¿Es
el Quijote un libro? ¿Las Meninas de Velázquez son un cuadro? ¿La sinfonia eroica de Beethoven es un
disco?
La
respuesta es s
encilla: el Quijote es un libro, las Meninas son un cuadro y la sinfonia eroica de Beethoven no es un disco.
encilla: el Quijote es un libro, las Meninas son un cuadro y la sinfonia eroica de Beethoven no es un disco.
Parece
darse una identificación más clara entre la obra y su soporte en el caso de la
literatura y de la pintura, y no tanto en el caso de la música. El Quijote fue creado con la clara
intención de ser un libro, las Meninas nacieron
indisolublemente unidas a su soporte material como cuadro y la sinfonía, por el
contrario, no surgió bajo la forma de disco ni pudo ser posible que su creador
tuviera la menor sospecha de que este formato sería el más utilizado para su
difusión hasta el punto de ser la manera única en la que muchos oyentes han
trabado conocimiento con la obra.
En
lo que a la literatura se refiere, el libro considerado en su mera materialidad
resulta más evidente en su calidad de soporte que el cuadro en la pintura. En el
caso de la pintura el cuadro, más que soporte, parece ser la obra misma, en su
materialidad y concreción de ejemplar único, de tal manera que cualquier otro
cuadro que sea una copia del primer ejemplar se considerará eso, una simple
copia, y por tanto, no la auténtica obra, y en caso extremo, si alguien
quisiera hacer pasar tal copia por la obra original, sería calificado de
falsificador.
El
Quijote no se identifica ni se limita
al ejemplar concreto que en cada caso lo contenga, del mismo modo que la sinfonia eroica no se limita al soporte
de un disco y ni siquiera se limita a la ejecución en vivo que en cada momento
se realice de la misma. En esto la literatura y la música parecen alejarse de
la pintura. Sin embargo, decimos que el Quijote
es un libro y no podemos decir que la sinfonia
eroica de Beethoven sea un disco, ni tan siquiera una ejecución, es decir,
un acontecimiento.
La
relación tan poco discutida que existe entre una obra literaria como el Quijote
y su soporte, el libro, viene dada por el hecho de que su creador tuvo siempre
conciencia de estar escribiendo un libro. El único soporte imaginable de una
obra literaria en el siglo XVII era el del libro. Pero esa relación entre obra
y soporte no es una relación de necesidad conceptual, es una relación de
contingencia histórica. En el plano conceptual es posible captar una separación
entre soporte y mensaje de tal manera que se puede concebir la transmisión del
contenido bajo otro soporte, otro formato.
La
era de la imprenta, en sus quinientos años de vigencia, casi que nos forzó a entender
como necesidad lo que no era más que una contingencia de muy fuerte vigencia.
La
aparición de los nuevos soportes digitales ha traído como consecuencia el
surgimiento del “libro virtual”. Se mantiene la palabra “libro” despojada de lo
que es su más característica presencia, la realidad no virtual, el ser “de
tomo” como se decía en el castellano de los siglos XVI y XVII. En este nuevo
contexto, “libro” adquiere un significado de connotación de algo pasado, algo
que fue el soporte único durante siglos pero que de hecho ya no lo es. En
realidad, un libro virtual se parece más a un rollo que se despliega que a un
libro del que vamos pasando páginas. Conserva, como vestigio del viejo libro de
papel, la división en páginas, pero se pierde esa sensación material de ir avanzando
en la lectura. Podemos saber las
páginas que nos quedan por leer, pero no podemos sentir realmente, en su materialidad, el avance de la lectura.
Estamos, físicamente, siempre en el mismo sitio.
No
será la primera vez que una invención o un avance tecnológico, se sirvan de una
vieja palabra de prestigio para abrirse paso de manera presentable en la
sociedad. Algo parecido ocurrió con el automóvil, que heredó la palabra “coche”
con tal eficacia que en el uso cotidiano siempre la utilizamos con preferencia
a “automóvil”, a pesar de la eficacia descriptiva que en lo que se refiere a la
funcionalidad esta última presenta.
Con
“libro virtual” puede que acabe sucediendo lo mismo. El papel mantendrá durante
bastante tiempo una superioridad “de prestigio” pero la ventaja que en cuanto a
espacio y transporte ofrece el formato digital hará que se acabe imponiendo
como “el libro” por excelencia, conforme su perfeccionamiento permita hacer de
él un uso similar al del libro de papel.
En
el ámbito de la música la relación entre el soporte más utilizado y la verdad
de la obra nunca ha sido tan lograda como en la literatura. Hay algo que
explica esto último: la música se ejecuta como acontecimiento y por tanto,
cualquier reproducción mecánica de la misma se ve siempre como menos real que
el acontecimiento en sí de la ejecución. Una grabación, por lograda que esté,
no es nunca una ejecución en vivo. El disco, por tanto, no se puede solapar con
la obra, como ha ocurrido durante siglos con el libro. El disco siempre se ha
visto como un medio de difusión auxiliar de algo cuya única verdad está en el
concierto en vivo.
El
libro hace del lector el auténtico recreador de la obra de una manera más
activa que lo que lo pueda ser el oyente de una obra musical. La necesidad del intérprete
sitúa al oyente en un ámbito de dependencia respecto de su ejecución que no se
da nunca en la lectura, donde el intérprete no existe. Es el lector el que hace
vivir a la obra. El oyente musical puede estar más o menos informado, tener
distintos grados de sensibilidad, pero se sitúa respecto del intérprete en un
terreno de dependencia. El disco prolonga esa dependencia en el marco de una
determinada versión. El oyente puede comparar versiones, preferir unas a otras,
pero no puede suplir nunca al ejecutante.
Con
todo, ha habido intérpretes que han valorado el disco de manera superior a la
ejecución frente a otros que han considerado siempre la reproducción en disco
como subproducto sin gran valor artístico. Glenn Gould es quien más ha
destacado en lo que se refiere a la valoración de la reproducción mecánica del
sonido frente a Celibidache, que hizo de la lucha contra la grabación una
auténtica causa.
Gould
se apartó de la práctica de los conciertos, abandonó la ejecución pública y se
encerró en los estudios de grabación. Para Gould el disco no era la simple
evocación de la verdad del concierto
sino que constituía en sí una actividad artística. La posibilidad de evitar las
inseguridades, errores, la posibilidad de corregir constantemente, le pareció
que permitía ofrecer un producto de mucha más calidad que la que se podía
obtener de un concierto en vivo.
Sergiu Celibidache |
Celibidache,
por el contrario, consideraba el concierto en vivo como la única verdad de la
interpretación, como algo único que se perdía cuando se quería guardar ese
momento de una manera artificial y mecánica. Eran dos maneras de entender el
hecho musical totalmente opuestas. Gould, con su actitud, parece separar la
obra de su concreción a un lugar y momento determinados y en su afán
perfeccionista parece apuntar hacia una interpretación ideal. Busca la
trascendencia a través de la perfección de un resultado en el cual no hay que
desdeñar las posibilidades técnicas del estudio de grabación. Es una actitud
que de manera bastante paradójica, parece recuperar el ideal artesano de una
obra acabada y perfecta valiéndose para ello del recurso a la más innovadora tecnología.
Celibidache
busca la trascendencia a través del momento único e irrepetible. Algo
trasciende precisamente por su carácter único y en cierto modo efímero. Su
actitud es más parecida a aquellas que ven en el hecho irrepetible de la vida
humana su mayor trascendencia.
Por
distintas que pudieran ser las maneras de acercarse al hecho musical por parte
de Celibidache o de Gould, hay algo que no se puede perder de vista: eran
intérpretes de unas obras concebidas por otras personas, por los compositores,
y sus aproximaciones no podían agotar nunca las posibles intenciones que los
creadores tuvieran en el momento de concebir sus obras.
En
un cuadro la concreta realidad del mismo forma parte constitutiva de la obra.
El cuadro es soporte pero es “el cuadro”. El soporte es la obra de arte misma,
vista en su materialidad. No obstante, el cuadro ofrece de manera secundaria lo
que de manera principal se brinda en la literatura y en la música: la
posibilidad de difundir su contenido más allá de la concreción material del
cuadro mismo. Las copias siempre existieron en el ámbito de la pintura, algunas
debidas a los propios creadores y otras debidas a otros pintores que se
acercaban a una determinada obra con distintas intenciones, que podían
discurrir entre el simple interés académico de estudio hasta la más explícita
muestra de admiración. No obstante, a pesar de que la habilidad para copiar
permite difundir un cuadro más allá de su soporte, por no hablar de la
reproductibilidad fotográfica, nunca se ha considerado que estas posibilidades
transmitan de manera plena la obra original. En pintura se admite la primacía
de un original sobre los demás ejemplares de una manera que no sería aceptada
en la literatura ni en la música.
Las Meninas por Picasso |
Cabe
plantearse si esta distinta manera de valorar se debe a algo intrínseco a cada
uno de estos ámbitos o si por el contrario ello se debe a unas convenciones que
por arraigadas que sean no por ello alcanzan el estatuto de una diferencia
natural. ¿Sería posible que un cambio en la mentalidad de la recepción de la
obra permitiera valorar las reproducciones de un cuadro de la misma manera que
se valora el cuadro original?.
Cuando
valoramos el cuadro, lo hacemos apreciando no sólo el resultado sino el trabajo
y el esfuerzo cristalizados en la obra definitiva. El impulso creativo permanece en el cuadro y no se
subsume bajo un enfoque abierto al descubrimiento de unas esencias ante las
cuales el cuadro sólo fuera un mero soporte de las mismas. La pintura no se
percibe intelectualmente de una manera matemática o geométrica. Cuando el
maestro enseña a los niños los rudimentos de la geometría y para ello traza en
el encerado un círculo, o un triángulo, trata de llevar a sus jóvenes
discípulos no a ese círculo o triángulo particulares que acaba de trazar sino
hacia el círculo o el triángulo en sí. Hay siempre algo de
intuitivo platonismo en todo profesor de matemáticas. Las verdades que trata de
explicar se presentan más como descubiertas
que como inventadas y el soporte
material trazado en tiza se ve siempre como ejemplo imperfecto de la realidad
geométrica que se trata de explicar y conocer, una realidad que se entiende
como subsistente con independencia de nuestro conocimiento de ella.
El
pintor también apunta con su obra hacia algo que trasciende la materialidad de
la misma pero que no se puede independizar de dicha materialidad. La obra de
arte lograda se impone con tal fuerza que más parece descubierta que inventada,
pero esa plenitud se logra precisamente gracias a la fuerza de la invención y
para conseguirlo es necesario un esfuerzo material del que forma parte la faceta
artesanal del oficio. Ese aspecto material y artesanal queda fijado en el cuadro
y no es posible transferirlo a sus reproducciones. El cuadro no es un prototipo, es la obra, y como tal, no
puede ser suplantado por ninguna de sus reproducciones. A su vez, siendo la
obra pero no limitándose a su materialidad la pintura introduce en el seno
mismo del cuadro una tensión hacia la superación de su propia materialidad que
hace del objeto material algo más que su propia realidad factual.
El
cuadro está presente de una vez por todas ante el espectador con la
contundencia de las realidades más espaciales que temporales. La música
necesita del tiempo para alcanzar la plenitud de su realidad, y por tanto ha de
recrearse cada vez que queremos gozar de ella. Esa necesidad de despliegue
temporal de la música la presenta forzosamente con un carácter de
acontecimiento que nos lleva a pensar que cualquier reproducción mecánica de la
misma encierra algo de falsedad. Un acontecimiento grabado nunca puede ser una
evocación perfecta de un acontecimiento real. Aquí se puede ver que la razón
asiste a Celibidache frente a Gould, sin menoscabo de la genialidad y vigencia
de las grabaciones de este último. Un verdadero acontecimiento no se puede
presentar nunca como producto acabado y en cierto modo una música grabada más
que realidad temporal, se nos muestra como especialidad
desplegada. El cuadro puede narrarnos un acontecimiento pero como cuadro es
algo ya acabado y por tanto, no requiere de nosotros más que la contemplación.
Ni
la música ni la pintura pueden eludir la materialidad física que posibilita su existencia
por más que en su trascendencia parezcan elevarse a una dimensión espiritual.
Necesitan de espacio, tiempo y materia. La física las hace posibles, aunque no
las limite a ese ámbito. Cada una de ellas trasciende la materialidad física de
manera adecuada a su constitutiva especificidad: la pintura como tensión de la
materia hacia realidades de otro tipo con el concurso del espectador y la
música como invitación a una recreación indefinida de la misma en la que,
también con el concurso del oyente, se alcancen progresivamente nuevas visiones
de la misma, de manera nunca definitiva y nunca agotada.
¿Y
el libro? La literatura apela a la imaginación del lector más que a su pasiva
sensibilidad. La literatura es en este sentido menos constrictiva pues el significado
se reviste con ropajes nunca idénticos en cada uno de los lectores. La faceta
recreadora que resulta necesaria para traer al ser de una música de nuevo a la
realidad se encarna en el caso del libro en el lector, figura que en la mayoría
de los casos no es un profesional de la literatura pero sí un gozador de la
misma. El intérprete musical es un profesional, alguien en quien siempre está
presente el riesgo de que el aspecto lúdico y de gozo quede sepultado ante las
servidumbres más que prosaicas que toda profesión conlleva. El lector recrea al
leer, hace revivir la obra, pero en él el aspecto gozoso, no amenazado por
sombra de profesionalidad alguna, se puede mantener con mayor inocencia. Las servidumbres
de la profesionalidad (campañas de lanzamiento, imposiciones editoriales,
intrigas o envidias) no oscurecen la mirada limpia con la que el buen lector se
acerca a la obra.
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