sábado, 22 de marzo de 2014

¿ES EL QUIJOTE UN LIBRO?

¿Es el Quijote un libro? ¿Las Meninas de Velázquez son un cuadro? ¿La sinfonia eroica de Beethoven es un disco?
La respuesta es s
encilla: el Quijote es un libro, las Meninas son un cuadro y la sinfonia eroica de Beethoven no es un disco.
Parece darse una identificación más clara entre la obra y su soporte en el caso de la literatura y de la pintura, y no tanto en el caso de la música. El Quijote fue creado con la clara intención de ser un libro, las Meninas nacieron indisolublemente unidas a su soporte material como cuadro y la sinfonía, por el contrario, no surgió bajo la forma de disco ni pudo ser posible que su creador tuviera la menor sospecha de que este formato sería el más utilizado para su difusión hasta el punto de ser la manera única en la que muchos oyentes han trabado conocimiento con la obra.
En lo que a la literatura se refiere, el libro considerado en su mera materialidad resulta más evidente en su calidad de soporte que el cuadro en la pintura. En el caso de la pintura el cuadro, más que soporte, parece ser la obra misma, en su materialidad y concreción de ejemplar único, de tal manera que cualquier otro cuadro que sea una copia del primer ejemplar se considerará eso, una simple copia, y por tanto, no la auténtica obra, y en caso extremo, si alguien quisiera hacer pasar tal copia por la obra original, sería calificado de falsificador.



El Quijote no se identifica ni se limita al ejemplar concreto que en cada caso lo contenga, del mismo modo que la sinfonia eroica no se limita al soporte de un disco y ni siquiera se limita a la ejecución en vivo que en cada momento se realice de la misma. En esto la literatura y la música parecen alejarse de la pintura. Sin embargo, decimos que el Quijote es un libro y no podemos decir que la sinfonia eroica de Beethoven sea un disco, ni tan siquiera una ejecución, es decir, un acontecimiento.
La relación tan poco discutida que existe entre una obra literaria como el Quijote y su soporte, el libro, viene dada por el hecho de que su creador tuvo siempre conciencia de estar escribiendo un libro. El único soporte imaginable de una obra literaria en el siglo XVII era el del libro. Pero esa relación entre obra y soporte no es una relación de necesidad conceptual, es una relación de contingencia histórica. En el plano conceptual es posible captar una separación entre soporte y mensaje de tal manera que se puede concebir la transmisión del contenido bajo otro soporte, otro formato.


La era de la imprenta, en sus quinientos años de vigencia, casi que nos forzó a entender como necesidad lo que no era más que una contingencia de muy fuerte vigencia.
La aparición de los nuevos soportes digitales ha traído como consecuencia el surgimiento del “libro virtual”. Se mantiene la palabra “libro” despojada de lo que es su más característica presencia, la realidad no virtual, el ser “de tomo” como se decía en el castellano de los siglos XVI y XVII. En este nuevo contexto, “libro” adquiere un significado de connotación de algo pasado, algo que fue el soporte único durante siglos pero que de hecho ya no lo es. En realidad, un libro virtual se parece más a un rollo que se despliega que a un libro del que vamos pasando páginas. Conserva, como vestigio del viejo libro de papel, la división en páginas, pero se pierde esa sensación material de ir avanzando en la lectura. Podemos saber las páginas que nos quedan por leer, pero no podemos sentir realmente, en su materialidad, el avance de la lectura. Estamos, físicamente, siempre en el mismo sitio.
No será la primera vez que una invención o un avance tecnológico, se sirvan de una vieja palabra de prestigio para abrirse paso de manera presentable en la sociedad. Algo parecido ocurrió con el automóvil, que heredó la palabra “coche” con tal eficacia que en el uso cotidiano siempre la utilizamos con preferencia a “automóvil”, a pesar de la eficacia descriptiva que en lo que se refiere a la funcionalidad esta última presenta.
Con “libro virtual” puede que acabe sucediendo lo mismo. El papel mantendrá durante bastante tiempo una superioridad “de prestigio” pero la ventaja que en cuanto a espacio y transporte ofrece el formato digital hará que se acabe imponiendo como “el libro” por excelencia, conforme su perfeccionamiento permita hacer de él un uso similar al del libro de papel.
En el ámbito de la música la relación entre el soporte más utilizado y la verdad de la obra nunca ha sido tan lograda como en la literatura. Hay algo que explica esto último: la música se ejecuta como acontecimiento y por tanto, cualquier reproducción mecánica de la misma se ve siempre como menos real que el acontecimiento en sí de la ejecución. Una grabación, por lograda que esté, no es nunca una ejecución en vivo. El disco, por tanto, no se puede solapar con la obra, como ha ocurrido durante siglos con el libro. El disco siempre se ha visto como un medio de difusión auxiliar de algo cuya única verdad está en el concierto en vivo.
El libro hace del lector el auténtico recreador de la obra de una manera más activa que lo que lo pueda ser el oyente de una obra musical. La necesidad del intérprete sitúa al oyente en un ámbito de dependencia respecto de su ejecución que no se da nunca en la lectura, donde el intérprete no existe. Es el lector el que hace vivir a la obra. El oyente musical puede estar más o menos informado, tener distintos grados de sensibilidad, pero se sitúa respecto del intérprete en un terreno de dependencia. El disco prolonga esa dependencia en el marco de una determinada versión. El oyente puede comparar versiones, preferir unas a otras, pero no puede suplir nunca al ejecutante.
Con todo, ha habido intérpretes que han valorado el disco de manera superior a la ejecución frente a otros que han considerado siempre la reproducción en disco como subproducto sin gran valor artístico. Glenn Gould es quien más ha destacado en lo que se refiere a la valoración de la reproducción mecánica del sonido frente a Celibidache, que hizo de la lucha contra la grabación una auténtica causa.

Glenn Gould


Gould se apartó de la práctica de los conciertos, abandonó la ejecución pública y se encerró en los estudios de grabación. Para Gould el disco no era la simple evocación de  la verdad del concierto sino que constituía en sí una actividad artística. La posibilidad de evitar las inseguridades, errores, la posibilidad de corregir constantemente, le pareció que permitía ofrecer un producto de mucha más calidad que la que se podía obtener de un concierto en vivo.

Sergiu Celibidache

Celibidache, por el contrario, consideraba el concierto en vivo como la única verdad de la interpretación, como algo único que se perdía cuando se quería guardar ese momento de una manera artificial y mecánica. Eran dos maneras de entender el hecho musical totalmente opuestas. Gould, con su actitud, parece separar la obra de su concreción a un lugar y momento determinados y en su afán perfeccionista parece apuntar hacia una interpretación ideal. Busca la trascendencia a través de la perfección de un resultado en el cual no hay que desdeñar las posibilidades técnicas del estudio de grabación. Es una actitud que de manera bastante paradójica, parece recuperar el ideal artesano de una obra acabada y perfecta valiéndose para ello del recurso a la  más innovadora tecnología.
Celibidache busca la trascendencia a través del momento único e irrepetible. Algo trasciende precisamente por su carácter único y en cierto modo efímero. Su actitud es más parecida a aquellas que ven en el hecho irrepetible de la vida humana su mayor trascendencia.
Por distintas que pudieran ser las maneras de acercarse al hecho musical por parte de Celibidache o de Gould, hay algo que no se puede perder de vista: eran intérpretes de unas obras concebidas por otras personas, por los compositores, y sus aproximaciones no podían agotar nunca las posibles intenciones que los creadores tuvieran en el momento de concebir sus obras.



En un cuadro la concreta realidad del mismo forma parte constitutiva de la obra. El cuadro es soporte pero es “el cuadro”. El soporte es la obra de arte misma, vista en su materialidad. No obstante, el cuadro ofrece de manera secundaria lo que de manera principal se brinda en la literatura y en la música: la posibilidad de difundir su contenido más allá de la concreción material del cuadro mismo. Las copias siempre existieron en el ámbito de la pintura, algunas debidas a los propios creadores y otras debidas a otros pintores que se acercaban a una determinada obra con distintas intenciones, que podían discurrir entre el simple interés académico de estudio hasta la más explícita muestra de admiración. No obstante, a pesar de que la habilidad para copiar permite difundir un cuadro más allá de su soporte, por no hablar de la reproductibilidad fotográfica, nunca se ha considerado que estas posibilidades transmitan de manera plena la obra original. En pintura se admite la primacía de un original sobre los demás ejemplares de una manera que no sería aceptada en la literatura ni en la música.

Las Meninas por Picasso

Cabe plantearse si esta distinta manera de valorar se debe a algo intrínseco a cada uno de estos ámbitos o si por el contrario ello se debe a unas convenciones que por arraigadas que sean no por ello alcanzan el estatuto de una diferencia natural. ¿Sería posible que un cambio en la mentalidad de la recepción de la obra permitiera valorar las reproducciones de un cuadro de la misma manera que se valora el cuadro original?.
Cuando valoramos el cuadro, lo hacemos apreciando no sólo el resultado sino el trabajo y el esfuerzo cristalizados en la obra definitiva. El impulso creativo permanece en el cuadro y no se subsume bajo un enfoque abierto al descubrimiento de unas esencias ante las cuales el cuadro sólo fuera un mero soporte de las mismas. La pintura no se percibe intelectualmente de una manera matemática o geométrica. Cuando el maestro enseña a los niños los rudimentos de la geometría y para ello traza en el encerado un círculo, o un triángulo, trata de llevar a sus jóvenes discípulos no a ese círculo o triángulo particulares que acaba de trazar sino hacia el círculo o el triángulo en sí. Hay siempre algo de intuitivo platonismo en todo profesor de matemáticas. Las verdades que trata de explicar se presentan más como descubiertas que como inventadas y el soporte material trazado en tiza se ve siempre como ejemplo imperfecto de la realidad geométrica que se trata de explicar y conocer, una realidad que se entiende como subsistente con independencia de nuestro conocimiento de ella.
El pintor también apunta con su obra hacia algo que trasciende la materialidad de la misma pero que no se puede independizar de dicha materialidad. La obra de arte lograda se impone con tal fuerza que más parece descubierta que inventada, pero esa plenitud se logra precisamente gracias a la fuerza de la invención y para conseguirlo es necesario un esfuerzo material del que forma parte la faceta artesanal del oficio. Ese aspecto material y artesanal queda fijado en el cuadro y no es posible transferirlo a sus reproducciones. El cuadro no es un prototipo, es la obra, y como tal, no puede ser suplantado por ninguna de sus reproducciones. A su vez, siendo la obra pero no limitándose a su materialidad la pintura introduce en el seno mismo del cuadro una tensión hacia la superación de su propia materialidad que hace del objeto material algo más que su propia realidad factual.
El cuadro está presente de una vez por todas ante el espectador con la contundencia de las realidades más espaciales que temporales. La música necesita del tiempo para alcanzar la plenitud de su realidad, y por tanto ha de recrearse cada vez que queremos gozar de ella. Esa necesidad de despliegue temporal de la música la presenta forzosamente con un carácter de acontecimiento que nos lleva a pensar que cualquier reproducción mecánica de la misma encierra algo de falsedad. Un acontecimiento grabado nunca puede ser una evocación perfecta de un acontecimiento real. Aquí se puede ver que la razón asiste a Celibidache frente a Gould, sin menoscabo de la genialidad y vigencia de las grabaciones de este último. Un verdadero acontecimiento no se puede presentar nunca como producto acabado y en cierto modo una música grabada más que realidad temporal, se nos muestra como especialidad desplegada. El cuadro puede narrarnos un acontecimiento pero como cuadro es algo ya acabado y por tanto, no requiere de nosotros más que la contemplación.
Ni la música ni la pintura pueden eludir la materialidad física que posibilita su existencia por más que en su trascendencia parezcan elevarse a una dimensión espiritual. Necesitan de espacio, tiempo y materia. La física las hace posibles, aunque no las limite a ese ámbito. Cada una de ellas trasciende la materialidad física de manera adecuada a su constitutiva especificidad: la pintura como tensión de la materia hacia realidades de otro tipo con el concurso del espectador y la música como invitación a una recreación indefinida de la misma en la que, también con el concurso del oyente, se alcancen progresivamente nuevas visiones de la misma, de manera nunca definitiva y nunca agotada.
¿Y el libro? La literatura apela a la imaginación del lector más que a su pasiva sensibilidad. La literatura es en este sentido menos constrictiva pues el significado se reviste con ropajes nunca idénticos en cada uno de los lectores. La faceta recreadora que resulta necesaria para traer al ser de una música de nuevo a la realidad se encarna en el caso del libro en el lector, figura que en la mayoría de los casos no es un profesional de la literatura pero sí un gozador de la misma. El intérprete musical es un profesional, alguien en quien siempre está presente el riesgo de que el aspecto lúdico y de gozo quede sepultado ante las servidumbres más que prosaicas que toda profesión conlleva. El lector recrea al leer, hace revivir la obra, pero en él el aspecto gozoso, no amenazado por sombra de profesionalidad alguna, se puede mantener con mayor inocencia. Las servidumbres de la profesionalidad (campañas de lanzamiento, imposiciones editoriales, intrigas o envidias) no oscurecen la mirada limpia con la que el buen lector se acerca a la obra.





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