martes, 19 de diciembre de 2017

EL PIANISTA Y EL MOZO.


Hace ya unos cuantos años, en un documental sobre el gran pianista polaco Arthur Rubinstein, me llamó la atención una afirmación. Según decía Rubinstein, cuando estaba ensayando en la habitación del hotel, si en ese momento entraba el mozo del hotel, notaba que ya no estaba tocando para él mismo sino que, sin que pudiera evitarlo, empezaba a tocar para el mozo.

Arthur Rubinstein.

La presencia de un público, sea este pequeño como en el caso del mozo, sea el gran público de la sala de conciertos, provoca que el intérprete ejecute de manera distinta a como lo hace cuando sabe que nadie está escuchando.
Otro gran pianista, el canadiense Glenn Gould, abandonó desde muy joven las actuaciones en público y se dedicó de manera exclusiva a tocar en los estudios de grabación, no por miedo al público sino para evitar la distorsión que inevitablemente se produce al saberse directamente observado.

Glenn Gould.


Yo, que no soy pianista, aunque durante muchos años sí que he tocado para mí mismo, no he sentido esa sensación de tocar para otro pues nadie se ha molestado gran cosa en escucharme, con toda razón, por otra parte.
Con todo, sí que he tenido que hablar en público, pues gran parte de mi trabajo cotidiano consiste en eso. La costumbre de hacerlo hace que no me preocupe en exceso por el efecto de mis palabras. Nadie me graba y, por lo tanto, hablo con despreocupación.
Hace años, a petición de unos padres, tuve que acceder a que mis palabras fueran grabadas dado el caso de que su hija padecía una discapacidad auditiva. Yo accedí de buen grado a la petición que los padres de esa alumna me hicieron pero, con todo, no dejaba de sentirme incómodo, no hablaba con naturalidad, me abstenía de ciertas bromas al pensar que mis palabras iban a quedar registradas. Quizá el resultado fuera positivo al prohibirme a mí mismo las tonterías que despreocupadamente suelo decir , pero nunca dejé de sentirme molesto.
Las conversaciones por teléfono sólo se graban cuando hablamos con una compañía y esta nos advierte de ello. También se graban si el juez lo ordena.
Nadie ha grabado los discursos que dirijo cada año a los graduados. Mejor así: lo que está pensado para una ocasión rara vez supera las circunstancias de tiempo y lugar. Sólo los más grandes oradores consiguen que sus palabras adquieran un halo de intemporalidad.
Cuando yo desaparezca también mi voz se irá para siempre. Puede que alguien la recuerde con cariño. Eso será suficiente aunque a mí poco me ha de importar.


domingo, 17 de diciembre de 2017

RUFIÁN CONTRA BORRELL.

Gabriel Rufián (nombre no merecido y sin apellido pues en lugar de tal tiene un adjetivo calificativo) se ha permitido atacar a Josep Borrell.
Las diferencias en lo que respecta a inteligencia, cultura y talento son tan notorias que hacen que el envite del primero produzca más risa que enfado. Me recuerda a aquel momento de los años sesenta en que Albania retó militarmente a la URSS.
Con todo, la falta de inteligencia de Rufián, más que debilitar a su adversario, lo fortifica. Hace años que los socialistas catalanes perdieron el sentido de la geometría y se adentraron en los vericuetos de las transversalidades de todo tipo. El resultado a la vista está.
Josep Borrell, mente geométrica donde las haya y amante de la línea recta, nunca encontró el apoyo sincero de su partido, que no lo supo utilizar y que nunca lo apreció.
Sigue sin hacerlo. Cosecha el aplauso de quienes nunca lo votarán y es ignorado por quienes quizá podrían hacerlo.
La invectiva del triunfador de la redes no ha hecho más que situar en primer plano a quien suele acertar en sus análisis y ocultar de paso las equivocaciones y erráticas posiciones de los que oficialmente dirigen el partido de Borrell.
Una vez más queda demostrado que el llamado "estilo Rufián" no es tal estilo sino la cifra de sus deficiencias.

Rufián es un deficiente en su sentido más técnico: dícese de quien tiene profundas carencias.

martes, 12 de diciembre de 2017

VISIONES DEL INFIERNO.

Cuando era pequeño conocí a un pastor protestante de Pensilvania que tenía una visión del Cielo muy peculiar. Según él contaba, el Paraíso se lo imaginaba como un lugar lleno de cascadas de Coca-cola. A mí, que me gustaba, y mucho, la Coca-cola, tal visión me reforzaba en el empeño de seguir siendo el niño bueno que todo el mundo afirmaba que yo era para, de ese modo, garantizarme el premio eterno en el Paraíso.
Ahora que ya no soy niño y puede que no sea bueno, tal visión no me refuerza para mejorar mis acciones en este mundo. No tengo un idea cierta del Paraíso pero, por el contrario, sí que soy capaz de imaginarme el infierno.
Para mí el infierno se me presenta bajo el aspecto de una reunión de evaluación sin fin. Creo que podría soportar las llamas pero una reunión de evaluación que no tuviera término sí que conseguiría, de creer en ella, que me esforzara con la mayor de mis energías para no ser merecedor de tal condena.
Sólo hay algo que me produce más terror: una reunión de claustro que no tuviera fin.

Un infierno que consistiera en escuchar para toda la Eternidad las canciones de Julio Iglesias no me lo imagino pues por implacable que sea la justicia divina, su bondad no lo hace concebible.

domingo, 10 de diciembre de 2017

EL PELIGRO DE LOS PELMAS.

Todos hemos tenido que convivir con pelmas.  La experiencia suele tener unas características comunes: en un principio conocemos a alguien del que, poco a poco, vamos observando que tiene unos rasgos que nos lo muestran como pesado, chiflado u obseso. Al principio procuramos soportar la convivencia con nuestro conocido pero poco a poco se nos muestra como insoportable y procuramos huir. Hasta ahí, el hecho no tiene especial relevancia. Esperamos que diga su tontería o efectúe su comportamiento estrafalario y después criticamos con severidad su proceder.
Lo malo viene cuando, sin apenas darnos cuenta, el pelma nos "vampiriza". De intentar huir pasamos casi a desear que diga una tontería o cometa una estupidez para poder criticarlo. Hemos pasado de censurarlo a desear que actúe según su costumbre, de tal manera que el día en que se comporta de forma razonable, lejos de alabarlo, nos sentimos defraudados.
En mis años jóvenes, durante un viaje de fin de estudios a París y Londres, tuvimos que convivir con un pelma que pasó de ser objeto de nuestra aversión a objeto de nuestra diversión. Deseábamos que hiciera y dijera las tonterías a que nos tenía acostumbrados para, de ese modo, mejor burlarnos de él.
Este hombre fue objeto de una cruel broma por mi parte, sólo explicable por la inconsciencia juvenil que entonces me dominaba: en un paseo por Londres, aprovechando la facilidad que siempre he tenido para hablar sin que se sepa si lo hago en serio o en broma, conseguí convencer a mi compañero, hombre limpio y pulcro por demás, de que olía a sudor. Mis palabras, ratificadas por quienes me rodeaban, hicieron que el chico abandonara el paseo, se fuera al hotel y se duchara a conciencia. Cuando llegamos, el olor a jabón era perceptible en toda la planta.
Nunca me he perdonado aquel pecado de juventud, que en su momento dio lugar a prolongadas chanzas.
Voy a procurar que los pelmas no me vampiricen y por ello, voy a procurar, desde hoy, no volver a hablar de Puigdemont, pues me estoy dando cuenta que el personaje está consiguiendo que en vez de criticarle por lo que a mi juicio merece, esté deseando que cometa una estupidez para poder criticarlo.

La mejor defensa contra los pelmas es criticarlos, pero no desear que sigan con su actuación. De lo contrario, habrán conseguido su propósito: que estemos deseando que actúen. Sería su triunfo y nuestra derrota: hacer de ellos actores y de nosotros espectadores, olvidando que son políticos y nosotros críticos.

domingo, 3 de diciembre de 2017

CONFUSIONES TEOLÓGICAS.

Hay expresiones que, aun cuando parezca que tengan significado parecido, usadas de forma equivocada pueden provocar estupor.
Hace ya algunos años, estando yo dando clase, unos alumnos se dirigieron a mí y me dijeron: "¡el profesor de historia dice unas cosas más raras! .El otro día se enfadó con nosotros y empezó a gritar ¡Dios existe!" Yo les dije, "vamos a ver, ¿no diría más bien ¡vive Dios!?Sí, sí, eso es lo que dijo". Cuando llegó la ocasión le pregunté a mi docto colega y buen amigo sobre el particular y éste me confirmó que, en efecto, la expresión que empleó como consecuencia de su enfado fue ¡vive Dios!, y que con ello quería manifestar su disgusto ante la actitud de sus alumnos, estando muy lejos de sus intenciones declarar una profesión de Fe en lugar tan poco apropiado para ello.
Años después otra buena amiga me ponderó las bondades de un postre que había degustado en un restaurante. Preguntada sobre el nombre de tan suculento manjar, tras dudar un poco dijo: "sí, el postre se llamaba....cojones de cura. ¡Cómo! , exclamé yo, eso no puede ser, suena horriblemente mal. ¡No, no!, recapacitó mi amiga, el postre se llamaba "huevos de fraile". ¡Eso suena mucho mejor!".
Aunque las dos expresiones parecían aludir a lo mismo en realidad su significado era muy distinto.

Mejor no adentrarse en los misterios de la teología y en las confusiones eclesiásticas. Uno se puede equivocar y decir cosas que no piensa.