sábado, 28 de septiembre de 2013

INSULTOS CORTESES.

Curioso país el nuestro. Insultamos hasta para expresar admiración, sobre todo si se trata de alabar alguna actividad en la que se requiera un grado notable de habilidad.
“¡Qué bien juega el cabrón!” diremos si estamos ante alguien que se desempeña bien con el balón o que destaca en cualquier otro deporte.
“¡Qué bien toca el “hijoputa”!” puede ser una expresión habitual para mostrar nuestra aprobación a la manera de tocar el piano, la guitarra o cualquier otro instrumento por parte de algún conocido.
Por el contrario, cuando queremos advertir a alguien que no nos gusta su manera de proceder recurrimos a expresiones corteses del tipo de: “caballero, permítame decirle que….” tras lo cual vendrá con toda seguridad una reprimenda dirigida hacia el mencionado caballero.
El insulto para la admiración. La cortesía para el reproche.

Somos un país curioso, en verdad.

martes, 24 de septiembre de 2013

MENTIRAS BIEN VISTAS.








Resulta humanamente comprensible en épocas de crisis echar la culpa a otros de las dificultades por las que estamos pasando. Esos otros pueden ser en nuestro caso los alemanes como responsables de las políticas económicas de austeridad, o los británicos por el secular conflicto de Gibraltar. No falta tampoco nunca alguna alusión a los marroquíes, nuestros vecinos del sur o a los franceses, siempre vistos como arrogantes. Los portugueses son sencillamente ignorados pues con ellos podemos ejercer la actitud de desdén que no nos permiten los otros vecinos, o más potentes o potencialmente más peligrosos.

Sin negar que en ocasiones pueda estar justificado nuestro enfado, pues es cierto que la forma de liderar Europa por parte de Alemania ofrece muchos aspectos abiertos a la crítica, no estaría de más que mirásemos un poco en nuestros defectos.
Uno de ellos es el de nuestra relación con la verdad. Se da en España una actitud bastante comprensiva con la mentira. Olvidamos con frecuencia que la mentira es un importante vicio desde cualquier punto de vista secular y es pecado desde cualquier punto de vista religioso. Tendemos de manera bastante generalizada a comprender la mentira y a ver en ella más un rasgo de habilidad admisible en la lucha por la vida que un defecto grave, que es en suma aquello en que consiste la mentira.
Esa actitud de comprensión hacia la mentira ha cristalizado en el lenguaje pues disponemos de una palabra muy peculiar, la palabra mentirijilla. Con ella parece aludirse a una pequeña mentira, a una mentira poco importante y en el fondo casi que justificada.
El riesgo que corremos al no mostrarnos severos con la mentira es de de la falta de confianza que con tal actitud podemos provocar. Las consecuencias se pueden ver en la sociedad civil y en el mundo político. Una falta general de responsabilidad e incluso una sensación de impunidad se imponen a primera vista como rasgos que definen a la actual sociedad española. Hechos que en otros países pueden ocasionar el fin de una carrera política son admitidos aquí como algo normal, comprensible y aceptable.
Lo más grave es la pérdida de tensión ética que tales comportamientos traen consigo. La crítica al político corrupto, al juez venal, al empresario o sindicalista poco honesto no responde en España muchas veces a la indignación que tales comportamientos deben producir en toda persona honesta sino que, en más de una ocasión, tal indignación viene provocada por la envidia que los que observan tales hechos sienten al no haber podido tener la oportunidad de protagonizarlos ellos mismos.
La queja no viene en ocasiones de la crítica racional sino que es un lamento ante la falta de oportunidad que más de uno siente al no haber tenido ocasión de aprovecharse de circunstancias similares.

La comprensión ante la mentira es comprensión ante la trampa. Se es comprensivo con el estudiante que copia, con el fontanero que realiza una obra sin factura, con el evasor de impuestos. El lado especular de esta visión presenta a la persona que cumple con sus obligaciones, que es honesta y que no miente no como un modelo que hay que imitar sino más bien como alguien poco inteligente. Para nosotros la inteligencia no va ligada a la honestidad sino a la pillería. Somos el país de la novela picaresca, hecho muy interesante para el estudioso de la literatura. Lo lamentable es que seguimos ofreciendo abundantes ejemplos para que en el siglo XXI surjan nuevos novelistas que aseguren, para nuestro descrédito, la permanencia y vigencia de tal género de escritura.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Sobre Gracián y la brevedad.

“Lo bueno, si breve, dos veces bueno” decía Baltasar Gracián.
Mucha gente olvida que de aquí no se desprende que lo breve sea bueno sino que lo bueno puede serlo más si es breve.

Eso sí, la brevedad añade algo a un mal pensamiento: la cortesía de no tenerte mucho tiempo ocupado en leerlo. Un mal pensamiento que además no sea breve es una falta de consideración.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

“EL MACEIRAS”


Fue allá por el otoño de 1975, en el Instituto de San Isidro. Entonces los estudiantes de Bachillerato comenzábamos el curso en octubre. Cuando el jefe de estudios Márquez, al que pronto llamaríamos “Garfunkel”, nos citó en la escalera del nuevo pabellón para distribuirnos en nuestros grupos, nos comunicó que, debido a unas obras que se estaban realizando, el curso comenzaría el día 13 de octubre. Este contratiempo fue recibido por parte de los estudiantes que allí nos congregábamos con el natural regocijo.
Comenzado al fin el curso, vimos desfilar ante nosotros a los distintos profesores que nos habían sido adjudicados. Cuando llegó el turno de la asignatura de Historia se presentó ante la clase el profesor encargado de la misma. Lo primero que hizo fue decirnos su nombre, Manuel Maceiras , y puso su apellido en el encerado.
Pronto nos fuimos dando cuenta de que se trataba de un profesor y de una persona fuera de lo común.
Si aparecía algún país lejano, allí había estado él. Si de lo que se hablaba era de algún personaje conocido, era más que probable que en más de una ocasión él lo hubiera tratado personalmente.
Lo tuve como profesor tres años seguidos. Nos dio Historia, Geografía y francés. Lo más curioso de todo es que Maceiras, ya para nosotros “el Maceiras”, no era especialista en ninguna de estas materias. Era doctor en filosofía. Años después, estando yo en la facultad, pude por fin conocerlo en su auténtica especialidad.
Maceiras fue siempre con nosotros una persona de trato fácil y directo, si bien esto no estaba reñido con ocasionales enfados y estallidos de carácter, que solían ser intensos pero pasajeros.
Con Maceiras se aprendían muchas cosas, más por el entusiasmo con que eran comunicadas que por lo sistemático del método. Si en el transcurso de la clase surgía alguna cuestión no prevista pero que él consideraba de interés, no dudaba en desviarse del curso previsto para tratar dicha cuestión.
Fue Maceiras el que durante todos esos años se encargó de que nosotros tuviésemos la posibilidad de realizar un viaje de fin de estudios. Para conseguir los medios necesarios para poder realizar el viaje se tomaba un esfuerzo y dedicación extraordinarios. El nos dio la posibilidad de viajar a París y a Londres.
Maceiras tenía el raro talento de saber hablar a los jóvenes sin caer por ello en la adulación y la imitación de los comportamientos juveniles. Creo que ahí radicaba gran parte del predicamento que tenía entre nosotros. La juventud tiene un olfato especial para captar cuándo se la está adulando y prefiere que las personas ya maduras se dirijan a ella con afabilidad pero sin afectación. Hay que tener talento para dirigirse a los jóvenes y Maceiras lo tenía.
Lo ví por última vez hace siete años, en el San Isidro, con motivo de una conmemoración. Me reconoció, a pesar de los largos años transcurridos sin vernos y me llamó por mi apellido. En esa ocasión realizó en el salón de actos una intervención llena de humanidad y cariño.
Siempre nos advertía de la necesidad de no dejarse llevar por la pereza. El hábito de la diligencia lo tenía bien arraigado en su ánimo desde sus primeros años en su ciudad natal de La Coruña, y trató por todos los medios de inculcárnoslo a nosotros, gente de natural indolente.
Creo no equivocarme si digo que, aunque sus conocimientos eran abundantes y sólidos, lo más importante de sus enseñanzas cabe situarlo en el estilo de vida que él nos invitaba a recorrer.
Mi agradecimiento hacia Maceiras no tiene límite.





viernes, 6 de septiembre de 2013

MI PRIMER INSTITUTO

El día de mi primer claustro en un instituto, hace ya 25 años, llegué antes de la hora, muy nervioso y con la creencia de que iba a asistir a un acontecimiento muy importante.
Empecé a sospechar que algo no marchaba de acuerdo con mi manera de ser cuando me di cuenta de que para anunciar que comenzaba un nuevo curso la directora empleó algo así como tres cuartos de hora. Poco después fijé la vista sobre algunos de mis compañeros y, tras cerciorarme bien y recuperarme de la sorpresa pude comprobar cómo una compañera ya entrada en años estaba haciendo punto. La solemnidad del momento se perdió para siempre.
Pasaron los meses y me percaté de que había que estar preparado y atento pues de lo contrario se corría un serio riego de pasar varios meses pagando una enciclopedia pues los representantes de una planetaria editorial acudían en los recreos a promocionar sus productos. Había gentes que eran capaces de renunciar a su tiempo de descanso con tal de escuchar una charla y bajo la promesa de obtener un regalo, que solía consistir en un paraguas con unos colores que daban el aspecto a todos los profesores asistentes a la charla de ser seguidores despistados del Betis.
Sólo una vez cometí el error de asistir a la charla con la consecuencia de que durante tres largos años estuve pagando una enciclopedia que no es que usara poco, es que no la consulté jamás. Cuando sabía algo no acudía a la enciclopedia y cuando no lo sabía, como ni siquiera sabía que no lo sabía, tampoco.
Ahora en los claustros no se hace punto aunque no falte quien quiera hacer la puñeta. Por lo menos, con la revolución digital, nos hemos librado de las charlas de los vendedores. Ahora vienen los de los sindicatos y venden humo. Es una pena, porque harían falta buenos sindicatos y más ahora, pero así están las cosas.
Cuando me fijaba hace 25 años en mis compañeros más viejos, yo, que entonces tenía bastante ilusión, veía a algunos de ellos un poco tristes y con poco ánimo.
Así estoy yo ahora.
¡Hace falta que la antorcha pase a otras manos!.


martes, 3 de septiembre de 2013

NAPOLEÓN Y LA ORACIÓN PASIVA.

Cuando de pequeños el maestro nos explicaba la diferencia existente entre la oración activa y la oración pasiva , aprendíamos de paso expresiones del tipo de sujeto paciente y complemento agente amén de otras que sin duda el tiempo ha ido relegando en el olvido.
Para ilustrar por vía de ejemplo estos dos tipos de oraciones se nos  proponían casos concretos como: “la policía detuvo a los ladrones” (oración activa ) y “los ladrones fueron detenidos por la policía” ( oración pasiva ).
Sin discutir lo adecuado y pertinente de tales ejemplos, lo que nunca se nos explicaba ( puede que no fuera procedente hacerlo en aquellos momentos ) es que a parte de la diferencia de construcción entre estos dos tipos de oraciones había además una visión totalmente distinta que dependía del juicio que cada uno tuviera de quién era protagonista y quién simplemente  un actor secundario de la acción.
El protagonista, víctima o promotor de la acción, era siempre el sujeto. Ya fuera un sujeto activo o paciente, en él nos fijábamos con una atención más destacada.
Nuestra manera de entender la gramática no ha estado aislada, todo lo contrario, de nuestra manera de pensar. La visión aristotélica del mundo, con su distinción entre substancia y accidente tiene su correlato en la distinción de sujeto y predicado.
La Historia se puede entender y de hecho lo ha sido a lo largo de los siglos de muy distintas maneras pero no cabe duda que la historia se ha de contar recurriendo a un lenguaje con sus estructuras gramaticales y no es en absoluto inocente la manera que los historiadores han tenido de narrar. Herodoto, Tucídides, Jenofonte, Tito Livio, Tácito, Gibbon, Mommsen; fueron grandes historiadores pero también grandes escritores.

El historiador Edward Gibbon.

Cada uno de ellos se expresó con unos medios pero contribuyó también a moldearlos.
Si volvemos a nuestro principio, a la distinción entre oración activa y oración pasiva, veremos que siempre que se narra la derrota final de Napoleón, se suele decir algo así como : “Napoleón Bonaparte fue derrotado por Wellington en la batalla de Waterloo”. Jamás, o muy raras veces se dice “Wellington derrotó a Napoleón Bonaparte en la batalla de Waterloo”.
Se emplea una estructura clásica de oración pasiva, adecuada para señalar a alguien como víctima ( lo propio para referirse a quien ha sufrido una derrota ) pero que sigue siendo el protagonista de la epopeya, si bien en este caso de una manera paciente. Siendo Wellington el vencedor, queda relegado a la secundaria función de un complemento.
No es de mi interés aquí señalar lo justo o injusto de esta situación. No me ocupo en este caso tanto de la verdad como de la manera en que esta siempre es trasladada desde una determinada visión. Si Napoleón aparece como sujeto tanto en las ocasiones propicias como en las infortunadas es porque así fue reflejado en la epopeya napoleónica. Probablemente si fuéramos capaces de tener una visión menos “romántica” y más distanciada nos daríamos cuenta del hecho de que Napoleón jamás derrotó a su mayor enemigo en un campo de batalla. Las campañas que el general inglés desarrolló en la península Ibérica tuvieron por contrincantes a mariscales subordinados al emperador francés. La única ocasión en que se vieron los dos enemigos frente a frente fue en Waterloo y ahí Wellington infligió a Napoleón su derrota más decisiva y ocasionó el final de su carrera.

Bonaparte atravesando el Gran San Bernardo, por David.

No obstante, la forma de narrar sigue de manera terca afirmando que Napoleón fue derrotado por Wellington y no que Wellington derrotó a Napoleón. Pese a la contundencia de la derrota, la historia la narra dando a Napoleón un papel de protagonista y a Wellington una función complementaria. Napoleón resulta importante por sí, y Wellington adquiere su relevancia por el hecho de haberse cruzado en el camino de Napoleón. La luz del general inglés es planetaria, prestada. La luz de Napoleón es la de un astro, aún en su declive.
Las anteriores consideraciones muestran que no sólo valoramos mediante adjetivos sino que también el lugar que asignamos a una persona en el marco de una oración encierra una valoración. El empleo del adjetivo tiene una dimensión más voluntaria y consciente, expresa en buena medida la opinión que quien narra tiene de alguien. La situación que a alguien asignamos en la oración suele ser por el contrario más inconsciente y dependiente de valoraciones recibidas y cristalizadas a lo largo del tiempo.

Duque de Wellington

El siglo XIX elevó un monumento a Napoleón, un monumento hecho no en piedra ni en bronce sino en papel. Sus triunfos y su asombrosa carrera proporcionaron material más que suficiente para erigir dicho monumento pero su derrota y sobre todo su cautiverio en Santa Elena dotaron de un tono trágico casi legendario a toda su trayectoria.
Napoleón fue por tanto sujeto, tanto activo como paciente y así es como sin apenas darnos cuenta lo reflejamos cada vez que narramos su vida y sus avatares.
¿Es posible otra forma de narrar la historia?
Queda abierta la cuestión. Quizá lograremos superar el marco heroico de la historia cuando esta salga del ámbito de la literatura y se adentre en el estudio de estratos más profundos. Puede que, como han intentado algunas tendencias, haya que ir hacia una manera de enfocar la historia menos literaria y más geológica, que atienda con mayor interés a los estratos profundos sobre los que se levantan unos héroes que con su luz probablemente deslumbren y no nos dejen captar la auténtica realidad de los procesos históricos y la amarga existencia de las gentes comunes, olvidadas muchas veces en los grandes relatos, y que son la substancia viva de la historia.
Volviendo por última vez a Napoleón, si conseguimos escapar del impacto de su epopeya nos daremos cuenta de un hecho irrebatible: sus conquistas militares y territoriales no sobrevivieron a su derrota. Los oropeles del imperio se desvanecieron  con una asombrosa rapidez. En cambio su legislación, en especial su Código, sobrevivió a regímenes y revoluciones de todo tipo.
Puede que en su conciencia personal el corso se sintiera un nuevo César o  un nuevo Alejandro, pero su obra efectiva y perdurable fue en realidad la de un nuevo Justiniano. El resplandor del gran conquistador ha ocultado la realidad, quizá más prosaica pero en verdad más perdurable del gran legislador.