No sé muy bien quién era y a qué se dedicaba “el
Constantino”. Sólo sé que era un señor al que mi padre tenía que visitar por
motivos de trabajo de vez en cuando.
Lo que sí ha quedado grabado en mi memoria es el
peculiar sentido del juego que tenía el hijo de este señor. Según contaba mi
padre, el niño en cuestión tenía como diversión y pasatiempo la costumbre de lanzar una piedra al aire para acto
seguido intentar rematarla de cabeza. Cuando al fin triunfaba y lograba
conectar un certero testarazo su gesto no era el de gozo y satisfacción de los
grandes cabeceadores, ya sea al modo de Zarra y la furia española o al más
moderno y ágil de Santillana sino el natural de llanto intenso debido al daño
autoinfligido.
Si ya la peculiar hazaña del hijo del Constantino
resulta notable y digna de atención, lo más llamativo era que, en su caso, tras
la recuperación del daño físico volvía a insistir en la misma táctica de juego,
lanzando la piedra al aire una segunda e incluso una tercera vez.
Constantino, el padre, se lamentaba ante el pertinaz
comportamiento de su hijo y con desesperación pero a su vez con indudable
lucidez exclamaba : “¡este hijo mío es tonto!”.
El padre, en su turbación era incapaz de apreciar la
evolución que el ser humano experimentaba en su hijo, pues de ser un animal que
tropezaba dos veces en la misma piedra había pasado a ser un animal que
remataba dos, tres o las veces que fueran necesarias un pedrusco, sin que le
bastara la primera experiencia.
Me temo que en algunos de nuestros comportamientos y
actitudes no estamos muy lejos del hijo del Constantino.
( 1934-2014. Clave para iniciados ).
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