No
es de ahora, de estos días de crisis, de donde viene el desinterés del público
por la discusión parlamentaria. Esta falta de interés se produjo ya desde poco
después que en España se volviera a instalar el régimen parlamentario.
En
contra de la idea generalmente aceptada, España se incorporó pronto a la
evolución constitucional del siglo XIX. Dejando a un lado esa revolución in vitro que supuso el
movimiento constitucional en Cádiz culminado en 1812 y tempranamente abortado,
a partir de 1834 con el Estatuto Real de Martínez de la Rosa, la idea de un
régimen en el que la deliberación es fundamental para forjar la ley se
consolidó. Cosa distinta es la veracidad y profundidad con que las asambleas se
establecían, pero el principio básico de la deliberación se mantuvo a lo largo
del siglo XIX. Con dicho principio también quedó establecido el de la
publicidad de las deliberaciones.
Rafael del Riego |
Cuando
hacia la mitad del siglo XIX un hombre como Bravo Murillo pretendió con sus
reformas constitucionales cercenar dichos principios provocó la oposición clara
y contundente en todos los sectores, desde los más abiertamente demócratas
hasta los liberales más moderados, incluído un hombre como Narváez.
Si
bien el sufragio estaba restringido y falseado, lo cual no permitía una representación
auténtica, la vida parlamentaria era bastante agitada y apasionada. Había que
tener grandes dotes como parlamentario para poder abrirse paso en una carrera
política, y entre esas dotes figuraba en primer lugar el don de la palabra. Las
discusiones requerían capacidad oratoria para poder articular un discurso y
agilidad para la respuesta. El uso de papeles para leer era siempre un signo de
debilidad y una confesión de falta de cualidades para la acción parlamentaria.
Francisco Martínez de la Rosa |
¿Cómo
se explica que con un sufragio falseado y restringido la actividad
parlamentaria tuviera con todo vivacidad y fuera seguida con pasión?
Es
difícil dar una respuesta exacta pero probablemente la debilidad de los
partidos políticos explique la importancia que cada diputado por sí mismo tenía
y por tanto el interés con que cada intervención particular era seguida.
Los
partidos políticos no eran organizaciones tal cual las conocemos hoy día, eran
más bien agrupaciones de notables que trataban de representar a distintos
sectores de la opinión.
Desde
la época de Cádiz se fueron formando los partidos en este sentido y desde un
principio se habló de un partido liberal y
de un partido servil.
En
1820, cuando se volvió a implantar el régimen constitucional tras el alzamiento
de Riego surgió una primera división en las filas liberales entre los llamados doceañistas ,es decir, los hombres que
habían destacado en Cádiz y los exaltados,
partidarios de una radicalización del proceso constitucional. Tras la muerte de
Fernando VII, cuando la reina regente María Cristina se vio obligada a apoyarse
en los elementos liberales para asegurar el trono de su hija Isabel II, estos
sectores doceañistas y exaltados dieron paso a la nueva
división dentro del liberalismo entre moderados
y progresistas.
Cada
uno de estos partidos buscó a una figura del ejército que lo liderara, dando
lugar a la aparición de los espadones, generales
del ejército que ejercían el liderazgo de un partido, y los pronunciamientos ,es decir,
intervenciones militares de dichos generales para hacerse con el poder, pero en
nombre de un partido, todavía no como intervención corporativa del estamento
militar.
Los
partidos, poco organizados, tenían por fuerza que apoyarse en sus figuras
individuales pues su carácter de partidos era más resultado de la suma de
dichas individualidades que no organización previa dentro de la cual esas
individualidades se destacaran. En tales circunstancias era el parlamentario
como tal el que debía buscar los apoyos concretos para poder desarrollar una
carrera política y si quería sobrevivir en la misma debía destacar en el uso
del arma característica de una asamblea: la palabra.
A
las anteriores consideraciones hay que añadir que la extracción social del
parlamentario facilitaba que éste se volcara en el uso de la palabra como
instrumento primordial. La mayor parte de parlamentarios procedía o bien del
ámbito del derecho, donde eran decisivas las habilidades forenses, o bien de un
ambiente cultural literario donde el uso de la palabra escrita acostumbraba al
cuidado de la exposición oral en el discurso.
Un
dogma fundamental del parlamentarismo
moderno es el de que el representante en una asamblea lo es de toda la nación y
por tanto no puede estar ligado por mandato
imperativo alguno. Este principio, inscrito en toda constitución,
facilitaba en una época en la cual los partidos no estaban férreamente
organizados, que la disciplina de voto fuera muy laxa. También con ello se
facilitaba que el resultado de un debate no estuviera previamente decidido:
aunque había partidos era necesario convencer, persuadir, se podía intentar
cambiar la intención de voto y con ello el debate, con las limitaciones que se
quiera, era real, no una simple representación. Es significativo al respecto
que cuando se sospechaba que había un acuerdo previo antes de que el debate se
produjera se veía ello como una adulteración de la práctica parlamentaria y se
censuraba por la opinión dicho pacto con el término peyorativo de pasteleo.
Los
grandes oradores brillaron bajo estas condiciones. Fue no obstante la época del
llamado Sexenio Revolucionario, aquella
en la que de una manera más impactante destacó la oratoria. Emilio Castelar se
alzó como el orador por excelencia. Sus intervenciones causaban expectación en
todos y admiración en sus seguidores y oponentes.
Emilio Castelar |
Con
la Restauración de Cánovas del Castillo, los partidos se organizaron con mayor
claridad pero con todo siguieron girando más alrededor de las grandes
personalidades que en la organización. Las elecciones se hacían siempre con
manipulación, pero los que salían elegidos debían destacar con las mismas dotes
que tradicionalmente se exigían a un parlamentario.
Antonio Cánovas del Castillo |
El
panorama fue cambiando con la irrupción de los llamados partidos de masas y con
la ampliación del sufragio. En España el proceso fue lento pero la fundación
del partido socialista hizo que en política empezara a actuar un tipo de
organización política en la que lo primero que se cuidaba era el desarrollo y
fortalecimiento del propio partido. Aunque este partido no estuvo carente de
personalidades destacadas como Pablo Iglesias, Julián Besteiro, Francisco Largo
Caballero e Indalecio Prieto, no obstante se presentaba como un movimiento
anclado en unas bases estables. La organización era más importante que las
personalidades. Con todo, el progreso electoral del partido socialista fue muy
lento y en los parlamentos españoles de la primera mitad del siglo XX siguieron
destacando las distintas personalidades, que debían ser capaces de dominar el
arte de la oratoria. Hubo parlamentarios brillantes como Francisco Silvela,
Antonio Maura, Moret y el conde de Romanones.
Entre
los socialistas Prieto destacaba por un don natural, a falta de instrucción
superior, para el uso de la palabra. Las intervenciones parlamentarias eran
ágiles y se seguían con interés. No era raro que los periódicos de información
general transcribieran completos algunos de los discursos que se pronunciaban.
La
dictadura implantada por el general Primo de Rivera en 1923 supuso una
interrupción de las actividades del parlamento. La dictadura estableció una
censura de prensa y aunque en un primer momento fue recibida con cierto alivio
por sectores importantes de la opinión, sus torpezas y persecuciones poco
inteligentes, entre las cuales la más destacada fue la que sufrió Miguel de
Unamuno, hicieron que se enajenara el apoyo de los sectores más formados de la
opinión.
Tras
la caída de la dictadura, en 1930, y a falta todavía de un parlamento, la
palabra se trasladó a la calle, a las plazas y a los grandes espacios públicos.
Los hombres interesados en la cosa pública volvieron a hablar, pero ahora no
hablaban en el recinto cerrado del parlamento sino que lo hacían ante un gran
público. Se fue originando un nuevo tipo de orador: el orador de mitin, quizá
no tan cuidadoso con la expresión literaria pero más directo y eficaz en sus
mensajes.
Cuando
se abrieron en julio de 1931 las Cortes Constituyentes de la República, el
parlamento estaba en su mayoría formado por hombres
nuevos, aunque algunas de las figuras importantes de la nueva situación,
como por ejemplo el presidente del gobierno provisional de la República, Niceto
Alcalá Zamora, seguían siendo ejemplo vivo de la vieja escuela de oradores.
Indalecio Prieto |
El
orador más característico del nuevo tiempo parlamentario fue Manuel Azaña. De
sólida formación jurídica y literaria, su palabra supuso un cambio en la manera
de entender lo que era un gran parlamentario. Frente al lenguaje florido y con
pretensiones literarias de los viejos parlamentarios, Azaña aportó un nuevo
estilo de discurso: igual de cuidado que el de sus antecesores pero apoyado más
en la fuerza discursiva y la inteligencia que en la búsqueda directa de
efectos. Lo curioso es que ese lenguaje más sobrio conseguía a su vez interesar
y apasionar a la audiencia. Azaña era el hombre que hablaba con facilidad pero
centrándose desde un primer momento en las cuestiones que eran objeto de
debate.
Manuel Azaña |
Los
partidos políticos de la República estaban más organizados, pero con todo no
habían sofocado la individualidad del diputado. También la propia fragmentación
en la composición de las cortes obligaba a que las votaciones no estuvieran
prefijadas y a que fuera menester convencer a la propia mayoría para imponer un
criterio. El debate, por tanto, fue vivo en estos años, y la actividad del
parlamento fue seguida con interés.
La
guerra civil y la larga dictadura posterior provocaron la mayor interrupción de
régimen parlamentario habida en España. Entre 1936 y 1977 no hubo en España
elecciones generales en el sentido en que tradicionalmente se entiende esto en
los sistemas democráticos.
Franco,
al crear una nueva legalidad, intentó a su vez constituir órganos
representativos de esta nueva legalidad. En 1942 se elaboró la Ley Constitutiva
de las Cortes, pero la asamblea que resultó de dicha ley distaba mucho de poder
ser homologada con cualquier parlamento. Los partidos políticos quedaron
prohibidos y en su lugar la representación se organizó de manera corporativa a
través de las que se entendían como unidades naturales: familia, municipio y
sindicato. Los parlamentarios, ahora denominados Procuradores en Cortes, eran
todos ellos hombres afectos al nuevo régimen, y las Cortes, como tales, tenían
más el carácter de una representación que el de un verdadero foro de discusión.
Santiago Carrillo |
Entre
la muerte de Franco en 1975 y la celebración de las primeras elecciones en
1977 las Cortes derivadas de la
legislación franquista siguieron existiendo pero los nuevos gobiernos estaban
dando pasos para cambiar el sistema institucional. En estos meses se produjo
una curiosa reactivación de la vida parlamentaria dado que los procuradores,
acostumbrados a una función subalterna, se vieron obligados a tomar posición
ante unos proyectos con los que muchos de ellos no estaban de acuerdo. Dado que
tales procuradores no estaban agrupados ni en partidos ni en grupos
parlamentarios, tuvieron que situarse por fuerza bajo el amparo de
personalidades del antiguo régimen que al hablar, quizá por primera vez,
expresaban puntos de vista que consideraban vitales para sus intereses. Se pudo
asistir así por primera vez a debates intensos, especialmente cuando se abordó
el importante punto de la legalización de los partidos políticos y cuando se
discutió el proyecto de ley para la reforma política.
Dolores Ibárruri, Pasionaria |
Tras
las elecciones celebradas el 15 de junio de 1977 la renovación del cuerpo
legislativo fue total. Personas que habían estado en el exilio como Santiago
Carrillo, Dolores Ibárruri Pasionaria y
Rafael Alberti ocupaban escaño como diputados. También tenían importante
presencia los socialistas, dirigidos por Felipe González.
En
la nueva etapa se pensó que para que el parlamento tuviera eficacia era
conveniente reforzar el control que los partidos políticos ejercían sobre los
diputados. El jefe de grupo parlamentario adquirió una importancia fundamental
y los aspectos de funcionamiento de la cámara quedaban en manos de la junta de
portavoces. Con ello se quiso fortalecer un sistema que se creía débil pero
pronto se pudo apreciar que la riqueza del debate se resentía. Diputado había
que podía pasar toda una legislatura sin haber intervenido jamás en un pleno.
La fuerte disciplina de voto provocaba que se pudiera anticipar el resultado de
una votación sin atender al debate y de hecho el propio debate quedó convertido
en una representación. El principio de que el parlamentario no estaba ligado
por mandato imperativo quedó en
desuso en la práctica ante el principio de la disciplina de voto, por más que
la prohibición del mandato imperativo fuera
un principio constitucional.
Ya
no fue necesaria la habilidad en el uso de la palabra. Bastaba con leer
cuartillas. Lo más sorprendente es que las respuestas también estaban escritas,
lo que mostraba que realmente nadie escuchaba las propuestas que otro diputado
tuviera que ofrecer.
El
principal mérito para adquirir y conservar acta de diputado venía dado por la
actitud sumisa que cada parlamentario tuviera hacia su grupo, con lo que se
cerraba el campo de la actividad parlamentaria a cualquier persona que tuviera
reales inquietudes e ideas propias.
El
sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas facilitaba que el parlamento
fuera ocupado por personalidades ambiciosas pero mediocres.
Hubo
pese a todo buenos parlamentarios como Santiago Carrillo, Herrero de Miñón y
Carlos Solchaga.
La
situación no ha hecho más que empeorar desde esos años al añadirse a los
problemas de funcionamiento de la cámara una crisis económica ante la cual la
política no ha encontrado respuesta. El fatalismo de que no se puede hacer nada
desde la política para solucionar el grave problema económico no ha hecho más que
aumentar el desinterés del público por las actividades de unas instituciones
que ve como impotentes e incluso como superfluas.
La
única solución es que la política ocupe el lugar que ha abandonado en manos de
poderes contramayoritarios como los mercados. Si se puede lograr eso, será
entonces el momento de volver a plantear un funcionamiento del parlamento que
favorezca que hacia él se dirijan los más capaces y no los más sumisos.
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