Los programas de las asignaturas
guardan cierto parecido con las viejas radios de mi niñez y con el velocímetro
de mi primer coche, un dos caballos.
Si alguien pudiera cumplir de verdad
lo prometido en la programación saldrían los alumnos con una sabiduría ante la
que palidecerían los siete sabios de Grecia y todos los sabios que en el mundo
han sido.
Las viejas radios permitían que en el
dial uno moviera la aguja para sintonizar con ciudades como París, Roma o
Berlín, cuando lo cierto era que se pusiera donde se pusiera la aguja sólo se
escuchaba la emisora local, a veces con dificultad.
Mi velocímetro indicaba una velocidad
máxima de 160 kilómetros por hora, pero apenas ponía mi vehículo a 90 las
vibraciones eran tales que daba la sensación de que el coche se iba a
descomponer ( cosa, por cierto, que acabó sucediendo el día en que tras tirar
del freno de mano me quedé con este en la mano haciendo real en su literalidad
su nombre).
Las programaciones están llenas de
objetivos ambiciosos, espíritu crítico, capacidad de análisis, conocimiento
pormenorizado de los detalles, pero a la hora de la verdad pasa como con la
radio o el coche: no oyes nunca la emisora de Roma o Berlín y tampoco pasas
nunca de 90.
Bonitas quedan, eso sí, al igual que
hacía mucha ilusión ver lo de París o Roma y lo de 160.
A los inspectores también les hace
ilusión. Que el coche no corra les da igual pero no se te ocurra decir que el
coche no corre porque entonces te martillearán hasta que digas que sí, que
corre mucho.
Si alguien se siente satisfecho con
que en su velocímetro aparezca la velocidad de 160, tampoco hay que disgustarle.
Cada uno es feliz con lo que quiere o puede.
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