existían en la UCD entre los distintos sectores así como la clara idea que muchos de los dirigentes del partido gubernamental tenían de que Suárez había sobrepasado con creces la misión para la cual había ocupado el puesto en 1976.
Salieron del gobierno hombres importantes como el ministro de Hacienda Francisco Fernández Ordóñez o el ministro del interior Rodolfo Martín Villa. De la cartera de interior se responsabilizó un militar, el teniente general Ibáñez Freire. En cuanto a Defensa, dicha cartera pasó a ser ocupada por un civil, Agustín Rodríguez Sahagún, reservándose el teniente general Gutiérrez Mellado la vicepresidencia el gobierno para asuntos de la defensa.
La situación de orden público se fue tornando cada vez más peligrosa por el incremento de los atentados de ETA, que se centraban no sólo en sus tradicionales objetivos en la Guardia Civil y en la Policía Nacional, sino que cada vez apuntaban, en una calculada estrategia de tensión, a mandos militares de alta graduación, con la clara intención de provocar el malestar militar. Los entierros de víctimas militares servían de ocasión para insultos a los miembros del gobierno llegando en ocasiones a claras muestras de insubordinación e indisciplina, de las que era víctima constante el vicepresidente y teniente general Gutiérrez Mellado, cordialmente odiado por sus teóricos compañeros de armas.

Suárez recibe a Arafat en Madrid.

El rey, al que los militares veían de manera preconstitucional como su mando directo, solía recibir estas muestras de descontento que intentaba canalizar con su constante participación en actos castrenses. Unas manifestaciones de los tenientes generales Milans del Bosch y González del Yerro, capitanes generales de la tercera región militar (Valencia ) y Canarias respectivamente ponían en cuestión el proceso de transición que el general Milans consideraba cono globalmente negativo.
A finales de 1979 un nuevo y brutal incremento de los precios del petróleo provocó que en todas las economías occidentales se entrara en una nueva fase recesiva. La llamada segunda crisis del petróleo afectó de lleno a la economía española cuando esta aun no se había recuperado de los efectos de la primera crisis. Se produjo un aumento del paro y con él un incremento del malestar social.
El año 1980 fue uno de los más difíciles de todo el gobierno de Suárez. En el transcurso del mismo ETA asesinó a 124 personas. Las comparaciones con el año 1936 eran habituales entre los sectores más “ultras”, partidarios sin disimulo de una intervención militar que pusiera fin a la experiencia democrática.
En ese dramático año de 1980 Suárez tuvo que hacer frente a la clara rebelión que desde el seno de su propio partido, la UCD, estaba planteada. Los llamados “barones”, denominación que se daba a los líderes de los distintos sectores de la UCD, empezaron a pasar de la desconfianza a la falta de consideración y respeto hacia el liderazgo de Suárez. La oposición exterior al partido se manifestaba con fuerza tanto desde la derecha de Manuel Fraga como desde el Partido Socialista. En mayo de 1980, Felipe González, desde la tribuna del Congreso de los Diputados, anunció la presentación por parte de su grupo de una moción de censura contra el presidente Suárez. El anuncio causó conmoción en el presidente, que prácticamente quedó sin reacción, siendo sus ministros quienes tuvieran que sostener el debate con González. Según lo dispuesto por la Constitución, la moción debía tener un carácter constructivo, es decir, que junto con la censura al presidente se debía proponer un candidato alternativo para sustituirlo. El mecanismo estaba tomado de la Ley Fundamental de la República Federal Alemana y fue instituído por el constituyente por temor a la clásica inestabilidad que había caracterizado a los gobiernos españoles de la etapa parlamentaria anterior al franquismo, tanto de la monarquía de la Restauración como de la Segunda República.

Suárez y el presidente de USA Carter.

La moción de censura, con las anteriores características, permitía que el candidato pudiera exponer sin restricciones sus propuestas. Aunque estaba claro que por la composición del parlamento la moción no podía prosperar, la amplia difusión de los debates, en los que se pudo ver a Felipe González con energía y al presidente Suárez totalmente abatido fue un durísimo golpe para este último.
Los gobiernos eran cada vez más inestables. En mayo se hizo una remodelación en la que entraron ministros como Juan José Rosón en Interior o José Luis Álvarez en Transportes. El sector socialdemócrata se sintió desplazado.
En el mes de julio tuvo lugar una reunión en una finca estatal próxima al embalse de Santillana en la que participaron los principales “barones” de la UCD. Es la reunión que ha pasado a la historia como la de “la casa de la pradera”. En la misma, el liderzazo de Suárez fue discutido sin tapujos por parte de hombres como Joaquín Garrigues Walker, Rodolfo Martín Villa y Landelino Lavilla, líder del sector democristiano. Se llegó a barajar la idea de la dimisión del presidente.
En el mes de septiembre un nuevo gobierno incorporó de nuevo en el ejecutivo a los principales “barones”. Francisco Fernández Ordóñez asumió la cartera de Justicia, desde la que impulsó un proyecto de ley de divorcio que enemistó a los sectores más conservadores con el gobierno. Abril Martorell perdió el ascendiente de que disfrutaba ante Suárez dado que se había enemistado con los principales líderes.

Suárez saluda a Fidel Castro en La Habana.

En la prensa de aquellos días se empezó a hablar con mucha frecuencia de la necesidad de un “gobierno de gestión”. Algunos políticos afirmaron que sería necesario formar un gabinete con representación de los principales partidos políticos pero que no estuviera dirigido por Suárez. Ya se comenzó a mencionar la necesidad de que dicho gobierno estuviera presidido por un militar, y el nombre de Armada, general de división próximo al rey pero del que Suárez desconfiaba profundamente, fue citado como un hombre capaz de sacar la situación adelante.
Suárez había perdido el apoyo de su partido, no contaba con el apoyo de la banca ni de la gran patronal y además gran parte del ejército sentía animadversión a su persona.
El rey tampoco sentía ya el mismo aprecio por un hombre al que veía cada vez más ayuno de fuerzas y apoyos y por tanto, más como un problema que como una solución. Las relaciones entre el rey y el presidente del gobierno se habían tornado distantes. La complicidad de otros tiempos había desaparecido. La Constitución dejaba claro que la única confianza con la que debía contar el presidente era con la del Congreso, pero en la mentalidad de Suárez actuaba una idea que aunque no tenía apoyo constitucional, sí lo tenía en su experiencia personal: él había sido nombrado en 1976 por el rey. En cierto modo, su acción necesitaba de una “doble confianza”, la de la Cámara baja y la del Jefe del Estado. Durante la Segunda República así funcionaba el sistema institucional pero ese no era el caso de la Constitución de 1978. Suárez quiso forzar a su propio grupo y para ello recurrió al mecanismo constitucional que permitía solicitar la confianza de la cámara, la llamada Cuestión de Confianza. Suárez obtuvo la confianza solicitada pero desde la prensa uno de los diputados de la UCD más influyentes, Miguel Herrero de Miñón, publicó con el título de Sí pero..un artículo en el diario El País el 19 de septiembre de 1980 que resultó demoledor para la cohesión del partido gubernamental y para el liderazgo de Suárez. En él se vertían afirmaciones y juicios como los siguientes:
 “1. Sí a UCD, nuestro partido, el que por dos veces en tres años ha querido la mayoría de los españoles; al que correspondió la mayor cuota en la ineludible tarea de la transición; el que, dando a nuestra vida pública un talante de moderación, ha prestado un inapreciable servicio a la estabilidad política de España; el que en circunstancias difíciles de todo tipo ha satisfecho en un alto porcentaje las aspiraciones fundamentales de su electorado.2. Sí a la solidaridad de nuestro grupo parlamentario, sin duda el más importante y representativo de los órganos del partido y al que, como es propio de todo sistema democrático occidental, debería corresponder, junto con su homólogo del Senado, la dirección de la política parlamentaria de UCD.
Ese grupo, cuyos miembros contribuyeron, cada uno parcialmente, pero todos juntos decisivamente, a los triunfos electorales de 1977 y 1979; ese grupo donde se han decantado nuestros mejores hombres; ese grupo gracias a cuya confianza se mantiene el Gobierno y que con un voto constante, disciplinado e incluso abnegado ha permitido muchas decenas de victorias parlamentarias.
3. Sí al Gobierno recientemente constituido, algunos de cuyos miembros unen a su alta competencia personal la calidad de jefes históricos del centrismo español, deseando a su gestión el éxito que sus cualidades individuales merecen y que el prestigio de UCD necesita, porque en la tarea está empeñada la suerte de muchos de sus hombres más representativos.
4. Sí a la colaboración de nuestros homólogos de Cataluña -colaboración por la que vengo abogando, a veces en una inconfortable soledad, desde 1977-, porque ello permite renovar y consolidar la necesaria mayoría parlamentaria con dosis de sensata modernidad, abundante en la periferia, y, lo más importante de todo, abre la esperanza de corresponsabilizar al nacionalismo catalán -y ojalá fuera lo mismo con el vasco- en lo que es tarea de todos.
5. Sí a la decisión -¡tantas veces anunciada!- de ser firmes, austeros y eficaces; a la decisión, en fin, de gobernar de una vez, aunque no sabemos cómo y por qué ahora va a cumplirse tan pío deseo.
6. Pero no al caudillaje arbitrario que pretende ocultar la irremisible pérdida del liderazgo político en el partido, en el Parlamento y en el Estado. Porque, en una sociedad democrática, un Gobierno sólo es eficaz si es capaz de inspirar confianza política, y eso no lo da sólo la eficacia de la gestión sectorial de cada ministro, sino la seguridad en la dirección del conjunto.
7. Pero no al ejercicio o, lo que es peor, a la inerte posesión solitaria del poder, tendente a reducir el partido y la mayoría parlamentaria a un mero séquito fiel. Porque un partido sólo puede servir a la democracia política y social cuando el mismo es democrático, esto es, regido por un liderazgo colectivo, abierto a sus cuadros intermedios, como éstos deben estarlo a sus bases, y todos atentos al pálpito de la opinión pública que deben tanto representar como ilustrar.
8. Pero no a los pactos y connivencias secretas con minorías de muy distinta laya; nacionalistas unas; seudonacionalistas, otras, y... ¡ojalá pueda parar aquí la enumeración! Porque no sabemos el precio que por estos apoyos se pagan, y lo que de ello sabemos, por su inconstitucionalidad, por su incoherencia política, por la falta de criterio que revelan, atentan al pudor de la cosa pública.
9. Pero no al enfrentamiento radical y personal con la única oposición democrática y nacional que existe, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), ante el que no es preciso ceder, como se hacía antaño, pero con el que es necesario dialogar siempre y coincidir en grandes temas de Estado, como no se hace hogaño. Porque si gobernar no es ceder, gobernar en democracia es dialogar no sólo con el argumento de los votos, sino también con el peso de las razones y, en todo caso, con la garantía de la fiabilidad. Y no también a la falta de un diálogo serio con CD.
10. Pero no a las ambigüedades de un programa vagoroso, apto sólo para ir tirando. Porque el quid de la política no consiste en estar en el poder, sino en saberlo utilizar, y gobernar no es permanecer indefinidamente a bordo, aun sin jarcias ni timón, como un náufrago. Consiste en saber fijar el rumbo, en saber alcanzar el puerto de destino...; en saber incluso desembarcar.”
Este artículo daba carta de naturaleza de manera oficial a la discusión del liderazgo de Suárez sobre su propio partido. Cuando fue necesario nombrar un nuevo jefe del grupo parlamentario de la UCD, el candidato del presidente fue derrotado por amplia mayoría por Herrero de Miñon, que pasó a dirigir el grupo de la UCD en el Congreso. El golpe para la autoridad de Suárez fue demoledor.
El tradicional menaje de Nochebuena del rey no estuvo ese año rodeado del habitual ambiente entrañable. Por el contrario, el rey apareció con gesto serio y reconvino con severidad a la clase política para que se ocupara de los graves asuntos que afectaban a la nación. Por primera vez de forma pública, el rey manifestaba su descontento ante el rumbo por el que parecía discurrir la sociedad española representada en su clase política.

EL COMIENZO DEL FIN.
Se iniciaba 1981, el último año con Adolfo Suárez al frente del Gobierno. Los problemas del presidente con la Iglesia, el ejército, la patronal, la banca y como consecuencia de todo ello con el rey se agravaron. Diversas personalidades políticas, como el ex presidente de la Generalitat de Cataluña Josep Tarradellas, se manifestaban a favor de lo que denominaban como un necesario golpe de timón. En la prensa “ultra”, representada en aquellos momentos por los diarios El Alcázar y El Imparcial, se abogaba sin ningún disimulo a favor de una intervención militar. Un denominado Colectivo Almendros, publicaba unos artículos de clara intencionalidad golpista. Detrás de estos artículos estaba la figura del teniente general  en la reserva Cabeza Calahorra, partidario de la teoría de la autonomía militar.
El general Armada estaba destinado en el gobierno militar de Lérida y en calidad de gobernador de dicha plaza era jefe de la división de montaña Urgell. En esta capital catalana se entrevistó con políticos como Joan Reventós, líder entonces de los socialistas catalanes y con Enrique Múgica, que se encargaba de los asuntos de defensa del PSOE. La reunión tuvo lugar ejerciendo como anfitrión el alcalde Ciurana, del mismo partido.
El rey, en ese mes de enero, manifestó reiteradamente al presidente Suárez  su deseo de que Armada regresara a Madrid en calidad de segundo jefe de Estado Mayor del ejército. Suárez se opuso radicalmente.
Estaba por aquel entonces previsto celebrar un congreso de la UCD en Palma de Mallorca. Landelino Lavilla, presidente del Congreso, se postulaba como alternativa a Suárez.

Soledad de Suárez en el banco azul.

A partir de aquí los acontecimientos se tornan confusos. Suárez empieza a pensar seriamente en la posibilidad de dimitir y así se lo va comunicando a unas pocas personas de su confianza. Es consciente de que existe una amplia maniobra para sustituirlo al frente del gobierno y es también consciente de que puede plantearse una nueva moción de censura que, bajo un aspecto aparentemente constitucional, ponga al frente del gobierno al general Armada, que no había dejado de conspirar en todo este tiempo.
Finalmente Suárez decide dimitir y así se lo plantea al rey, que no hace el menor esfuerzo, siquiera fuera por cortesía, para que reconsidere su gesto.
Con su dimisión, Suárez pretende evitar una intervención militar y trata de dar una salida de tipo civil al problema político del momento.
Una huelga de controladores aéreos estalla justo en aquellos días, haciendo imposible la celebración del Congreso de Palma, que ha de ser aplazado. Suárez se decide a dirigirse al país para comunicar de manera pública los motivos de su dimisión. Este hecho sucede el día 29 de enero de 1981, justo cuatro años después de aquel mensaje que dirigió con motivo de los sucesos de enero de 1977.
El discurso de despedida de Suárez es uno de los grandes enigmas de la transición, y de él se hicieron ya en su momento muchas interpretaciones:
 «Hay momentos en la vida de todo hombre en los que se asume un especial sentido de la responsabilidad.
Yo creo haberla sabido asumir dignamente durante los casi cinco años que he sido presidente del Gobierno. Hoy, sin embargo, la responsabilidad que siento me parece infinitamente mayor.
Hoy tengo la responsabilidad de explicarles, desde la confianza y la legitimidad con la que me invistieron como presidente constitucional, las razones por las que presento, irrevocablemente, mi dimisión como presidente del Gobierno y mi decisión de dejar la presidencia de la Unión de Centro Democrático.
No es una decisión fácil. Pero hay encrucijadas tanto en nuestra propia vida personal como en la historia de los pueblos en las que uno debe preguntarse, serena y objetivamente, si presta un mejor servicio a la colectividad permaneciendo en su puesto o renunciando a él.
He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia.
Me voy, pues, sin que nadie me lo haya pedido, desoyendo la petición y las presiones con las que se me ha instado a permanecer en mi puesto, con el convencimiento de que este comportamiento, por poco comprensible que pueda parecer a primera vista, es el que creo que mi patria me exige en este momento.
No me voy por cansancio. No me voy porque haya sufrido un revés superior a mi capacidad de encaje. No me voy por temor al futuro. Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos la que somos y lo que queremos.
Nada más lejos de la realidad que la imagen que se ha querido dar de mí como la de una persona aferrada al cargo. Todo político ha de tener vocación de poder, voluntad de continuidad y de permanencia en el marco de unos principios. Pero un político que además pretenda servir al Estado debe saber en qué momento el precio que el pueblo ha de pagar por su permanencia y su continuidad es superior al precio que siempre implica el cambio de la persona que encarna las mayores responsabilidades ejecutivas de la vida política de la nación.
Yo creo saberlo, tengo el convencimiento, de que esta es la situación en la que nos hallamos y, por eso, mi decisión es tan firme como meditada.
He sufrido un importante desgaste durante mis casi cinco años de presidente. Ninguna otra persona, a lo largo ce los últimos 150 años, ha permanecido tanto tiempo gobernando democráticamente en España. Mi desgaste personal ha permitido articular un sistema de libertades, un nuevo modelo de convivencia social y un nuevo modelo de Estado. Creo, por tanto, que ha merecido la pena. Pero, como frecuentemente ocurre en la historia, la continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España.
Trato de que mi decisión sea un acto de estricta lealtad. De lealtad hacia España, cuya vida libre ha de ser el fundamento irrenunciable para superar una historia repleta de traumas y de frustraciones; de lealtad hacia la idea de un centro político que se estructure en forma de partido interclasista, reformista y progresista, y que tiene comprometido su esfuerzo en una tarea de erradicación de tantas injusticias como todavía perviven en nuestro país; de lealtad a la Corona, a cuya causa he dedicado todos mis esfuerzos, por entender que sólo en torno a ella es posible la reconciliación de los españoles y una patria de todos, y de lealtad, si me lo permiten, hacia mi propia obra.
Pero este profundo sentimiento de lealtad exige hoy también que le produzcan hechos que, como el que asumo, actúen de revulsivo moral que ayude a restablecer la credibilidad en las personas y en las instituciones. Quizá los modos y maneras que a menudo se utilizan para juzgar a las personas no sean los más adecuados para una convivencia serena. No me he quejado en ningún momento de la crítica. Siempre la he aceptado serenamente. Pero creo que tengo fuerza moral para pedir que, en el futuro, no se recurra a la inútil descalificación global, a la visceralidad o al ataque personal porque creo que se perjudica el normal y estable funcionamiento de las instituciones democráticas. La crítica pública y profunda de los actos de Gobierno es una necesidad, por no decir una obligación, en un sistema democrático de Gobierno basado en la opinión pública. Pero el ataque irracionalmente sistemático, la permanente descalificación de las personas y de cualquier tipo de solución con que se trata de enfocar los problemas del país, no son un arma legítima porque, precisamente, pueden desorientar a la opinión pública en que se apoya el propio sistema democrático de convivencia.
Querría transmitirles mi sentimiento de que sigue habiendo muchas razones para conservar la fe, para mantenerse firmes y confiar en nosotros los españoles. Lo digo con el ansia de quien quiere conservar la fuerza necesaria para fortalecer en todos sus corazones la idea de la unidad de España, la voluntad de fortalecer las instituciones democráticas y la necesidad de prestar un mayor respeto a las personas y la legitimidad de los poderes públicos.
Yo, por mi parte, les prometo que como diputado y como militante de mi partido seguiré entregado en cuerpo y alma a la defensa y divulgación del compromiso ético y del rearme moral que necesita la sociedad española.
Todos podemos servir a este objetivo desde nuestro trabajo y desde la confianza de que, si todos queremos, nadie podrá apartamos de las metas que, como nación libre y desarrollada nos hemos trazado.
Se puede prescindir de una persona en concreto. Pero no podemos prescindir del esfuerzo que todos juntos hemos de hacer para construir una España de todos y para todos.
Por eso no me puedo permitir ninguna queja ni ningún gesto de amargura. Tenemos que mantenernos en la esperanza, convencidos de que las circunstancias seguirán siendo difíciles durante algún tiempo, pero con la seguridad de que si no desfallecemos vamos a seguir adelante. Algo muy importante tiene que cambiar en nuestras actitudes y comportamientos. Y yo quiero contribuir, con mi renuncia, a que este cambio sea realmente posible e inmediato.
Debemos hacer todo lo necesario para que se recobre la confianza, para que se disipen los descontentos y los desencantos. Y para ello es preciso convocar al país a un gran esfuerzo. Es necesario que el pueblo español se agrupe en tomo a las ideas, a las instituciones y a las personas promovidas democráticamente a la dirección de los asuntos públicos.
Los principales problemas de España tienen hoy el tratamiento adecuado para darles solución. En UCD hay hombres capaces de continuar la labor de gobierno con eficacia, profesionalidad y sentido del Estado y para afrontar este cambio con toda normalidad. Les pido que les apoyen y que renueven en ellos su confianza para que cuenten con el necesario margen de tiempo para poder culminar la labor emprendida.
Deseo para España, y para todos y cada uno de ustedes y de sus familias, un futuro de paz y bienestar. Esta ha sido la única justificación de mi gestión política y va a seguir siendo la razón fundamental de mi vida. Les doy las gracias por su sacrificio, por su colaboración y por las reiteradas pruebas de confianza que me han otorgado. Quise corresponder a ellas con entrega absoluta a mi trabajo y con dedicación, abnegación y generosidad. Les prometo que donde quiera que esté me mantendré identificado con sus aspiraciones. Que estaré siempre a su lado y que trataré, en la medida de mis fuerzas, de mantenerme en la misma línea y con el mismo espíritu de trabajo.
Muchas gracias a todos y por todo».
Con su discurso de despedida pronunciado ante las cámaras de televisión y emitido en horario de máxima audiencia Suárez dejó a los analistas y al público en general una sensación de que algo extraordinario acababa de ocurrir. Hay algunas afirmaciones que tienen una intencionalidad evidente. Suárez quiere dejar claro que se va sin que se lo haya pedido nadie. Esto parece en contradicción con los deseos de muchos miembros de su partido de que abandonara el cargo y, por tanto, el único sentido que puede tener es el de dejar bien asentado que es él en persona quien abandona y no el rey quien le cesa. No quería Suárez aparecer ante la opinión pública como alguien que había sido cesado, como le ocurriera a su antecesor, o dicho con el lenguaje coloquial que tanto él como Arias Navarro solían emplear en privado para referirse al rey, no quería aceptar la idea de que hubiera podido ser borboneado. Hay una alusión a “las actuales circunstancias” que se puede interpretar como referidas al malestar militar, concretado en la operación de Armada para hacerse cargo de la jefatura del gobierno por medios aparentemente constitucionales. La dimisión de Suárez desactivaba cualquier posible legitimidad de la llamada “operación De Gaulle”, como se conocía al intento de apoyar una moción de censura que diera lugar a la solución de Armada. Sin duda, lo que más llamó la atención en aquel momento fue la famosa afirmación: “yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. En aquel momento a muchos comentaristas les dio la impresión de que tras tan enigmáticas palabras se encerraba el conocimiento por parte de Suárez del peligro de una intervención militar que, con su dimisión, quedaría desactivada. Los acontecimientos de un mes después dotarían a aquella afirmación de un carácter profético.
EL GOLPE DE ESTADO.
De acuerdo con la Constitución de 1978, producida la dimisión del presidente, este y sus ministros continuaban en funciones hasta tanto no se constituyera el nuevo gobierno.
El candidato propuesto por la UCD fue Leopoldo Calvo-Sotelo. Era un hombre mejor aceptado que Suárez por los círculos económicos y financieros e incluso su apellido, que mostraba su parentesco con José Calvo-Sotelo, considerado por los nostálgicos del franquismo como protomártir de la guerra civil, lo hacía en principio hombre aceptable para el ejército.
La conspiración militar continuó, a pesar de no poder recurrir ya a la excusa de la permanencia de Suárez en el poder. El golpe tenía dos componentes muy desiguales: por un lado Armada, que pretendía convertirse en el jefe de un gobierno de unidad aceptable por parte de los grupos políticos más importantes, y por otro Milans del Bosch, en principio más próximo a la creación de una junta militar sin excesivas concesiones a la clase política.
Tejero fue el detonante que se buscó, un pretendido supuesto inconstitucional máximo que sirviera como excusa para la intervención pretendidamente salvadora de Armada, que se ofrecería a los diputados como presidente de un gobierno de salvación. Tras la dimisión de Suárez, Armada consiguió por fin ser nombrado segundo Jefe del Estado Mayor.
La sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo tuvo lugar el 20 de enero pero en tal ocasión el candidato no obtuvo la mayoría necesaria para ser investido. Se hacía necesaria la convocatoria de una segunda sesión, en la que bastaba con obtener mayoría simple para ser investido. Esta segunda votación se planteó para el día 23 de febrero. Cuando se estaba procediendo a la votación nominal el teniente coronel Tejero, al mando de unas fuerzas de la Guardia Civil Irrumpió en el salón de plenos del Congreso. Tras conminar con gritos a los diputados a que se quedaran quietos el vicepresidente del gobierno, teniente general Manuel Gutiérrez Mellado abandonó su escaño y trató de disuadir al teniente coronel de su actitud. El todavía presidente Suárez salió en su ayuda, momento en el que se produjo un estruendoso tiroteo. El general Gutiérrez Mellado permaneció estoicamente de pie, sin inmutarse ante el estruendo de las ráfagas. El presidente Suárez permaneció sentado en su escaño sin arrojarse al suelo. Lo mismo hizo el diputado comunista Santiago Carrillo. Todos los demás se precipitaron al suelo. Tras el tiroteo, el teniente coronel Tejero trató de derribar al general Gutiérrez Mallado sin conseguirlo, hecho notorio pues el general era ya un hombre de edad y de débil complexión.

Suárez y el general Gutiérrez Mellado hacen frente a los golpistas.
Se había producido el secuestro del gobierno y del Congreso de los Diputados. Una hora después, desde Valencia el teniente general Milans del Bosch proclamaba el estado de excepción y emitía un bando amenazante calcado de los que se emplearon tras la sublevación del 18 de julio de 1936. El golpe de estado estaba en marcha.
En las horas en las que el Congreso y el Gobierno estuvieron secuestrados Suárez permaneció aislado en una habitación en la que en una ocasión entró Tejero, llegando a apuntarle con una pistola. Suárez se limitó a ordenarle: ¡cuádrese!.
Lo que sucedió fuera pertenece a la historia del golpe de estado. Armada fracasó en su intento de entrar al Congreso y ofrecerse como solución de emergencia y en días posteriores fue arrestado, dada su total implicación en el entramado golpista. También fueron arrestados el teniente general Milans del Bosch y el teniente coronel Tejero.
El día 24 de febrero el rey recibió a los líderes de los principales partidos políticos y antes, al propio Suárez. Varios testimonios afirman que el todavía presidente se ofreció a revocar su dimisión, pero que este ofrecimiento no fue aceptado por el rey. Hubo una reunión entre el rey, el presidente y los altos mandos militares en la que Suárez tuvo que dejar bien sentado que la cadena de mando del ejército culminaba en la presidencia del gobierno y no en el rey.
EL DUQUE.
Tras el cese total de Suárez en sus funciones de Presidente del Gobierno el rey lo nombró Duque de Suárez, con Grandeza de España. Esta elevación a la nobleza se podía interpretar como un reconocimiento a los méritos de su labor pero también encerraba la clara sugerencia de que se apartara definitivamente de la vida política activa.
Tras la investidura de Calvo Sotelo, Suárez emprendió un viaje de descanso durante el cual visitó al dirigente panameño Omar Torrijos. A su vuelta, los conflictos dentro de la UCD continuaron. Diario 16 llegó a dedicar algún número muy insultante hacia la figura política de Adolfo Suárez.
Una de las tareas más urgentes del nuevo gobierno de Calvo-Sotelo era la de gestionar la situación de crisis política y económica a la vez que se afrontaba el juicio a los golpistas del 23 de febrero. El consejo de guerra, tras la instrucción del juez togado militar, general García Escudero, se celebró en Campamento y fue presidido por el teniente general Gómez de Salazar. Las condenas fueron consideradas de manera mayoritaria por la opinión como muy leves. El presidente Suárez publicó bajo su firma un artículo en el que se oponía a la sentencia, bajo el título de Yo disiento, evidentemente inspirado en el de Zola de Yo acuso. El artículo , publicado el 4 de junio de 1982 en el diario El país afirmaba:
“El 23 de febrero de 1981, mientras el Gobierno de la nación y los representantes del pueblo español se encontraban reunidos para la investidura de un nuevo presidente del Gobierno, un reducido grupo de jefes y oficiales de la Guardia Civil asaltaron con las armas en la mano la sede de la representación nacional, secuestraron, bajo amenaza de muerte, a los miembros del Gobierno y del Parlamento durante cerca de dieciocho horas e intentaron subvertir el orden democrático establecido en la Constitución que el pueblo español, con la sanción del Rey, se ha dado a sí mismo. Son de sobra conocidos los autores de estos delitos. Enjuiciados por la jurisdicción militar, han sido sometidos a un proceso que han aprovechado, en numerosas ocasiones, como plataforma de propaganda política, difundiendo falsedades que enturbian la clara actuación del Rey y exponiendo, con desprecio al tribunal militar que les ha encausado, ideas contrarias a la democracia y a la Constitución.
Ante las sentencias dictadas por el Consejo Supremo de Justicia Militar, dentro del respeto que tal institución me ha merecido siempre, me veo obligado en conciencia a manifestar mi opinión política en las siguientes, consideraciones:
Entiendo que las sentencias no protegen de manera suficiente los derechos del pueblo español. El rigor no consiste en concentrar las responsabilidades, sino en castigar adecuadamente a todos los culpables. La ejemplaridad no se produce si quedan sin castigar comportamientos intolerables. La justicia penal también debe ser disuasoria, y no se disuade a los que puedan participar en una rebelión militar si se personalizan las penas en los promotores y se libra a quienes las secundan y actúan fuera de la ley. Nunca puede ser aceptable que quede un amplio margen de irresponsabilidad para quienes intervienen en un golpe de Estado y con su actuación provocan amenazas que ponen en crisis la democracia en España.
Porque la crisis de la democracia implica necesariamente la crisis de todas las instituciones españolas -la Corona, el Parlamento, el Gobierno, las Fuerzas Armadas, los partidos políticos, la Administración y los mismos tribunales de justicia-, que sólo en el orden democrático que el pueblo español, en el ejercicio legítimo de su soberanía, se ha dado a sí mismo encuentra su verdadero sentido y fundamento.
Pienso que una crisis de este tipo abriría paso al miedo como factor determinante de la política española. Alguna vez señalé que sólo había que tener miedo al miedo mismo. No hay libertad bajo el miedo, no hay derechos ciudadanos bajo el miedo, no se puede gobernar bajo el miedo. En un ambiente de temor continuo a un nuevo y posible golpe, se confunden los ideales comunes con los intereses de los grupos, se usurpan las representaciones más legítimas y se hace imposible la libre expresión de la voluntad popular y, con ello, la paz y la concordia de todos los españoles.
Creo que el miedo traería consigo la involución de la vida española. Con la involución viene el separatismo institucional, que implica que los que son sólo elementos de un todo armónico pretenden constituirse como un todo, con desprecio a la mayoría, e imponen una especie de presión institucional, cuyas consecuencias la historia por desgracia nos ha mostrado.
Desde mi profundo respeto a la institución militar, creo que la terminación del proceso por los hechos del 23 de febrero tiene que dejar limpia y clara ante la opinión pública la actitud de las Fuerzas Armadas, a las que todos los ciudadanos hemos concedido como institución el privilegio extraordinario de usar armas para guardar y hacer guardar el orden constitucional, y que realmente así lo han hecho durante toda la transición y en plena democracia, con excepciones como la del reducido grupo de asaltantes al Congreso.
Por eso es natural que la lectura de la sentencia produzca desasosiego entre quienes padecimos la violencia golpista y entre todos los demócratas del país y aun del mundo entero. Son muchos los puntos concretos que merecen un comentario pormenorizado. Pero, aun a riesgo de simplicidad, quisiera concentrar mi atención en uno de estos puntos: la absolución de algunos oficiales que ejercieron violencia física contra los representantes del pueblo y actuaron con sus armas en contra del poder civil, encarnado en el Gobierno y en el Congreso de los Diputados.
No parece admisible, por tanto, que, por lo que: respecta específicamente a los tenientes de la Guardia Civil procesados, se haga jugar, de algún modo, la eximente de obediencia debida, aduciendo "que su error no resultaba vencible en sus circunstancias" y que "Ios acontecimientos de la noche del 23 y madrugada del 24 de febrero presentaron apariencias suficientemente confusas y expectantes para hacer dudar, incluso a mandos muy superiores, de las decisiones a tomar, y por ello a dilatar su adopción en espera de que la situación apareciese como clara y resueltamente decidida". La situación estaba ya decidida por la Constitución y estaba decidida por el Rey. La actitud del Rey hizo imposible que jugara este engaño y, por otra parte, no parece lógico que los tenientes de la Guardia Civil, que deben conocer la Constitución y el Código de Justicia Militar, puedan caer en un engaño de este tipo. Resulta evidente que el Rey no puede realizar indicaciones contrarias a la propia Constitución, que es la norma que establece las competencias de la Corona.
Es preciso dejar muy claro que en España no existe un poder civil y un poder militar. El poder es sólo civil. Atentar contra este hecho es subvertir el orden institucional, hacer prevalecer la fuerza contra la legitimidad, tratar de usurpar la jerarquía cívica en aras de una presunta disciplina que se podría ejercer contra los supremos intereses del pueblo.
Frente a esto no pueden tener éxito las falsedades y las insidias propagadas durante el proceso y que la propia sentencia hace bien en rechazar de supuestos deseos del Rey. Como tampoco cabría admitir la peregrina idea de una unión directa, exclusiva y excluyente, entre las Fuerzas Armadas y el Rey, que no tiene otro objetivo que colocar al propio Rey y a la misma institución militar al margen de su instancia legitimadora: el pueblo español”.
Suárez, muy mal comprendido por la mentalidad militar de la época, podía ya, desde fuera del gobierno, sin ninguna atadura institucional, afirmar sus convicciones.
LA AVENTURA DEL CDS.
En 1982 Adolfo Suárez abandonó la UCD y formó un nuevo partido, el Centro Democrático y Social (CDS). En este nuevo camino político le acompañaron algunos de sus más firmes apoyos, como su paisano Agustín Rodríguez Sahagún, Rafael Calvo Ortega o Jesús María Viana.
Las elecciones anticipadas a que se vio abocado Calvo-Sotelo, celebradas el 28 de octubre de 1982 supusieron el hundimiento de la UCD, la mayoría absoluta del Partido Socialista y la consolidación como fuerza de oposición de la Alianza Popular de Manuel Fraga. El partido de Suárez sólo obtuvo dos escaños: el del propio Suárez por Madrid y el de Rodríguez Sahagún por Ávila. Suárez votó a favor de la investidura de Felipe González como presidente del Gobierno.
Empezaban cuatro años alejado del poder, como diputado integrado en el grupo mixto.
En las elecciones de 1986 Suárez se encontró con que la banca apenas le daba crédito para financiar su campaña. El sentido político que siempre tuvo le llevó a quejarse de este hecho, afirmando que España no era una democracia parlamentaria, que era por el contrario una democracia bancaria. El éxito acompañó a Suárez en estas elecciones, en las que obtuvo 19 escaños, convirtiéndose el CDS en la tercera fuerza política. El éxito era tanto más remarcable por cuanto la gran banca había volcado su apoyo hacia una llamada operación reformista que, con todo tipo de medios, no obtuvo ni un solo escaño.
El éxito se continuaría en las elecciones municipales y europeas.
La situación de Suárez volvía a ser la de un político decisivo, pero a su vez, seguía siendo un hombre no bien visto por los medios más influyentes.
Tuvo oportunidad de burlarse del líder de Alianza Popular Hernández Mancha, abogado del estado, haciéndole notar en el Congreso que había en sus citas confundido a Santa Teresa con Lope de Vega.
En estos últimos años de la andadura política de Suárez hizo su aparición estelar el banquero Mario Conde. En sus ambiciones, de las que no estaba ausente la política, llegó a ver en la aproximación al ex presidente una posibilidad de ocupar un lugar como el líder de la derecha que pretendía ser. En esta confluencia entre estos dos hombres habría de sellarse el destino definitivo de Suárez. Una política de alianzas tortuosa, que le llevaba tanto a apoyar al gobierno socialista como a aliarse con Alianza Popular para desbancar a los mismos socialistas de algunos gobiernos municipales, tuvo su ejemplo más clamoroso en Madrid, donde una moción de censura hizo caer al alcalde socialista Juan Barranco, pasando a ocupar su puesto Agustín Rodríguez Sahagún en 1989. El desconcierto del electorado era muy grande.
En las elecciones locales y autonómicas de 1991 el fracaso del CDS fue estrepitoso, pasando a la insignificancia política. Nada más conocerse los resultados, Suárez anunció su dimisión. Era la segunda dimisión de Suárez, pero esta vez era no sólo la dimisión de un cargo sino el comienzo del abandono de su actividad política.
SANTIFICACIÓN Y PÉRDIDA DE LA MEMORIA.
Cuando Suárez dejó de ser un político en activo comenzó el proceso de su canonización. Personas que lo habían despreciado alabaron sin ningún tipo de vergüenza su figura. Llegaron los homenajes, doctorados honoris causa y el prestigioso premio Príncipe de Asturias en 1996.
Los manejos de Mario Conde acabaron salpicándolo pero un pacto tácito hizo que no se permitiera que un emblema de la transición como Suárez fuera puesto en cuestión.
Tras la retirada vendrían las grandes desgracias familiares: enfermedad de su mujer y de dos de sus hijas. Adolfo Suárez se vio en apuros económicos y tuvo que vender algunas propiedades queridas, como su casa de Ávila.
Suárez pudo conocer el comienzo del aplauso casi generalizado a su labor, pero ese momento no duró mucho. Pronto estaría dominado por la desgracia con que la enfermedad se cebó en su familia. Estuvo continuamente al lado de su mujer en el lecho de enferma de ésta en el hospital. El fallecimiento de Amparo Illana, su compañera de tantos años, lo sumió en un estado de profundo abatimiento mientras sus hijas Marian y Sonsoles también se vieron afectadas por la enfermedad. Cuando su hija Marian falleció, Suárez ya estaba de lleno sumido en el olvido mental y no fue consciente de este hecho. Tampoco fue consciente de la enfermedad de su hija Sonsoles.
La última aparición pública de Suárez fue para apoyar la poca exitosa campaña de su hijo para presidir la Junta de Castilla-La Mancha. El mitin, celebrado en mayo de 2003 fue ocasión de que muchos empezaran a notar que algo no marchaba bien en la mente del Duque. Se confundió leyendo más de una vez la misma cuartilla y llegó a decir en público que se estaba haciendo un “lío de mil diablos”. Dos años después su familia hizo público su padecimiento de demencia senil. Se fue sumiendo en un profundo olvido, no conociendo al final a nadie e ignorando que un día había sido el presidente del gobierno. Cuando en 2008 el rey se desplazó a su domicilio para hacerle entrega del collar de la Orden del Toison del Oro, Suárez ya no lo conoció.
UN HOMBRE DIFÍCIL DE CLASIFICAR.
De los presidentes de Gobierno que han ejercido el cargo en España desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978b Adolfo Suárez es quizá el más difícil de clasificar. Suárez no resulta fácil de definir ni en el terreno político ni en el personal. Héroe de la retirada, traidor, oportunista, demócrata sincero, son muchos y contradictorios los calificativos que se le han dirigido.
Tampoco hay acuerdo a la hora de juzgar su formación: hombre poco leído, más intuitivo que intelectual, casi ignorante para algunos.
También ha sido calificado de persona con temor a la discusión.
Aquí se han citado con abundancia y generosidad muchos de sus textos. Es evidente que Suárez no escribía sus discursos, pero es a su vez innegable que cuando los leía lo hacía con tal convicción que los convertía en suyos.
Si se han citado aquí muchas de sus intervenciones ello se debe a que ayudan a entender con más exactitud el momento concreto en el que dichas intervenciones se producen. Algunas de sus afirmaciones se convirtieron en clásicos de la transición como la de “elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal” o su muy célebre “puedo prometer y prometo”.
Hoy día existe la idea muy difundida de que la Transición obedecía a un diseño. En realidad, la política casi nunca se compadece bien con el modelo del “diseño”, más propio del mundo artístico o arquitectónico. La política pertenece al ámbito de la acción, en la cual hay sin duda intenciones, pero también respuestas que obligan a rectificar en más de una ocasión el diseño inicial.
Última imagen publicada de Adolfo Suárez. El rey le visita en su domicilio para hacerle entrega del Toison de Oro.
Muchas de las dificultades que tuvo que sufrir el presidente Suárez se debieron precisamente a su voluntad de no limitarse a ser el ejecutor de un simple diseño. Probablemente Suárez fue mucho más lejos de lo que en un principio él mismo pudiera pensar.
En 1976 es difícil creer que Suárez tuviera en su cabeza la idea de que un año después estaría legalizado el Partido Comunista o que una institución heredera de la legitimidad republicana como la que encarnaba Josep Tarradellas fuera implantada de nuevo bajo su gobierno, o que dos años después habría una nueva constitución.
Las contradicciones de Suárez fueron las de la propia Transición.
¿Tenía convicciones Suárez? Creo que sí, pero eran más de formación recibida que de ilustración consciente. Siempre hubo en él un cristianismo básico que se manifestó en un catolicismo no fanático.
No fue por formación un demócrata pero por ejercicio lo acabó siendo, y de manera bastante sincera y valiente. En su discurso de despedida, cuando hizo la afirmación de que no deseaba que el sistema democrático de convivencia fuera una vez más un paréntesis en la Historia de España, estaba manifestando su compromiso con la tradición democrática española y sus trágicas vicisitudes.
La afirmación de hombre poco culto también conviene matizarla. Su dicción al leer los discursos era perfecta y en sus declaraciones el castellano que empleaba estaba a un nivel superior al que por desgracia estamos acostumbrados a escuchar hoy día. En sus intervenciones parlamentarias era más competente que muchos políticos de hoy día, a pesar de que él mismo no se sentía seguro en este terreno.
Había en Suárez un indudable sentido de la dignidad del cargo. Es ese sentido el que le llevó a no tolerar cualquier gesto de insubordinación, cesando a hombres tan influyentes en el momento como el teniente general De Santiago.
Ese mismo sentido de la dignidad le mantuvo firme en su escaño cuando los asaltantes del 23 de febrero pretendieron alterar por la fuerza el proceso democrático.
Audacia y valentía nunca le faltaron. Indudablemente ha desaparecido un hombre muy interesante y poco común.

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