Se cumplen hoy treinta años desde que
me licencié del Servicio Militar en la Academia de Artillería de Fuencarral.
La "mili", como
popularmente era denominado el Servicio Militar, supuso en mi caso un tiempo de
13 meses repartidos entre el campamento de instrucción de Colmenar Viejo, donde
estuve cuarenta días, y el destino definitivo en la citada academia.
Recuerdo como si fuera hoy el
recibimiento que tuvimos los reclutas recién incorporados cuando nos bajamos
del tren en la estación de Colmenar. Los soldados de la Vigilancia Militar,
encargados de encuadrarnos, nos proferían todo tipo de gritos e insultos.
" ¡Maricones, hijos de puta, os vais a enterar!."
El camión encargado de recogernos en
la estación no apareció nunca. Menester fue iniciar a pie, con nuestros petates
a cuestas, la pesada ascensión que desde la estación nos dirigía hacia
Al llegar al CIR ( Centro de
Instrucción de Reclutas) ya estaba cerrado el servicio de cocina y se nos
repartió a cada uno de los reclutas una salchicha por todo alimento.
Pesadas colas hubo que guardar
durante toda la tarde para cumplimentar la información necesaria para proceder
a nuestro encuadramiento.
Los cuarenta días de campamento lo
fueron de tedio, tristeza y embrutecimiento. Tareas absurdas, prisas para no ir
a ninguna parte, gestos ridículos que había que realizar de manera mecánica.
Un instructor catalán llamado Jordi,
firmemente partidario de la independencia pero fiel obediente al ejército en el
que estaba encuadrado, me dio en una ocasión una patada en los riñones para
corregir mi errónea postura a la hora de realizar el tiro con el CETME, fusil
de asalto que pesaba de manera considerable.
Mandos estúpidos, y entre los más,
los oficiales universitarios, nos daban órdenes con jactancia y desprecio.
El capitán de nuestra compañía era de
una especie ya desaparecida de nuestro ejército: un hombre de campo que se
había reenganchado y que tras nuestra jura fue ascendido a comandante. Un
"chusquero", como se decía antes. No era un hombre de gran
preparación pero a su vez, tenía la dignidad de no ocultar lo humilde de sus
orígenes, lo que lo hacía más respetable que alguno de sus subordinados, como su
alférez, un biólogo que había llegado a ese grado como
culminación de las Milicias Universitarias, de una jactancia y estupidez que
raramente se mostraban en los mandos auténticamente profesionales.
Un recuerdo que guardo del periodo de
instrucción en Colmenar fue cuando, encargado de llevar la sopa a un recluta
enfermo, como quiera que se me derramara algo del contenido de recipiente, se
me dijo que como se me volviera a derramar, lo recogería con la lengua.
No había piedad para el torpe. Todos
éramos llamados por nuestro número. Yo era el 79. Desde un principio hubo un
recluta, el 221, que destacó por su torpeza. Fue sometido a todo tipo de
vejaciones. Aún lo recuerdo dando vueltas hasta la extenuación alrededor del
campo de instrucción, al trote y con el fusil en alto, como castigo por alguna
de sus infinitas equivocaciones a la hora de realizar la instrucción.
Frío, sed y cansancio. Las horas de
sueño nunca se aprovechaban hasta el final. El nerviosismo provocaba que
siempre despertáramos antes de que se encendieran las luces y hubiera que
vestirse a la carrera para formar al toque de diana.
Los cuarenta días culminaron con el
acto de Jura de bandera y el posterior permiso de ocho días, motivo de gran
alegría para todos nosotros.
Cuando, tras el permiso de jura, me
incorporé a mi nuevo destino en la Academia de Artillería de Fuencarral, me
pareció que me encontraba en un lugar menos desagradable que el centro de
instrucción de Colmenar. Con todo, hubo que pasar quince días en una unidad
de instrucción, periodo que culminó con una marcha de varios kilómetros y una
noche de lluvia en una tienda de campaña, todo ello denominado con la ridícula
expresión de "operación de endurecimiento del personal". Pasado este
periodo, cada uno de los artilleros fuimos destinados a una batería.
Las novatadas formaban parte del
mecanismo de sometimiento de la voluntad a la arbitrariedad de quienes las fomentaban. No tengo hoy dudas de que las vejaciones a las que eran sometidos
los nuevos artilleros por parte de los más veteranos eran de sobra conocidas
por los mandos más inmediatos, que dejaban hacer pues los más veteranos, bajo
la excusa de la broma, fomentaban el espíritu de obediencia a cualquier cosa
que se nos ordenara, por ridícula y absurda que fuera. Fui objeto de bromas, si
bien he de decir que en mi caso nunca excedieron de lo admisible, si es que
puede entenderse por tal tener que hacer las gracias que a la fuerza se nos
imponían. Aparte de desfilar con una escoba y tener que contar algún chiste (
habilidad con la que los dioses no me han obsequiado ) no tuve que realizar más
excentricidades. Pagué, al igual que mis compañeros de reemplazo, mil pesetas a
los más veteranos.
Dentro de lo que cabe tuve suerte
pues, sin contactos con el mundo militar y sin "enchufe", no tuve un
mal destino.
Me encargué de la transmisión por
radio y, como otros compañeros con título ( me había incorporado tras finalizar
los estudios)me encomendaron las clases para aquellos compañeros que no tenían
el graduado escolar. Fueron mis primeras clases y en ellas me ocupaba un poco
de historia, lengua y lo que en general era conocido como "sociales".
El puesto de profesor otorgaba algunos privilegios, y el más provechoso de
ellos era que hacíamos muchas menos guardias que nuestros compañeros. La
atención de mis alumnos de entonces era más intensa que la de algunos de los
que tengo hoy día.
El tiro de fusil y el propio de las
piezas de artillería me desagradaban en extremo. El fusil lo disparábamos en el
monte del Palancar. Mi única preocupación era contar los disparos y estar
seguro de haber vaciado el cargador. Las maniobras con las piezas eran pesadas
para mis compañeros puesto que yo me limitaba a transmitir por radio lo que me
ordenaban.
En una ocasión nos trasladamos a
Segovia con las piezas para un ejercicio. Al disparar las mismas prendimos
fuego a unas boñigas de vaca, material altamente combustible. Para sofocar lo
que amenazaba con convertirse en el incendio forestal con origen más ridículo
fue necesario pisotear durante un buen rato las boñigas, de manera parecida a
como se pisoteaba la uva.
Aunque Franco llevaba por entonces
una década bajo la lápida del Valle de los Caídos, una extraña ficción jurídica
hacía que aquel figurara encabezando los escalafones de los tres ejércitos.
La mentalidad de los mandos era
franquista en su mayoría, aunque pocas veces se nos hacían recomendaciones de
tipo político. La más explícita ocurrió cuando se realizó el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN.
Esa convocatoria nos vino muy bien pues se nos permitió ir a casa a votar. Los
consejos para que votáramos "sí" fueron más que explícitos. Con todo,
nosotros votamos lo que nos dio la gana, que dado el cariño que sentíamos hacia
lo militar, se puede deducir con facilidad qué fue.
Maltrato de palabra lo pude ver en
muchas ocasiones. Maltrato de obra sólo en una, cuando un subteniente de cocina
propinó un bofetón a un artillero, nadie sabe por qué.
Para los que tienen la manía de
dividir la vida en experiencias, el servicio militar sin duda lo era. Para
quienes, como yo, no dividen la vida en experiencias sino en aconteceres, el
servicio militar fue algo por lo que tuve que pasar y nada más. Sin duda viví
momentos intensos, duros pero también gratos. Intenté no amargarme sino tratar
de pasar de la mejor manera aquella situación.
El mundo militar supone un marco
cerrado en el que se dan de manera pura, sin restricciones, los mecanismos de
mando y obediencia.
La relación con los compañeros es
también distinta a la de cualquier otra situación, pues quien más, quien menos,
se encuentra en un terreno en el que lo que predomina es el desamparo y la
indefensión. Ello hace que se dé lo mejor y lo peor de cada uno.
Los jóvenes de hoy no pasan ya por la
experiencia militar. Los universitarios están acostumbrados a viajar y estudiar
en el extranjero. Los no universitarios también están acostumbrados a ir al
extranjero a buscar trabajo.
El Ejército de hoy es muy distinto al
de entonces. La sociedad lo es sin duda.
En aquellos años existía
políticamente el problema militar. Hoy hay otros problemas, pero el Ejército se
ha convertido en lo que siempre debió ser, el gran mudo.
Los asuntos políticos conciernen a la
sociedad y, salvo algún nostálgico, nadie piensa en el Ejército como solución a
los problemas políticos.
Algo hemos avanzado.
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