jueves, 2 de mayo de 2013

VIDA PARLAMENTARIA



No es de ahora, de estos días de crisis, de donde viene el desinterés del público por la discusión parlamentaria. Esta falta de interés se produjo ya desde poco después que en España se volviera a instalar el régimen parlamentario.
En contra de la idea generalmente aceptada, España se incorporó pronto a la evolución constitucional del siglo XIX. Dejando a un lado esa revolución in vitro que supuso el movimiento constitucional en Cádiz culminado en 1812 y tempranamente abortado, a partir de 1834 con el Estatuto Real de Martínez de la Rosa, la idea de un régimen en el que la deliberación es fundamental para forjar la ley se consolidó. Cosa distinta es la veracidad y profundidad con que las asambleas se establecían, pero el principio básico de la deliberación se mantuvo a lo largo del siglo XIX. Con dicho principio también quedó establecido el de la publicidad de las deliberaciones.

Rafael del Riego
Cuando hacia la mitad del siglo XIX un hombre como Bravo Murillo pretendió con sus reformas constitucionales cercenar dichos principios provocó la oposición clara y contundente en todos los sectores, desde los más abiertamente demócratas hasta los liberales más moderados, incluído un hombre como Narváez.
Si bien el sufragio estaba restringido y falseado, lo cual no permitía una representación auténtica, la vida parlamentaria era bastante agitada y apasionada. Había que tener grandes dotes como parlamentario para poder abrirse paso en una carrera política, y entre esas dotes figuraba en primer lugar el don de la palabra. Las discusiones requerían capacidad oratoria para poder articular un discurso y agilidad para la respuesta. El uso de papeles para leer era siempre un signo de debilidad y una confesión de falta de cualidades para la acción parlamentaria.

Francisco Martínez de la Rosa
¿Cómo se explica que con un sufragio falseado y restringido la actividad parlamentaria tuviera con todo vivacidad y fuera seguida con pasión?
Es difícil dar una respuesta exacta pero probablemente la debilidad de los partidos políticos explique la importancia que cada diputado por sí mismo tenía y por tanto el interés con que cada intervención particular era seguida.
Los partidos políticos no eran organizaciones tal cual las conocemos hoy día, eran más bien agrupaciones de notables que trataban de representar a distintos sectores de la opinión.
Desde la época de Cádiz se fueron formando los partidos en este sentido y desde un principio se habló de un partido liberal y de un partido servil.
En 1820, cuando se volvió a implantar el régimen constitucional tras el alzamiento de Riego surgió una primera división en las filas liberales entre los llamados doceañistas ,es decir, los hombres que habían destacado en Cádiz y los exaltados, partidarios de una radicalización del proceso constitucional. Tras la muerte de Fernando VII, cuando la reina regente María Cristina se vio obligada a apoyarse en los elementos liberales para asegurar el trono de su hija Isabel II, estos sectores doceañistas y exaltados dieron paso a la nueva división dentro del liberalismo entre moderados y progresistas.
Cada uno de estos partidos buscó a una figura del ejército que lo liderara, dando lugar a la aparición de los espadones, generales del ejército que ejercían el liderazgo de un partido, y los pronunciamientos ,es decir, intervenciones militares de dichos generales para hacerse con el poder, pero en nombre de un partido, todavía no como intervención corporativa del estamento militar.
Los partidos, poco organizados, tenían por fuerza que apoyarse en sus figuras individuales pues su carácter de partidos era más resultado de la suma de dichas individualidades que no organización previa dentro de la cual esas individualidades se destacaran. En tales circunstancias era el parlamentario como tal el que debía buscar los apoyos concretos para poder desarrollar una carrera política y si quería sobrevivir en la misma debía destacar en el uso del arma característica de una asamblea: la palabra.
A las anteriores consideraciones hay que añadir que la extracción social del parlamentario facilitaba que éste se volcara en el uso de la palabra como instrumento primordial. La mayor parte de parlamentarios procedía o bien del ámbito del derecho, donde eran decisivas las habilidades forenses, o bien de un ambiente cultural literario donde el uso de la palabra escrita acostumbraba al cuidado de la exposición oral en el discurso.
Un dogma fundamental del  parlamentarismo moderno es el de que el representante en una asamblea lo es de toda la nación y por tanto no puede estar ligado por mandato imperativo alguno. Este principio, inscrito en toda constitución, facilitaba en una época en la cual los partidos no estaban férreamente organizados, que la disciplina de voto fuera muy laxa. También con ello se facilitaba que el resultado de un debate no estuviera previamente decidido: aunque había partidos era necesario convencer, persuadir, se podía intentar cambiar la intención de voto y con ello el debate, con las limitaciones que se quiera, era real, no una simple representación. Es significativo al respecto que cuando se sospechaba que había un acuerdo previo antes de que el debate se produjera se veía ello como una adulteración de la práctica parlamentaria y se censuraba por la opinión dicho pacto con el término peyorativo de pasteleo.
Los grandes oradores brillaron bajo estas condiciones. Fue no obstante la época del llamado Sexenio Revolucionario, aquella en la que de una manera más impactante destacó la oratoria. Emilio Castelar se alzó como el orador por excelencia. Sus intervenciones causaban expectación en todos y admiración en sus seguidores y oponentes.

Emilio Castelar

Con la Restauración de Cánovas del Castillo, los partidos se organizaron con mayor claridad pero con todo siguieron girando más alrededor de las grandes personalidades que en la organización. Las elecciones se hacían siempre con manipulación, pero los que salían elegidos debían destacar con las mismas dotes que tradicionalmente se exigían a un parlamentario.

Antonio Cánovas del Castillo
El panorama fue cambiando con la irrupción de los llamados partidos de masas y con la ampliación del sufragio. En España el proceso fue lento pero la fundación del partido socialista hizo que en política empezara a actuar un tipo de organización política en la que lo primero que se cuidaba era el desarrollo y fortalecimiento del propio partido. Aunque este partido no estuvo carente de personalidades destacadas como Pablo Iglesias, Julián Besteiro, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto, no obstante se presentaba como un movimiento anclado en unas bases estables. La organización era más importante que las personalidades. Con todo, el progreso electoral del partido socialista fue muy lento y en los parlamentos españoles de la primera mitad del siglo XX siguieron destacando las distintas personalidades, que debían ser capaces de dominar el arte de la oratoria. Hubo parlamentarios brillantes como Francisco Silvela, Antonio Maura, Moret y el conde de Romanones.
Entre los socialistas Prieto destacaba por un don natural, a falta de instrucción superior, para el uso de la palabra. Las intervenciones parlamentarias eran ágiles y se seguían con interés. No era raro que los periódicos de información general transcribieran completos algunos de los discursos que se pronunciaban.
La dictadura implantada por el general Primo de Rivera en 1923 supuso una interrupción de las actividades del parlamento. La dictadura estableció una censura de prensa y aunque en un primer momento fue recibida con cierto alivio por sectores importantes de la opinión, sus torpezas y persecuciones poco inteligentes, entre las cuales la más destacada fue la que sufrió Miguel de Unamuno, hicieron que se enajenara el apoyo de los sectores más formados de la opinión.


Tras la caída de la dictadura, en 1930, y a falta todavía de un parlamento, la palabra se trasladó a la calle, a las plazas y a los grandes espacios públicos. Los hombres interesados en la cosa pública volvieron a hablar, pero ahora no hablaban en el recinto cerrado del parlamento sino que lo hacían ante un gran público. Se fue originando un nuevo tipo de orador: el orador de mitin, quizá no tan cuidadoso con la expresión literaria pero más directo y eficaz en sus mensajes.
Cuando se abrieron en julio de 1931 las Cortes Constituyentes de la República, el parlamento estaba en su mayoría formado por hombres nuevos, aunque algunas de las figuras importantes de la nueva situación, como por ejemplo el presidente del gobierno provisional de la República, Niceto Alcalá Zamora, seguían siendo ejemplo vivo de la vieja escuela de oradores.

Indalecio Prieto
El orador más característico del nuevo tiempo parlamentario fue Manuel Azaña. De sólida formación jurídica y literaria, su palabra supuso un cambio en la manera de entender lo que era un gran parlamentario. Frente al lenguaje florido y con pretensiones literarias de los viejos parlamentarios, Azaña aportó un nuevo estilo de discurso: igual de cuidado que el de sus antecesores pero apoyado más en la fuerza discursiva y la inteligencia que en la búsqueda directa de efectos. Lo curioso es que ese lenguaje más sobrio conseguía a su vez interesar y apasionar a la audiencia. Azaña era el hombre que hablaba con facilidad pero centrándose desde un primer momento en las cuestiones que eran objeto de debate.

Manuel Azaña

Los partidos políticos de la República estaban más organizados, pero con todo no habían sofocado la individualidad del diputado. También la propia fragmentación en la composición de las cortes obligaba a que las votaciones no estuvieran prefijadas y a que fuera menester convencer a la propia mayoría para imponer un criterio. El debate, por tanto, fue vivo en estos años, y la actividad del parlamento fue seguida con interés.
La guerra civil y la larga dictadura posterior provocaron la mayor interrupción de régimen parlamentario habida en España. Entre 1936 y 1977 no hubo en España elecciones generales en el sentido en que tradicionalmente se entiende esto en los sistemas democráticos.
Franco, al crear una nueva legalidad, intentó a su vez constituir órganos representativos de esta nueva legalidad. En 1942 se elaboró la Ley Constitutiva de las Cortes, pero la asamblea que resultó de dicha ley distaba mucho de poder ser homologada con cualquier parlamento. Los partidos políticos quedaron prohibidos y en su lugar la representación se organizó de manera corporativa a través de las que se entendían como unidades naturales: familia, municipio y sindicato. Los parlamentarios, ahora denominados Procuradores en Cortes, eran todos ellos hombres afectos al nuevo régimen, y las Cortes, como tales, tenían más el carácter de una representación que el de un verdadero foro de discusión.

Santiago Carrillo
Entre la muerte de Franco en 1975 y la celebración de las primeras elecciones en 1977  las Cortes derivadas de la legislación franquista siguieron existiendo pero los nuevos gobiernos estaban dando pasos para cambiar el sistema institucional. En estos meses se produjo una curiosa reactivación de la vida parlamentaria dado que los procuradores, acostumbrados a una función subalterna, se vieron obligados a tomar posición ante unos proyectos con los que muchos de ellos no estaban de acuerdo. Dado que tales procuradores no estaban agrupados ni en partidos ni en grupos parlamentarios, tuvieron que situarse por fuerza bajo el amparo de personalidades del antiguo régimen que al hablar, quizá por primera vez, expresaban puntos de vista que consideraban vitales para sus intereses. Se pudo asistir así por primera vez a debates intensos, especialmente cuando se abordó el importante punto de la legalización de los partidos políticos y cuando se discutió el proyecto de ley para la reforma política.

Dolores Ibárruri, Pasionaria
Tras las elecciones celebradas el 15 de junio de 1977 la renovación del cuerpo legislativo fue total. Personas que habían estado en el exilio como Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri Pasionaria y Rafael Alberti ocupaban escaño como diputados. También tenían importante presencia los socialistas, dirigidos por Felipe González.
En la nueva etapa se pensó que para que el parlamento tuviera eficacia era conveniente reforzar el control que los partidos políticos ejercían sobre los diputados. El jefe de grupo parlamentario adquirió una importancia fundamental y los aspectos de funcionamiento de la cámara quedaban en manos de la junta de portavoces. Con ello se quiso fortalecer un sistema que se creía débil pero pronto se pudo apreciar que la riqueza del debate se resentía. Diputado había que podía pasar toda una legislatura sin haber intervenido jamás en un pleno. La fuerte disciplina de voto provocaba que se pudiera anticipar el resultado de una votación sin atender al debate y de hecho el propio debate quedó convertido en una representación. El principio de que el parlamentario no estaba ligado por mandato imperativo quedó en desuso en la práctica ante el principio de la disciplina de voto, por más que la prohibición del mandato imperativo fuera un principio constitucional.
Ya no fue necesaria la habilidad en el uso de la palabra. Bastaba con leer cuartillas. Lo más sorprendente es que las respuestas también estaban escritas, lo que mostraba que realmente nadie escuchaba las propuestas que otro diputado tuviera que ofrecer.
El principal mérito para adquirir y conservar acta de diputado venía dado por la actitud sumisa que cada parlamentario tuviera hacia su grupo, con lo que se cerraba el campo de la actividad parlamentaria a cualquier persona que tuviera reales inquietudes e ideas propias.
El sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas facilitaba que el parlamento fuera ocupado por personalidades ambiciosas pero mediocres.
Hubo pese a todo buenos parlamentarios como Santiago Carrillo, Herrero de Miñón y Carlos Solchaga.
La situación no ha hecho más que empeorar desde esos años al añadirse a los problemas de funcionamiento de la cámara una crisis económica ante la cual la política no ha encontrado respuesta. El fatalismo de que no se puede hacer nada desde la política para solucionar el grave problema económico no ha hecho más que aumentar el desinterés del público por las actividades de unas instituciones que ve como impotentes e incluso como superfluas.
La única solución es que la política ocupe el lugar que ha abandonado en manos de poderes contramayoritarios como los mercados. Si se puede lograr eso, será entonces el momento de volver a plantear un funcionamiento del parlamento que favorezca que hacia él se dirijan los más capaces y no los más sumisos.


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