Entre
las muchas novedades con que los distintos planes y ocurrencias de la
administración educativa han marcado mi trabajo durante los últimos años, una
de las más significativas ha sido la del cambio de edad de los alumnos que he
tenido frente a mí , entiéndase ese "frente" tanto en el sentido de
estar sentados frente a mí como en el de estar enfrentados conmigo.
Cuando
entré en este negocio, allá por el año 87, mi asignatura estaba enfocada hacia
el Bachillerato. Los alumnos de menor edad tenían 14 años. Poco a poco los
departamentos de Filosofía se fueron encargando de éticas, ciudadanías, valores
y demás artilugios con que la administración disimulaba su poco deseo de
resolver de una manera valiente y definitiva qué hacer con la asignatura de
religión. De profesores de una materia venerable aunque poco entendida pasamos
poco a poco a ser los suplentes de aquellos que no cursaban religión, eso sí,
con menos dotes lúdicas y menor capacidad de entretenimiento.
Hoy
día mis alumnos más jóvenes tienen 12 años, en algunos casos todavía 11. Me
cuesta adaptarme a unos niños a los que nunca pensé que tendría que dar clase,
dada la lejanía que mi formación inicial tenía respecto de tal chiquillería.
Me
sorprende su energía casi inagotable, su vitalidad, su falta de capacidad de
disimulo. Me desesperan a veces pero otras me provocan la risa a carcajadas,
risa que en mi caso siempre ha sido un poco escandalosa.
El
otro día un niño me dijo: "profe, a mí me gustaría ser un percebe".
No pude parar de reír durante un buen rato, tanto por la ocurrencia como por la
inocencia de la expresión.
Percebe
en español se refiere a un crustáceo pero también la usamos para referirnos a
una persona torpe o ignorante.
El
niño en cuestión se refería sin duda al primer sentido y valoraba sobre todo la
poca actividad que parece ejercer tal ser.
Ahí
se muestra la inocencia. La inocencia del niño tiene mucho que ver con la
objetividad exenta de connotaciones con que percibe un mundo casi siempre
nuevo. Lejos de él está la connotación que la palabra trae consigo.
Quizá
la inocencia sea eso: el imperio de la denotación y el desconocimiento de la
connotación.
La
denotación apunta al significado prístino. La connotación es una adherencia que
sólo se produce con el paso del tiempo, con la pérdida de la inocencia.
La
infancia es objetividad. La subjetividad viene después y tras ella, el mal
humor y la susceptibilidad.