Lo
peor de un pelma no consiste en la cantidad de tonterías que pueda proferir
sino en la perversa dependencia que, a veces, crea en sus críticos, de tal
manera que estos, de manera inadvertida, pueden transitar desde la crítica
justa a las necedades que el pelma destila hacia la necesidad de que tales
necedades se profieran para poder ser criticadas.
Cuando
esto último se produce, el pelma nos ha vencido, no por convencimiento sino por
sometimiento. De espectadores incrédulos de sus tonterías hemos pasado a ser
ávidos expectantes de su próxima estupidez, de tal manera que si esta no se materializa,
nos sentimos defraudados, como el público al que no se le da lo que se prometía
cuando compró su entrada.
El
pelma no nos puede convencer con las armas de la crítica pero nos puede vencer
con las de la drogadicción que, sin advertirlo, toda tontería acaba imponiendo.
El
peligro radica en que, aún despreciando a la persona, nos acabe dominando su
personaje.
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