Cuando
de pequeños el maestro nos explicaba la diferencia existente entre la oración activa y la oración pasiva , aprendíamos de paso expresiones del tipo de sujeto paciente y complemento agente amén de otras que sin duda el tiempo ha ido
relegando en el olvido.
Para
ilustrar por vía de ejemplo estos dos tipos de oraciones se nos proponían casos concretos como: “la policía
detuvo a los ladrones” (oración activa ) y “los ladrones fueron detenidos por
la policía” ( oración pasiva ).
Sin
discutir lo adecuado y pertinente de tales ejemplos, lo que nunca se nos
explicaba ( puede que no fuera procedente hacerlo en aquellos momentos ) es que
a parte de la diferencia de construcción entre estos dos tipos de oraciones
había además una visión totalmente distinta que dependía del juicio que cada
uno tuviera de quién era protagonista y quién simplemente un actor secundario de la acción.
El
protagonista, víctima o promotor de la acción, era siempre el sujeto. Ya fuera
un sujeto activo o paciente, en él nos fijábamos con una atención más
destacada.
Nuestra
manera de entender la gramática no ha estado aislada, todo lo contrario, de
nuestra manera de pensar. La visión aristotélica del mundo, con su distinción
entre substancia y accidente tiene su correlato en la distinción de sujeto y
predicado.
La
Historia se puede entender y de hecho lo ha sido a lo largo de los siglos de
muy distintas maneras pero no cabe duda que la historia se ha de contar
recurriendo a un lenguaje con sus estructuras gramaticales y no es en absoluto
inocente la manera que los historiadores han tenido de narrar. Herodoto,
Tucídides, Jenofonte, Tito Livio, Tácito, Gibbon, Mommsen; fueron grandes
historiadores pero también grandes escritores.
El historiador Edward Gibbon. |
Cada
uno de ellos se expresó con unos medios pero contribuyó también a moldearlos.
Si
volvemos a nuestro principio, a la distinción entre oración activa y oración
pasiva, veremos que siempre que se narra la derrota final de Napoleón, se
suele decir algo así como : “Napoleón Bonaparte fue derrotado por Wellington en
la batalla de Waterloo”. Jamás, o muy raras veces se dice “Wellington derrotó a
Napoleón Bonaparte en la batalla de Waterloo”.
Se
emplea una estructura clásica de oración pasiva, adecuada para señalar a
alguien como víctima ( lo propio para referirse a quien ha sufrido una derrota
) pero que sigue siendo el protagonista de la epopeya, si bien en este caso de
una manera paciente. Siendo Wellington el vencedor, queda relegado a la
secundaria función de un complemento.
No
es de mi interés aquí señalar lo justo o injusto de esta situación. No me ocupo
en este caso tanto de la verdad como de la manera en que esta siempre es
trasladada desde una determinada visión. Si Napoleón aparece como sujeto tanto
en las ocasiones propicias como en las infortunadas es porque así fue reflejado
en la epopeya napoleónica. Probablemente si fuéramos capaces de tener una
visión menos “romántica” y más distanciada nos daríamos cuenta del hecho de que
Napoleón jamás derrotó a su mayor enemigo en un campo de batalla. Las campañas
que el general inglés desarrolló en la península Ibérica tuvieron por
contrincantes a mariscales subordinados al emperador francés. La única ocasión
en que se vieron los dos enemigos frente a frente fue en Waterloo y ahí
Wellington infligió a Napoleón su derrota más decisiva y ocasionó el final de
su carrera.
Bonaparte atravesando el Gran San Bernardo, por David. |
No
obstante, la forma de narrar sigue de manera terca afirmando que Napoleón fue
derrotado por Wellington y no que Wellington derrotó a Napoleón. Pese a la
contundencia de la derrota, la historia la narra dando a Napoleón un papel de
protagonista y a Wellington una función complementaria. Napoleón resulta
importante por sí, y Wellington adquiere su relevancia por el hecho de haberse
cruzado en el camino de Napoleón. La luz del general inglés es planetaria, prestada.
La luz de Napoleón es la de un astro, aún en su declive.
Las
anteriores consideraciones muestran que no sólo valoramos mediante adjetivos
sino que también el lugar que asignamos a una persona en el marco de una
oración encierra una valoración. El empleo del adjetivo tiene una dimensión más
voluntaria y consciente, expresa en buena medida la opinión que quien narra
tiene de alguien. La situación que a alguien asignamos en la oración suele ser
por el contrario más inconsciente y dependiente de valoraciones recibidas y
cristalizadas a lo largo del tiempo.
Duque de Wellington |
El
siglo XIX elevó un monumento a Napoleón, un monumento hecho no en piedra ni en
bronce sino en papel. Sus triunfos y su asombrosa carrera proporcionaron
material más que suficiente para erigir dicho monumento pero su derrota y sobre
todo su cautiverio en Santa Elena dotaron de un tono trágico casi legendario a
toda su trayectoria.
Napoleón
fue por tanto sujeto, tanto activo como paciente y así es como sin apenas
darnos cuenta lo reflejamos cada vez que narramos su vida y sus avatares.
¿Es
posible otra forma de narrar la historia?
Queda
abierta la cuestión. Quizá lograremos superar el marco heroico de la historia
cuando esta salga del ámbito de la literatura y se adentre en el estudio de
estratos más profundos. Puede que, como han intentado algunas tendencias, haya
que ir hacia una manera de enfocar la historia menos literaria y más geológica,
que atienda con mayor interés a los estratos profundos sobre los que se levantan
unos héroes que con su luz probablemente deslumbren y no nos dejen captar la
auténtica realidad de los procesos históricos y la amarga existencia de las
gentes comunes, olvidadas muchas veces en los grandes relatos, y que son la
substancia viva de la historia.
Volviendo
por última vez a Napoleón, si conseguimos escapar del impacto de su epopeya nos
daremos cuenta de un hecho irrebatible: sus conquistas militares y
territoriales no sobrevivieron a su derrota. Los oropeles del imperio se
desvanecieron con una asombrosa rapidez.
En cambio su legislación, en especial su Código, sobrevivió a regímenes y
revoluciones de todo tipo.
Puede
que en su conciencia personal el corso se sintiera un nuevo César o un nuevo Alejandro, pero su obra efectiva y
perdurable fue en realidad la de un nuevo Justiniano. El resplandor del gran
conquistador ha ocultado la realidad, quizá más prosaica pero en verdad más
perdurable del gran legislador.
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