Nuestros
padres son personas en nuestros recuerdos. Nuestros abuelos lo son también, los
hayamos conocido o no. De mis cuatro abuelos sólo conocí a tres, de los cuales
tengo recuerdos bastante nítidos. Del abuelo del que no pude tener recuerdos,
tampoco suficiente información sobre su vida, poseo no obstante la suficiente
noticia como para que su figura se alce ante mi conciencia como la de una
persona de carne y hueso.
De
mis ocho bisabuelos, sólo hay uno de ellos, una mujer, que aunque no pueda
recordar sí que me conoció, y debió de ser alguien con marcada personalidad
pues su presencia ha sido frecuente en las conversaciones habidas entre mis
mayores como para que también pueda ver en ella a una persona de carne y hueso.
Si
asciendo en el árbol genealógico me encuentro con 16, 32, 64 personas ( curiosa progresión, que recuerda a la de la
división de las figuras musicales ) sin las cuales yo no habría venido nunca al
mundo pero de las que lo único que puedo saber es eso, que fueron eslabones de
una cadena. Estas personas no se muestran ante mí como seres de carne y hueso,
como personas que vivieron una vida concreta, es de suponer que difícil. Estas
personas sólo aparecen ante mi conciencia como seres funcionales. Más que
personas, surgen ante mi atención con la frialdad casi científica de conceptos,
en este caso de condiciones necesarias. Más parece que estemos hablando de
seres matemáticos que de personas.
Viajar
hacia el pasado quizá sea viajar hacia lo abstracto. La memoria dota de
personalidad a los seres que hemos podido conocer. También podemos dotar de
personalidad a aquellas personas que, aun no habiendo sido conocidas por nosotros,
sí que contamos acerca de las mismas con referencias vivas por parte de quienes
sí pudieron conocerlas. Más allá del alcance de la memoria, cuando perdemos el
contacto directo o indirecto, se alza el misterio de todo el pasado que, aun
conspirando para que nosotros hayamos podido existir, no puede ser abrazado por
nuestro recuerdo vivo y no puede, por tanto, estar vivo en nosotros.
Cuando
la memoria se pierde, sólo queda la información, y cuando esta también se
pierde, sólo queda la abstracción.
Morir
es ir pasando de la presencia al recuerdo, del recuerdo a la información, de la
información a la abstracción, y de la abstracción a la indiferencia. Las
generaciones remotas sin las cuales no habría sido posible nuestra vida se
presentan ante nosotros, en las pocas veces que nuestra mente da en pensar en
ellas, como conceptos abstractos, condiciones, pasos previos necesarios pero
desconocidos en su singularidad.
Viajar
hacia al pasado, empeño imposible en el mundo real, también lo es en el de la
vaga ensoñación. En vez de ascender por una corriente vital, regresamos por una
serie matemática que, como tal, nos remite al infinito.
Infinito es un concepto que se puede pensar, pero que no se
puede intuir. No obstante, es lo único que nos es dado pensar, pero es un
pensamiento que se nos muestra más bien como tarea inacabable e inabarcable. Eso
es lo único que sabemos de nuestro pasado y siendo tanto como concepto, es muy
poco como intuición. No obstante, es lo suficiente como misterio para que
veamos nuestra propia venida al mundo como algo también matemático, en este
caso de una matemática no revestida de la justificada soberbia con que suele
imponer esa ciencia la certeza de sus razonamientos, sino de otra matemática más
humilde, la de lo probable, que roza con el milagro de la casi improbabilidad
de que cada uno de nosotros haya existido.
La
fragilidad que toda vida ofrece se recubre con la improbabilidad matemática que
cada vida particular, en su concreta existencia, muestra.
La
muerte, la caída en el pasado definitivo, nos hace adquirir una solidez, bien
como eslabones de nuestros herederos, bien como vidas definitivamente acabadas,
que nos prepara para ir tornándonos, conforme se sucedan los años y las generaciones,
en conceptos casi enigmáticos, en abstracciones frías.
La
muerte, en la memoria de los que nos sobrevivan, no es la desaparición, ni
siquiera el olvido. La muerte es el paso de la intuición viva a la rigidez
conceptual. Ese es el verdadero rigor
mortis.
Imposible
es, salvo para las familias reales o principescas, recuperar los detalles de
las vidas concretas de quienes nos precedieron. Sí es posible, en cambio,
lanzar, aunque sólo sea de vez en cuando, una mirada de asombro, que no deja de
ser una mirada viva, ante el hecho obvio, pero sorprendente, del pasado que nos
hizo posibles.
¿Mirada
de agradecimiento? ¿ Mirada de rencor tal vez?
Voto
por hacer una apuesta, como Pascal, pero en este caso no dirigida hacia la Fé
sino hacia el agradecimiento.
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