Tengo un recuerdo de mis años de
estudiante de instituto que refleja el machismo dominante en el ambiente y en
nuestras expresiones.
Cuando un profesor nos resultaba
enojoso, ya fuera por su exigencia académica o por la excesiva disciplina que
nos imponía, solíamos decir de él que era un cabrón. Si en vez de un profesor
era una profesora el objeto de nuestros odios, de ella no decíamos que era una
cabrona sino que estaba amargada.
Un hombre podía ser sin duda un
cabrón, pero de una mujer la única explicación que podía justificar su forma de
actuar era, sin discusión, la amargura que la dominaba.
Las referencias eran: "el de
física es una cabrón", "la de ciencias está amargada".
Si elevábamos el grado de nuestros
calificativos decíamos algo así como "el de física, el muy cabrón", y
en esta forma de expresión se mezclaba tanto el temor que nos inspiraba como
una cierta admiración ante su capacidad de tener a raya a unos salvajes como
nosotros.
El paralelismo no se mantenía en el
caso de la mujer. No decíamos "la de naturales, la muy amargada" sino
que en vez de esto surgía una mucho más despectiva alusión: "la de
naturales, la muy puta". Aquí no había posibilidad de ver ningún tipo de
elogio.
El progreso de las costumbres ha
traído entre otras novedades una mayor igualdad en lo que a dicterios se
refiere, de tal manera que ya no existe la machista separación entre cabrones y
amargadas, siendo tal segregación sustituida por una mucho más igualitaria
ponderación en la que cabrones y cabronas compiten en igualdad de condiciones
en el favor de sus jóvenes oyentes, que no admiradores.
Esta es la reflexión de un servidor,
al fin y al cabo un cabrón amargado.
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