Mucha gente se ve tentada a alabar el comportamiento de
ciertos personajes públicos señalando como mérito de los mismos que siempre
dicen lo que piensan.
No se puede negar un valor cierto a quienes así se
manifiestan: el de la sinceridad. Pero la sinceridad, al igual que la
coherencia, es un valor secundario, instrumental. Se puede ser sincero y decir
cosas absurdas e incluso reprobables. Se puede ser coherente con
comportamientos nefastos ( ¿Alguien más coherente que un terrorista que cumple
sus amenazas? ).
No hay, por tanto, que rechazar sin más a quien dice
lo que piensa pero sí que hay que pedir que se piense lo que se dice. El rigor
del pensamiento ha de merecer siempre una alabanza mayor que el simple aplauso
que merece quien no oculta su manera de pensar.
Mi lucha de Hitler es uno de los libros más sinceros que se
han escrito y la actuación posterior de su autor una de las más coherentes,
pero ello no va a llevar a ninguna persona con un mínimo de juicio a alabar al
creador de tal libro por ello.
Decir lo que se piensa es necesario pero lo es aún
más pensar lo que se dice.
La extraña fascinación que en estos tiempos se tiene
hacia quien dice lo primero que pasa por su cabeza es un síntoma de la época:
el gesto nos parece superior al pensamiento. Quien tenga más habilidad
para decir lo que le interesa, quien lo presente bajo un envoltorio de
sinceridad y espontaneidad se verá realzado frente a quien se atenga más bien
al contenido de lo que quiere decir.
Muchos personajes públicos tienen cierto aprecio porque
se dice de ellos que van de frente. Más parece juicio de admiración
hacia la bravura de un animal que de estimación de un correcto pensamiento.
No se trata de ir de frente, se trata de pensar
con rectitud.
Salvo que confundamos, como entre nosotros es por
desgracia frecuente, el pensar con el embestir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario