Lo
más significativo de los momentos verdaderamente históricos consiste en que
quienes los viven realmente no saben la trascendencia de lo que está
aconteciendo. Es el famoso "sindrome de Fabrizio", llamado así por el
protagonista de la Cartuja de Parma, que, presente en la batalla de Waterloo,
no asiste a un cuadro épico sino a una incongruente sucesión de escenas ante un
campo de berzas, apenas combate y cuando por fin pasa el emperador, no advierte
su presencia confundiéndolo con un militar cualquiera.
En
los momentos históricos, "aquel momento" todavía no era aquel momento
que la historiografía fijará con los vívidos colores de un cuadro épico.
Estas
consideraciones tienen que ver con esta página del diario La Vanguardia, en la
que el corresponsal ante la Sociedad de Naciones en Ginebra da información
acerca de la solución de dos crisis gubernamentales en dos países europeos en
enero de 1933: la Francia de la Tercera República y la Alemania de la República
de Weimar. El corresponsal informa con honestidad y sobriedad acerca del
nombramiento de dos jefes de gobierno: el francés Édouard Daladier y el muy
reciente ciudadano alemán Adolf Hitler, concediendo la misma importancia a
ambos acontecimientos, lo cual se ve reflejado incluso físicamente en la
disposición de los titulares del diario. Francia y Alemania son dos potencias
de similar importancia y sus vicisitudes políticas deben ser atendidas con la
misma diligencia. Es más, en ese momento concreto, Francia, aunque en crisis,
es una potencia vencedora de la Gran Guerra, mientras que la joven república
alemana se siente humillada por la derrota y por las disposiciones del Tratado
de Versalles.
¿No
era sagaz el corresponsal al no advertir que no se trataba de dos crisis
políticas equiparables? Nosotros ya sabemos el final de la historia pero el
redactor la está viviendo y no hay nada en ese momento que le permita adivinar
la tragedia que está a punto de desencadenarse. Que Hitler es un demagogo
peligroso, el corresponsal lo sabe, pero razona con la esperanza de que una
cosa sean las bravatas del agitador que persigue el poder y otra su actuación
una vez instalado en el mismo.
En
apenas un mes, los comunistas serían encarcelados, los socialistas y
conservadores hostigados, empezaría a hacerse la vida difícil a los judíos. En
seis meses, quedarían proscritos todos los partidos políticos excepto el nazi,
así como las organizaciones sindicales. En un año, tras la muerte del anciano
presidente Hindenburg, Hitler acapararía todo el poder. El resto es historia
terrible y conocida que tendría su final en Berlín en abril de 1945 con un
escenario wagneriano de Ocaso de los
dioses.
El
redactor no se equivoca. Vive. Nadie es capaz de saltar por encima de sus
propios condicionamientos temporales.
Hoy
sabemos de la distinta importancia histórica de Daladier y de Hitler, pero en
el momento de la redacción de la noticia Daladier era ya un político
consolidado mientras que Hitler aparecía como un aventurero de futuro quizá
incierto, pero nadie habría podido prever las dimensiones bíblicas de la
tragedia por la que empezaba a deslizarse la civilización.
La
historia acontecida adquiere un aspecto pétreo de necesidad. Por ello nos
volcamos sobre ella con nuestro arsenal analítico de causas y consecuencias.
Sabido es que ni siquiera la omnipotencia divina podría hacer que lo ya
sucedido no haya acontecido. Sin embargo, esa contundencia determinista de lo
ya acaecido nos oculta la contingencia de lo que aún está sucediendo. La
historia sabemos cómo fue, pero podría haber sucedido de otra manera. Sólo lo
ya pasado es como es de forma necesaria pero ha llegado a ello de manera
contingente. El ascenso de Hitler fue todo menos inevitable. Muchos errores de
cálculo se cometieron para que un hombre así pudiera durante doce años marcar
el destino de la humanidad.
Las
crónicas periodísticas puede que no tengan el empaque académico que aportan los
historiadores tras investigar lo ya sucedido pero aportan por el contrario un
elemento de indeterminación e incertidumbre que no siempre se da entre los historiadores.
El periodista ha de dar cuenta de unos acontecimientos que en ese preciso
instante están sucediendo. No puede, por tanto, hacer deducciones precisas, si
acaso conjeturas más o menos fundadas. Esa imprecisión, que desde la
perspectiva académica puede ser calificada como un defecto, desde una
perspectiva más vital quizá nos aproxime mejor a la verdadera vivencia de unos
acontecimientos que no están fijados, no están escritos.
En
ocasiones, el relato histórico más concienzudo no es capaz de captar ese
elemento de indeterminación. Ello se refleja incluso en el distinto estilo de
las prosas del periodismo y de la historiografía. Los historiadores tienden a
abusar del recurso del futuro para hablar del pasado, en expresiones del tipo
"ello es lo que causará en última instancia....". Ese empleo del
futuro para referirse al pasado envuelve a este pasado de un determinismo que
no acierta a captar la esencial incertidumbre de toda acción humana.
A
nosotros, que ya sabemos el discurrir de la historia, nos sobrecoge la simetría
analítica y geométrica de esta página de La Vanguardia de enero de 1933.
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