Un estado pacífico, respetuoso del orden internacional y
en buenas relaciones con sus vecinos sólo se diferencia de un estado belicoso,
irrespetuoso y gamberro en el mismo sentido en que el Teide se diferencia de
Etna: ambos son volcanes pero de uno de ellos no se tienen noticias de
erupciones desde hace años y el otro, por el contrario, entra en erupción con
periodicidad casi matemática.
Detrás de todo estado está la violencia como su
origen y última razón de existencia. Llamamos pacífico al estado que está ya
admitido con normalidad en la comunidad internacional y que, por tanto, no ha
de hacer exhibición de su fuerza. Llamamos violento a aquel estado que, en sus
relaciones con otros, y en especial, con sus vecinos, no duda en hacer uso de
todos los medios de defensa o ataque que a su disposición tiene para intentar
que prevalezcan sus intereses.
La violencia extrema con la que Israel responde a
sus enemigos es, dando por reconocida e injustificada la brutalidad de la
misma, un espejo que nos devuelve como actual la imagen de la violencia
olvidada, sedimentada, que está en la base como origen de la mayoría de estados
importantes hoy reconocidos y el horror que esa violencia provoca en la mayoría
de nosotros no es más que el reconocimiento del olvido de la violencia
originaria.
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