Fue
allá por el otoño de 1975, en el Instituto de San Isidro. Entonces los estudiantes de Bachillerato
comenzábamos el curso en octubre. Cuando el jefe de estudios Márquez, al que
pronto llamaríamos “Garfunkel”, nos citó en la escalera del nuevo pabellón para
distribuirnos en nuestros grupos, nos comunicó que, debido a unas obras que se
estaban realizando, el curso comenzaría el día 13 de octubre. Este contratiempo
fue recibido por parte de los estudiantes que allí nos congregábamos con el
natural regocijo.
Comenzado
al fin el curso, vimos desfilar ante nosotros a los distintos profesores que
nos habían sido adjudicados. Cuando llegó el turno de la asignatura de Historia
se presentó ante la clase el profesor encargado de la misma. Lo primero que
hizo fue decirnos su nombre, Manuel Maceiras , y puso su apellido en el
encerado.
Pronto
nos fuimos dando cuenta de que se trataba de un profesor y de una persona fuera
de lo común.
Si
aparecía algún país lejano, allí había estado él. Si de lo que se hablaba era
de algún personaje conocido, era más que probable que en más de una ocasión él
lo hubiera tratado personalmente.
Lo
tuve como profesor tres años seguidos. Nos dio Historia, Geografía y francés.
Lo más curioso de todo es que Maceiras, ya para nosotros “el Maceiras”, no era
especialista en ninguna de estas materias. Era doctor en filosofía. Años
después, estando yo en la facultad, pude por fin conocerlo en su auténtica
especialidad.
Maceiras
fue siempre con nosotros una persona de trato fácil y directo, si bien esto no
estaba reñido con ocasionales enfados y estallidos de carácter, que solían ser
intensos pero pasajeros.
Con
Maceiras se aprendían muchas cosas, más por el entusiasmo con que eran
comunicadas que por lo sistemático del método. Si en el transcurso de la clase
surgía alguna cuestión no prevista pero que él consideraba de interés, no
dudaba en desviarse del curso previsto para tratar dicha cuestión.
Fue
Maceiras el que durante todos esos años se encargó de que nosotros tuviésemos
la posibilidad de realizar un viaje de fin de estudios. Para conseguir los
medios necesarios para poder realizar el viaje se tomaba un esfuerzo y
dedicación extraordinarios. El nos dio la posibilidad de viajar a París y a
Londres.
Maceiras
tenía el raro talento de saber hablar a los jóvenes sin caer por ello en la
adulación y la imitación de los comportamientos juveniles. Creo que ahí
radicaba gran parte del predicamento que tenía entre nosotros. La juventud
tiene un olfato especial para captar cuándo se la está adulando y prefiere que
las personas ya maduras se dirijan a ella con afabilidad pero sin afectación.
Hay que tener talento para dirigirse a los jóvenes y Maceiras lo tenía.
Lo
ví por última vez hace siete años, en el San Isidro, con motivo de una
conmemoración. Me reconoció, a pesar de los largos años transcurridos sin
vernos y me llamó por mi apellido. En esa ocasión realizó en el salón de actos
una intervención llena de humanidad y cariño.
Siempre
nos advertía de la necesidad de no dejarse llevar por la pereza. El hábito de
la diligencia lo tenía bien arraigado en su ánimo desde sus primeros años en su
ciudad natal de La Coruña, y trató por todos los medios de inculcárnoslo a
nosotros, gente de natural indolente.
Creo
no equivocarme si digo que, aunque sus conocimientos eran abundantes y sólidos,
lo más importante de sus enseñanzas cabe situarlo en el estilo de vida que él
nos invitaba a recorrer.
Mi
agradecimiento hacia Maceiras no tiene límite.
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