Cuando alguien se jacta de decir “verdades como puños”,
poniéndose a sí mismo como ejemplo de sinceridad y honestidad, está
confundiendo dos ámbitos: el del conocimiento y el del boxeo, y está erigiendo
a este último en árbitro supremo de decisión acerca de la verdad.
Quien afirma decir “verdades como puños” lo que en
realidad defiende es el puñetazo como supremo argumento, algo que depende más
de la fuerza que de la neurona.
Con el puño se podrá vencer pero no convencer.
Algo de esta idea pugilística acerca de la verdad ha
quedado plasmado en nuestra manera de enfocar un debate, pues siempre
preguntamos al finalizar el mismo por quién ha ganado y quién ha perdido.
Si aceptamos que las verdades deben ser como puños estamos
aceptando que la violencia es el único criterio de verdad. El resultado de tal
planteamiento no puede ser otro que el de un torneo de gritos. Se intentará que
el grito de uno se imponga al grito del otro, algo que más tiene que ver con la
lucha animal por dominar el territorio que con el empeño racional en que
nuestros argumentos se impongan por su mayor evidencia.
Algunos no son capaces de separar el pensamiento del
músculo.
Las emisoras de radio y televisión cuentan en algún caso
con especialistas en formar opinión a partir de su convicción de decir
“verdades como puños”. La proliferación de contertulios que tratan de decir su
verdad como puño da como resultado una cacofonía de la cual no resulta más que
la confusión y el aturdimiento.
La evidencia no necesita de puños. Se impone con necesidad.
Se muestra.
La satisfacción que algunos sienten al decir “verdades
como puños” es una de la muchas maneras que ha adoptado la idea de que la
propia convicción es suficiente criterio para sostener una opinión y que basta
la sinceridad con que una opinión sea expuesta para garantizar la razón de la
misma.
Muchos olvidan que la convicción y la sinceridad pueden en
más de un caso ir unidas al disparate más grosero.
Convicción y sinceridad son condiciones necesarias para
sostener una opinión, pero no son condiciones suficientes. Ambas han de
rendirse ante el tribunal del la crítica, tribunal que no admite más fuerza que
la del superior argumento.
Cuando alguien nos da un puñetazo y nos hace caer lo único
que queda claro es la superioridad física de quien nos ha tumbado con su
fuerza.
Cuando alguien nos muestra con argumentos que estábamos en
un error, no nos vence, pues nunca se puede considerar derrotado a quien se ha
dado cuenta de que hasta ahora estaba equivocado.
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