viernes, 2 de enero de 2015

VERDADES COMO PUÑOS.

Cuando alguien se jacta de decir “verdades como puños”, poniéndose a sí mismo como ejemplo de sinceridad y honestidad, está confundiendo dos ámbitos: el del conocimiento y el del boxeo, y está erigiendo a este último en árbitro supremo de decisión acerca de la verdad.
Quien afirma decir “verdades como puños” lo que en realidad defiende es el puñetazo como supremo argumento, algo que depende más de la fuerza  que de la neurona.
Con el puño se podrá vencer pero no convencer.
Algo de esta idea pugilística acerca de la verdad ha quedado plasmado en nuestra manera de enfocar un debate, pues siempre preguntamos al finalizar el mismo por quién ha ganado y quién ha perdido.
Si aceptamos que las verdades deben ser como puños estamos aceptando que la violencia es el único criterio de verdad. El resultado de tal planteamiento no puede ser otro que el de un torneo de gritos. Se intentará que el grito de uno se imponga al grito del otro, algo que más tiene que ver con la lucha animal por dominar el territorio que con el empeño racional en que nuestros argumentos se impongan por su mayor evidencia.
Algunos no son capaces de separar el pensamiento del músculo.
Las emisoras de radio y televisión cuentan en algún caso con especialistas en formar opinión a partir de su convicción de decir “verdades como puños”. La proliferación de contertulios que tratan de decir su verdad como puño da como resultado una cacofonía de la cual no resulta más que la confusión y el aturdimiento.
La evidencia no necesita de puños. Se impone con necesidad. Se muestra.
La satisfacción que algunos sienten al decir “verdades como puños” es una de la muchas maneras que ha adoptado la idea de que la propia convicción es suficiente criterio para sostener una opinión y que basta la sinceridad con que una opinión sea expuesta para garantizar la razón de la misma.
Muchos olvidan que la convicción y la sinceridad pueden en más de un caso ir unidas al disparate más grosero.
Convicción y sinceridad son condiciones necesarias para sostener una opinión, pero no son condiciones suficientes. Ambas han de rendirse ante el tribunal del la crítica, tribunal que no admite más fuerza que la del superior argumento.
Cuando alguien nos da un puñetazo y nos hace caer lo único que queda claro es la superioridad física de quien nos ha tumbado con su fuerza.
Cuando alguien nos muestra con argumentos que estábamos en un error, no nos vence, pues nunca se puede considerar derrotado a quien se ha dado cuenta de que hasta ahora estaba equivocado.





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