miércoles, 25 de mayo de 2016

PROGRAMACIONES ESCOLARES.

Los programas de las asignaturas guardan cierto parecido con las viejas radios de mi niñez y con el velocímetro de mi primer coche, un dos caballos.
Si alguien pudiera cumplir de verdad lo prometido en la programación saldrían los alumnos con una sabiduría ante la que palidecerían los siete sabios de Grecia y todos los sabios que en el mundo han sido.
Las viejas radios permitían que en el dial uno moviera la aguja para sintonizar con ciudades como París, Roma o Berlín, cuando lo cierto era que se pusiera donde se pusiera la aguja sólo se escuchaba la emisora local, a veces con dificultad.
Mi velocímetro indicaba una velocidad máxima de 160 kilómetros por hora, pero apenas ponía mi vehículo a 90 las vibraciones eran tales que daba la sensación de que el coche se iba a descomponer ( cosa, por cierto, que acabó sucediendo el día en que tras tirar del freno de mano me quedé con este en la mano haciendo real en su literalidad su nombre).
Las programaciones están llenas de objetivos ambiciosos, espíritu crítico, capacidad de análisis, conocimiento pormenorizado de los detalles, pero a la hora de la verdad pasa como con la radio o el coche: no oyes nunca la emisora de Roma o Berlín y tampoco pasas nunca de 90.
Bonitas quedan, eso sí, al igual que hacía mucha ilusión ver lo de París o Roma y lo de 160.
A los inspectores también les hace ilusión. Que el coche no corra les da igual pero no se te ocurra decir que el coche no corre porque entonces te martillearán hasta que digas que sí, que corre mucho.
Si alguien se siente satisfecho con que en su velocímetro aparezca la velocidad de 160, tampoco hay que disgustarle. Cada uno es feliz con lo que quiere o puede.


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