Hace
ya bastantes años, en el tiempo en que yo era estudiante, se podía ver en una
calle del centro de Madrid próxima al rastro una pintada de gran tamaño escrita
en una pared que rezaba: “El hombre que no cree en Dios no es hombre”.
Siempre
me llamó la atención la profunda incoherencia de la frase, pues si admitimos
que el hombre que no cree en Dios no es hombre. ¿cómo puede haber algún hombre
que no crea en Dios, incluido aquel de la pintada al cual se le negaba la
condición humana?
La
pintada no es más que un caso curioso de algo mucho más grave: la irracionalidad
que toda lógica de la exclusión lleva consigo.
Cuando
negamos la condición humana a toda aquella persona que tiene una manera
distinta de ver la realidad a la que nosotros tenemos no sólo estamos atentando
contra el más elemental derecho a la libertad de pensamiento sino que estamos
partiendo de una lógica absurda. Podemos oponernos a los pensamientos de
alguien pero no debemos negar nunca la condición humana de aquel con el que
discrepamos. Si así hacemos, no sólo cerramos el ámbito de la convivencia sino
que ignoramos un hecho tan sencillo como el de que cuando descalificamos y
censuramos a alguien, hasta el punto de
negarle la condición humana, estamos en ese mismo momento reconociendo, aunque
de forma torpe, tal condición.
Está
claro que nadie censuraría a un perro o un gato por sus creencias. También está
claro que nadie censuraría a su vecino por tratar a su perro como a un animal.
El
hombre sí que puede tratar a sus semejantes como a animales, precisamente
porque no lo son. La historia está llena de ejemplos dramáticos de tal
barbarie, y no olvidemos que en el origen de tales desastres siempre se empezó
por negar la condición humana de aquellos que finalmente acabarían sucumbiendo
a la dominación de los fanáticos.
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