¿Es
cierto aquello que se dice sobre los relojes parados, que dan dos veces al día
la hora exacta?
En
un uso coloquial se entiende lo que la broma quiere mostrar: la poca exactitud que
muestran los relojes, sobre todo los que han de ser reanimados con cuerda o los
que se alimentan con pilas.
Ahora,
cuando toda una nueva generación se ha acostumbrado a consultar la hora en el
teléfono móvil, vamos camino de que esa broma pierda su sentido y día llegará
en que a los niños les resulte tan arcana la interpretación del sentido de las
agujas del reloj como a mí entender cómo
se halla el peso en una romana.
Si
del ámbito coloquial pasamos al terreno más estricto de lo que es el tiempo, tendremos
que decir que un reloj parado no da la hora exacta dos veces al día, al
contrario, no la da nunca.
El
tiempo está formado de instantes, pero los instantes también fluyen, son
temporales. Un instante no es un punto detenido en el tiempo. Si así fuera, la
suma de instantes no podría dar como resultado una realidad temporal.
Una
fotografía es estática. La rápida sucesión de fotografías estáticas produce la
ilusión de movimiento. Esa es la base del engaño a los sentidos que supone la
invención del cinematógrafo.
El
tiempo es consuntivo. Realizar una fotografía es un intento de captar un
momento de una vida que nunca se detiene. El precio que hay que pagar es el de
captar la imagen pero perder la sucesión, el transcurso.
La
fotografía muestra sin grandes reflexiones pero con la contundencia del gesto
el anhelo de inmortalidad y la imposibilidad de la misma. Vivir es envejecer.
No envejece el que no vive. Las personas que murieron jóvenes nunca envejecen,
pues su imagen queda congelada en algún instante de su juventud, conservándose
en la memoria de quienes las conocieron con la lozanía perenne pero engañosa de
una vida truncada.
Es
la misma sensación que experimentó aquel escalador que camino de la cumbre dio
con el cadáver congelado de su padre y sintió una sensación de extrañeza al ver
un cuerpo que mostraba ser más joven que el de su hijo en aquel momento. El
padre estaba más joven que su hijo, pero como consecuencia del tributo que como
él, tantos escaladores pagan a la montaña.
No
obstante, el arte puede y debe desmentir a la realidad. Una fotografía no capta
la realidad de la vida pero encierra otro tipo de realidad.
El
instante captado, detenido, nos muestra la fugacidad bajo el prisma de la
eternidad, una realidad imposible por contradictoria pero verdadera en cuanto a
su afán.
Cuando
la fotografía desplegó su vuelo, no dejó de haber personas que aseguraran que
el tiempo de la pintura de retrato ya había pasado y que la fotografía había
ocupado su lugar.
El
retrato a lápiz que sobre una fotografía de mi madre ha realizado Luisa
Domenech por encargo de una hermana mía como regalo de cumpleaños es una
muestra de cómo, sobre una bella imagen obtenida de manera mecánica se puede
lograr una recreación más bella aún, pero de total veracidad.
El
instante robado a la sucesión por una mano anónima allá por el año 1947 es
transcendido por la mano de la artista y dotado de una veracidad vital que la
imagen mecánica no puede captar y sí es lograda por una mano tras la cual hay
esfuerzo, trabajo, empeño y enorme talento.
La
verdad del instante se capta mejor con el dibujo, tarea que se realiza en el
tiempo, que con la fotografía, resultado mecánico de un instante.
Hay
mayor verdad en el retrato que en la fotografía dado que el retrato se realiza
en el tiempo, y ese tiempo de esfuerzo y de empeño dota al resultado de la
veracidad vital que en la fotografía, aunque bella también, no puede estar
presente.
Lo
que en su día la cámara reflejó se nos muestra ahora como el resultado de lo
que una mirada ha captado. La fotografía mostró un rostro ofrecido a la cámara.
El retrato a lápiz nos devuelve esa misma imagen transcendida por una mano hábil
al servicio de una mirada penetrante.
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