Hay
palabras sonoras, contundentes, que aun sin saber lo que significan, te llevan
a pensar que se refieren a algo importante.
Una
de esas palabras es "insurrecto". Se la oí por primera vez a mi
abuelo paterno, al que llamábamos "el yayo", en Barcelona.
Era
el yayo hombre de pocas palabras, elegante con su bastón, que agitaba
amenazadoramente cada vez que un conductor no respetaba el paso de cebra. Lo vi
pocas veces, más que viejo avejentado por un corazón enfermo.
Los
últimos años solía pasar las horas ante el televisor, que para él constituía
novedad.
Lo
recuerdo casi siempre callado pero con frecuencia una imagen de la televisión
hacía que se levantara indignado. Ocurría cada vez que aparecía Franco, ya sea
recibiendo en audiencia a alguna comisión, practicando pesca o presidiendo
algún desfile. Cuando esto ocurría, y ocurría no pocas veces, invariablemente
se levantaba, se dirigía hacia el televisor y decía en voz
alta:"¡Insurrecto!". tras lo cual se marchaba del salón.
No
era el yayo hombre de ideas revolucionarias, ni mucho menos. Probablemente
fuera más bien hombre de orden, eso sí, de un orden desaparecido al que seguía
siendo fiel.
La
tradición comunista ha tenido su escuela de comentadores. También el
anarquismo, el socialismo, no digamos ya los distintos nacionalismos. El
republicanismo en sí no ha tenido la misma suerte.
Recientemente
el descubrimiento de grandes periodistas y escritores como Chaves Nogales ha
reparado en algo ese olvido pero hoy día no hay herederos.
"¡Insurrecto!"
pronunciado por mi abuelo era una protesta ante quien para él no había
respetado un juramento. No era un llamamiento a la insurrección sino una queja
por la misma.
Lealtad
a algo ya desaparecido.
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