Se
ha impuesto últimamente un estilo bronco en la oratoria de algunos diputados.
No
es nuevo el recurso al insulto en el parlamento español y en otros parlamentos.
Tampoco es novedoso su uso no como expresión de acaloramiento sino como
táctica.
El
insulto, nunca recomendable pero siempre presente, se produce en la comunicación
cotidiana cuando alguien se siente ofendido y se deja llevar de su temperamento
perdiendo el control. Es una situación que a casi todo el mundo le ha ocurrido
alguna vez.
Lo
nuevo reside en la intensidad del uso del insulto no como resultado de un
esporádico acaloramiento sino como recurso dialéctico por parte de quien habla.
No
estamos ante alguien que se ha dejado arrebatar por un momento de genio sino
ante quien deliberadamente insulta, con frialdad.
Los
grandes parlamentarios destacaban por el ingenio con que eran capaces de
discutir, pareciéndose su dialéctica a la esgrima, por la agilidad y rapidez
con que eran capaces de asestar el golpe definitivo contra el adversario.
El
estilo, por llamarlo de algún modo, que se está imponiendo ahora recuerda más
bien al boxeo que a la esgrima, pero no al boxeo elegante del estilista sino al
torpe del púgil ayuno de técnica pero sobrado de fuerza física.
Nada
sabe el moderno parlamentario de la sabia máxima de Quintiliano, "
suaviter in modo, fortiter in re", retomada en el siglo XVIII por Lord Chesterfield:
suave en el modo; fuerte, contundente en la materia.
Tampoco
vendría mal al parlamentario actual aprender algo de Francisco Silvela, con su
dialéctica basada en el "puño de hierro en guante de seda".
El
insulto, aparte de degradar a quien lo profiere, ofende a la inteligencia del
público, pues en su contundencia casi física se muestra como una coerción hacia
el mismo: presenta al público como cosa demostrada lo que tendría más bien que
plantearse como materia disponible para permitir que el público, en uso de su
inteligencia, llegara a sus propias conclusiones.
Francisco Silvela |
Lo
más inteligente (también lo más difícil) por parte de quien ejercita una labor
dialéctica (y la de parlamentario debería serlo) es mostrar más que decir.
Cuando
alguien es capaz de mostrar ante el público evidencias, no hace falta que las
vista con insultos. El que insulta no se contenta con mostrar sino que lo que quiere es decir, no deja al oyente el ejercicio de su libertad sino que
pretende llevarlo por el cuello hacia la conclusión deseada. Parece que se
insulta al contrincante pero en realidad se está insultando al público, a
través de la violencia del insulto, como si se le dijera a este público: "¡fíjate!.
Las
redes sociales no son ajenas a este empleo torpe de la dialéctica, con su afán
por el impacto inmediato, casi nunca compatible con el ejercicio del razonamiento.
El
nuevo estilo parlamentario es decepcionante por cuanto no trae aire fresco a
una institución anquilosada. Más bien se parece a quien ante una reunión que no
le place, decide arrojar una bomba fétida. Quien así se comporta no es un
innovador, es un gamberro, la cosa menos nueva del mundo.
Lo
que consigue el parlamentario que hace uso del insulto como recurso es que en
vez de fijarnos en las fechorías que quiere denunciar nos fijemos en su modo de
relatarlas, de tal manera que al final lo que se logra es que hablemos más de
su mal estilo que de lo que ha pretendido poner a la vista.
El
resultado no hace más que beneficiar a quien estaba acusado, que en vez de dar
cuenta de sus hechos, se puede presentar como víctima de los malos modos de
quien le acusa.
Es
justo la inversión del inteligente planteamiento de Francisco Silvela: puño de
seda en guante de hierro.
Ineficacia
y ruido.
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