Cuando
era pequeño conocí a un pastor protestante de Pensilvania que tenía una visión
del Cielo muy peculiar. Según él contaba, el Paraíso se lo imaginaba como un
lugar lleno de cascadas de Coca-cola. A mí, que me gustaba, y mucho, la
Coca-cola, tal visión me reforzaba en el empeño de seguir siendo el niño bueno
que todo el mundo afirmaba que yo era para, de ese modo, garantizarme el premio
eterno en el Paraíso.
Ahora
que ya no soy niño y puede que no sea bueno, tal visión no me refuerza para
mejorar mis acciones en este mundo. No tengo un idea cierta del Paraíso pero,
por el contrario, sí que soy capaz de imaginarme el infierno.
Para
mí el infierno se me presenta bajo el aspecto de una reunión de evaluación sin
fin. Creo que podría soportar las llamas pero una reunión de evaluación que no
tuviera término sí que conseguiría, de creer en ella, que me esforzara con la
mayor de mis energías para no ser merecedor de tal condena.
Sólo
hay algo que me produce más terror: una reunión de claustro que no tuviera fin.
Un
infierno que consistiera en escuchar para toda la Eternidad las canciones de
Julio Iglesias no me lo imagino pues por implacable que sea la justicia divina,
su bondad no lo hace concebible.
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