Una característica de la política
española se puede observar en la manera que tienen los distintos presidentes de
gobierno de abandonar el poder.
Cada uno de ellos lo ha hecho de
distinta forma pero casi todos con dosis
más o menos intensas de traumatismo.
El primer ejemplo del que tengo
constancia, por haberlo vivido y recordarlo perfectamente, es el del almirante
Carrero Blanco. En su caso, la carga explosiva que ETA dispuso bajo la calzada
de la madrileña calle de Claudio Coello provocó que su coche fuera lanzado a
una altura de seis pisos para terminar alojado en un patio interior de la
iglesia de los jesuitas de la calle Serrano. Aquella lluviosa mañana de
diciembre de 1973 no sólo acabó su vida el almirante Carrero sino que la bomba
fue no sólo explosiva sino informativa y política. Era todo un mundo inmóvil y
pétreo el que desaparecía con la muerte de aquel hombre de aspecto gris, sobrio
y austero en lo personal, pero perteneciente a un mundo de ideas cada vez más
alejado de la evolución de la sociedad española.
Su sucesor en la presidencia del
gobierno, Carlos Arias Navarro, fue el último presidente de Franco y el primero
de Juan Carlos. Hombre de lealtad personal al primero y más bien institucional
al segundo, nunca se sintió a gusto en su cargo. Considerado demasiado
"aperturista" por los más apasionados partidarios de Franco, apareció
por el contrario como excesivamente timorato en el momento en que, bajo el rey Juan Carlos, se
abrió un proceso de reformas. Cuando quería ofrecer una imagen de energía más
bien se mostraba enfadado y nervioso. No transmitía autoridad sino inseguridad pues su forma de hablar en tales ocasiones se plasmaba en
alzamiento de voz, señal siempre de falta de dominio de la situación.
Su abandono del poder, formalmente
una dimisión, fue en realidad un cese por parte del rey Juan Carlos. El
escenario elegido por este último, un despacho que utilizaba su abuelo Alfonso
XIII en el Palacio de Oriente, no dejaba de evocar una situación histórica
parecida, puesto que en 1909, tras la crisis provocada por los acontecimientos
de la Semana Trágica de Barcelona y el fusilamiento de Francisco Ferrer
Guardia, cuando la impopularidad del jefe de gobierno de la época Antonio
Maura, amenazaba con salpicar la del propio Alfonso XIII, este último provocó
una situación hasta entonces nunca dada: aceptó una dimisión que Maura nunca
había presentado. Al entrar el político mallorquín en el despacho regio para
tratar asuntos rutinarios el rey Alfonso le dio un fuerte abrazo y le dijo: muchas
gracias, Antonio, por tu gesto patriótico. ¿ Qué te parece Moret como sucesor?.
Parece que a Don Antonio no le agradó en exceso el movimiento del monarca.
Arias, buen conocedor de esta historia,
la evocó con sus amigos más íntimos la misma tarde de su cese. El presidente
les dijo a sus amigos: el rey me ha "borboneado".
El sucesor de Arias, Adolfo Suárez,
fue recibido por gran parte de la opinión como una incógnita. Suárez era un
hombre joven que procedía del Movimiento. Sin una gran formación pero con una
indudable intuición, supo captar bien el camino por el que debían hacerse
reformas si se quería que la Monarquía tuviera un asidero firme. Bajo su primer
gobierno se aprobó la ley para la Reforma política y se legalizaron todos los
partidos políticos, incluido el Partido Comunista. Los partidos republicanos
todavía no fueron legalizados pero sí pudieron presentarse bajo otras siglas en
las primeras elecciones democráticas, el 15 de junio de 1977.
A partir de aquella fecha Suárez
siguió en la presidencia pero ya no por designación personal del rey sino como
ganador de las elecciones. Fue en este segundo periodo cuando se acordaron los
pactos de la Moncloa y se aprobó la Constitución de 1978.
Tras ganar las elecciones de marzo de
1979 Suárez se convirtió en el primer presidente constitucional. A partir de
aquel momento su estrella comenzó a declinar. El hombre que se había manejado
con habilidad en el momento del cambio de régimen nunca se adaptó a los modos y
maneras del sistema constitucional que tanto había contribuido a crear. Se
mostraba incómodo en las comparecencias ante el Parlamento.
Suárez sufrió una doble oposición: la
del partido socialista, muy contundente pero en cierto modo natural, y la de
los suyos, que fue la más dañina. Suárez encabezaba un conglomerado, la UCD,
cuyos votos procedían básicamente del electorado de centro-derecha, pero
ciertas decisiones le acercaban a posiciones de centro-izquierda que a su vez
ya estaban formalmente cubiertas por los socialistas.
La pérdida de confianza de los suyos
y, probablemente, del propio rey, provocaron su dimisión en enero de 1981. El
inmediato intento de golpe de estado del 23 de febrero le sorprendió en el
Parlamento como presidente en funciones, comportándose con una gallardía y
valentía que nadie pudo poner nunca en duda al no arrojarse al suelo durante el
tiroteo que se produjo en el hemiciclo, al igual que hizo su vicepresidente,
general Gutiérrez Mellado.
El siguiente presidente, Leopoldo
Calvo Sotelo, fue quien tuvo una salida menos traumática del cargo. Estuvo poco
tiempo en el mismo y cubrió una etapa de transición hasta la llegada al poder
de los socialistas con Felipe González al frente en 1982.
González, que estuvo en el poder 14
años, de 1982 a 1996, tampoco tuvo una salida tranquila. Los escándalos de
corrupción que estallaron durante los últimos años de su mandato unidos a
episodios oscuros como la denominada "guerra sucia" contra el
terrorismo hicieron de sus tres últimos años un auténtico calvario.
José María Aznar, que permaneció ocho
años en el poder, de 1996 a 2004, también salió de manera traumática del cargo.
En el caso de Aznar ocurrió un hecho nunca visto y difícilmente repetible:
perdió unas elecciones a las que nunca se había presentado.
Aznar sostuvo siempre que su intención
era la de permanecer sólo durante dos mandatos en el poder. Fiel a su promesa,
no se presentó a las elecciones de 2004, designando en su lugar a Mariano
Rajoy. Los atentados del 11 de marzo de 2004 y la pésima gestión de la
información acerca de los mismos provocó un vuelco en el electorado que dio la
victoria al socialista Zapatero. Aznar vivió la derrota de Rajoy como una
derrota personal.
El socialista Zapatero estuvo al
frente del gobierno de 2004 a 2011. Durante su segundo mandato comenzó la
crisis global que acabó afectando a España de una manera fortísima, con una
caída brutal del empleo y un descontento generalizado. Zapatero vivió sus
últimos años en la Moncloa como un náufrago que aplicaba políticas en las que
no creía para paliar una crisis que se negó mucho tiempo a reconocer,
llamándola "desaceleración", como si el cambio en las palabras
pudiera suponer un alivio en la realidad. No dejaba de ser una actitud infantil
rayana en el pensamiento mágico.
El actual presidente, Rajoy, ganó sus
primeras elecciones, tras dos derrotas previas, por mayoría absoluta. Tras
agotar la legislatura y celebradas las elecciones en diciembre de 2015, estuvo
al frente de la candidatura más votada, pero sin apoyos suficientes para
gobernar.
De Rajoy no se puede decir que haya
abandonado el poder de manera traumática porque todavía sigue, en funciones, al
frente del gobierno.
Ha estado durante cuatro años
dirigiendo el gobierno como si no estuviera. Ha evitado comparecer ante la prensa
en la medida de lo posible y cuando lo ha hecho no ha respondido con claridad a
las preguntas.
El estilo de Rajoy no se parece al de
ninguno de sus predecesores. Recuerda al de esos equipos de fútbol que esperan
atrás con paciencia hasta que el adversario comete un error, momento en el que
lanzan un contraataque y a veces hasta ganan el partido.
Gallego de Pontevedra, no es que
cumpla aquel dicho de que si encuentras a un gallego por una escalera no sabes
si sube o si baja. En su caso hay algo más: no sabes si entra o sale. Cuando
acababa de entrar, parecía, por su displicencia, que estaba a punto de salir.
Ahora, cuando se piensa que está a punto de salir, quizá esté a punto de entrar
para largo tiempo.
Rajoy ha hecho de la inactividad un
arte. Tiene sus seguidores, que alaban su "manejo de los tiempos".
Difícilmente tendrá admiradores, pues su forma de conducirse no los necesita y
hasta podrían serle perjudiciales.
La admiración y el entusiasmo no se
dan sin intensidad y el secreto de Rajoy es el de apoyarse en la falta de la
misma, en la falta de entusiasmo. No necesita que nadie le quiera. Sólo precisa
que nadie le moleste.
Rajoy es el presidente de una
sociedad desmovilizada y con atonía.
En el fondo, si pudiera, Rajoy es de
esas personas que ante una pregunta sobre política dirían sin ningún problema:
yo de política no entiendo.
Quizá sea el que más sepa. O no.
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