Cuenta el padre Dionisio Vázquez, y siguiéndole a él la
mayoría de biógrafos, en su Historia de
la vida del padre Francisco de Borja
( 1510-1572 ) cómo éste, siendo aún relevante miembro de la corte del
emperador Carlos V, cumplió con el doloroso encargo que este último le
encomendara de acompañar los restos mortales de la fallecida emperatriz Isabel
desde Toledo hasta su entierro en la catedral de Granada y cómo Francisco de
Borja, para cumplimentar el trámite legal
de certificar que el cuerpo que se entregaba era efectivamente el de la difunta
emperatriz, se vio precisado a abrir el
féretro. Cuando Francisco de Borja constató el grado de descomposición que
mostraba un rostro del que todo el mundo había admirado su belleza tomó la
resuelta decisión de nunca más servir a
señores que se le pudieran morir.
La amarga reflexión que el entonces Marqués de Llombay formulara ante el triste
espectáculo de la corrupción de la carne se fue transformando por efecto de la
transmisión oral hasta alcanzar expresiones más patéticas, siendo la fórmula
más consagrada aquella de nunca más
servir a señores que en gusanos se convierten.
Fuera cual fuese la expresión que el marqués empleara en
aquel momento, el hecho cierto es que se trata de un ejemplo clásico de
reflexión acerca de la fugacidad de los bienes terrenales vertido claramente en
un lenguaje señorial, propio de quien pertenecía a un importante linaje
aristocrático, el de los Borja, el mismo que en Italia fue conocido como el de
los Borgia.
Francisco de Borja, Marqués de Llombay, Duque de Gandía,
virrey de Cataluña, había estado desde su mocedad al servicio del emperador y
más en concreto al servicio de la emperatriz Isabel. Participó en todas las
misiones que le encomendó el césar, tanto en la Corte como en la milicia. En
brazos de Francisco de Borja muere el
poeta y caballero Garcilaso de la Vega de resultas de una herida sufrida en
Francia, en las inacabables guerras entre Carlos V y Francisco I.
Garcilaso de la Vega. |
El cambio de vida al que se vio abocado Francisco de Borja estaba decidido, aunque su puesta
en práctica tuviera que demorarse durante un tiempo. No era libre de alterar su
situación personal y dedicarse al servicio de la Iglesia dada su condición de
casado con una dama portuguesa, Leonor de Castro, con la que había tenido ocho
hijos. A partir de cierto momento ambos cónyuges llegaron al acuerdo de no
hacer vida marital y guardar la más estricta castidad. Sólo la muerte de su
mujer le permitió llevar hasta el último extremo su compromiso de dedicar a
Dios el resto de los días que le quedaran de vida.
Francisco de Borja cedió sus estados patrimoniales de Gandía
a su hijo primogénito Carlos y se consagró a la Iglesia, ingresando en la Compañía de Jesús, recientemente fundada
por otro hombre de armas, Ignacio de Loyola.
La decisión tomada por quien acabaría siendo Prepósito
General de la Compañía de Jesús, y que en el siglo XVII subiría a
los altares como San Francisco de Borja se inscribe en una tradición
que, si no seguida de manera habitual. tampoco era rara en los ambientes cortesanos
de la época. El propio señor temporal a
quien sirvió, el emperador Carlos V, cedió sus estados patrimoniales así como
la corona del Sacro Imperio en los años finales de su vida y departió en
su retiro de Yuste con Francisco de Borja cuando ya este era un miembro
destacado de la Compañía de Jesús y el viejo emperador se había reducido
a su condición de particular, si bien conservando su enorme influencia.
La contraposición entre la fugacidad de los bienes
materiales y lo imperecedero de los espirituales se inscribe en una larga
tradición cristiana sostenida en su trabazón teórica por la tradición
filosófica del platonismo.
También constituye un lugar clásico el hecho de la
conversión personal o la decisión de imprimir un giro radical a la propia vida.
Las personalidades que se comportan de tal manera tienen en Saulo y su
conversión en un nuevo hombre, Pablo, un caso paradigmático.
Agustín de Hipona, en sus Confesiones describe de manera muy personal y rozando los límites
del lenguaje la zozobra interior previa a la conversión definitiva. También San
Agustín se afanó en la distinción entre dos ciudades.
Lo más significativo en la decisión de Francisco de Borja de
cambiar de señor al que servir es lo que denota como síntoma más que lo que
explícitamente contiene de compromiso. Toda la meditación interior está
comprimida en una fórmula que se inscribe de lleno en el ámbito de la
mentalidad aristocrática de quien así se pronuncia, mentalidad que, nunca
cuestionada, acompañó a Francisco de Borja en su segunda navegación como hombre de iglesia.
Cardenal Mendoza. |
La unión en un mismo hombre de las cualidades de la milicia
y el servicio a la Iglesia en sus más altas jerarquías es un hecho frecuente en
los siglos XV y XVI. En España tenemos un caso paradigmático en la figura del
arzobispo de Toledo Carrillo, muy presente en las disputas dinásticas que
surgieron en torno a la sucesión en el trono de Castilla de Enrique IV. También
el cardenal Mendoza está adscrito al mismo linaje de prelados aristocráticos.
Un hombre nuevo,
el cardenal Ximénez de Cisneros, no desdeñó las empresas bélicas, partiendo en
su caso de un rigorismo no proveniente de la mentalidad militar y aristocrática
sino de una estricta observancia de la religiosidad franciscana.
Cardenal Cisneros. |
En el marco europeo es digna de ser reseñada la personalidad
del papa Julio II, de la familia Della Rovere, en primer plano tanto en el
altar, en el mecenazgo de las artes así como al frente de las tropas. Los papas
León X y Clemente VII, ambos de la familia Medici aunaron su misión
pontificia con sus particulares intereses, bastante profanos, por otra parte.
El caso de Francisco de Borja se asemeja en algunos aspectos
pero difiere de manera notable en otros respecto de estos ejemplos.
Tiene hijos, como el cardenal Mendoza, pero nunca se ufanaría,
como este último, de presentarlos en sociedad como pecados de juventud.
Los hijos son consecuencia natural de su anterior compromiso.
En Francisco de Borja se da la vocación militar y la
religiosa, pero ambas separadas por un acto consciente de renuncia a su
anterior estatus. Cuando decide entrar en el sacerdocio, lo hace en la
nueva orden de la Compañía de Jesús, renunciando a otras con más
tradición, como los franciscanos.
En Francisco de Borja se dan dos estilos de vida, pero
separados, nunca coincidentes. En su caso no hay lugar para el escándalo de la
incoherencia, paradigmático de muchos prelados del Renacimiento. El asombro
viene dado por la renuncia a los llamados bienes temporales de un hombre
de su posición. En Francisco de Borja no hay hipocresía o cinismo, más bien
asistimos a un itinerario personal, conscientemente asumido. Carrillo o
Mendoza, con su contraste entre su ministerio y su modo de vida nos resultan
atractivos como paradigmas de una época. Su atracción es la de quienes
nos muestran una forma de actuación escandalosa pero usual. Francisco de Borja
no se nos muestra con la luminosidad de un paradigma sino con la
severidad de un ejemplo. En su manera de vivir hay más coherencia
pero tal coherencia se impone más con
la fuerza de lo admirable que con el destello de lo escandaloso.
Lo destacable del itinerario de Francisco de Borja reside en
que tanto en su primera vida como hombre de corte como en su segunda como
destacado miembro de la Compañía de Jesús mantiene un mismo tipo de mentalidad,
la del vasallo que sirve a su señor, en un caso con sus armas y en otro con sus
oraciones; en un caso como soldado del emperador y en otro como soldado de
Cristo; en un caso como servicio a lo terrenal, en otro como servicio a lo
divino.
En Francisco de Borja se da un giro vital pero en lo más
hondo de su ser no se da un cambio de mentalidad. Su actitud fue siempre la de
alguien que creía firmemente en los ideales cortesanos, si bien estos ideales
fueron servidos desde dos órdenes distintos. Borja transitó del mundo de los
que luchan hacia el mundo de los que rezan, pero nunca discutió
el marco social dentro del cual transcurrió su trayectoria. Describió con su
vida un itinerario personal con una cesura de trascendencia entre un modo de
vida y otro, pero no removió con su actitud ninguno de los cimientos de una
sociedad cuyas estructuras nunca discutió.
El plástico lenguaje con el que se expresa la diferencia
entre señores que se mueren y Señor que nunca muere y la
coherente decisión de servir a este último dota a su determinación de un
carácter de cálculo, que no por estar vertido hacia lo divino pierde su
carácter de tal. Borja sirve a un señor que no muere y que, por otra parte,
tiene una capacidad de recompensar inconmensurable con la de cualquier señor
temporal. El servicio a ese nuevo señor puede ser recompensado con bienes
eternos. El deservicio, que es como se denominaba en la época al hecho
de no haber servido bien o haber incurrido en desgracia ante el señor, puede
ser a su vez castigado de una manera que el más potente de los reyes terrenales
no tendría nunca a su alcance.
La diferencia entre el vasallo y el señor es la diferencia
entre la criatura y el creador, una diferencia infinita y una incapacidad
constitutiva de merecer los bienes que del nuevo señor se obtengan de no mediar
la gracia. Penitencia y oración son los solos medios que quedan al
alcance del vasallo para tratar de obtener el premio de la salvación. El
ejercicio y la acción no garantizan nada ante la omnipotencia divina. Calvino no
está tan lejos como parece. Pelagio y Agustín apelan al mérito y a la gracia.
Los protestantes se inspiran más en Agustín. Los católicos oficialmente
también, pues Agustín es uno de sus padres y Pelagio es un heterodoxo, pero,
religión romana al fin, no deja de estar presente un fondo de cálculo y mérito
que si no puede forzar a Dios en su decisión, nos puede consolar al hacernos
creer que seriamos dignos de merecer su gracia.
Francisco de Borja fue el soldado de un nuevo ejército, el
de la Compañía de Jesús, puntal de una nueva batalla librada esta vez no
entre reyes o nobles en pos de ventajas terrenales sino contra otro ejército,
el del protestantismo. El nuevo objetivo será el de la conquista de las mentes
y el nuevo campo de batalla será el de la educación. La virtud moral por
excelencia será la de la prudencia, pero en un sentido moderno, el del
cálculo, la cautela y la astucia.
En Francisco de Borja, como en Ignacio de Loyola, está
todavía grabado el sello del Renacimiento con la indudable fuerza de su
grandeza. En sus sucesores ese cálculo, cautela y astucia se acabaron
imponiendo hasta llegar a las adaptaciones interesadas de la casuística, en un
laberinto de casos, excepciones, distinciones y particularidades tan barrocas
como la nueva era que se estaba alumbrando.
El impacto visual que supuso para Francisco de Borja la
contemplación del desfigurado rostro de la emperatriz es el prolegómeno de la
imaginería de la estatuaria religiosa del siglo XVII. En su mente lo eterno no
trascendió nunca los límites de una materialidad imperecedera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario