El
día de mi primer claustro en un instituto, hace ya 25 años, llegué antes de la
hora, muy nervioso y con la creencia de que iba a asistir a un acontecimiento
muy importante.
Empecé
a sospechar que algo no marchaba de acuerdo con mi manera de ser cuando me di
cuenta de que para anunciar que comenzaba un nuevo curso la directora empleó
algo así como tres cuartos de hora. Poco después fijé la vista sobre algunos de
mis compañeros y, tras cerciorarme bien y recuperarme de la sorpresa pude
comprobar cómo una compañera ya entrada en años estaba haciendo punto. La
solemnidad del momento se perdió para siempre.
Pasaron
los meses y me percaté de que había que estar preparado y atento pues de lo
contrario se corría un serio riego de pasar varios meses pagando una
enciclopedia pues los representantes de una planetaria editorial acudían en los
recreos a promocionar sus productos. Había gentes que eran capaces de renunciar
a su tiempo de descanso con tal de escuchar una charla y bajo la promesa de obtener
un regalo, que solía consistir en un paraguas con unos colores que daban el
aspecto a todos los profesores asistentes a la charla de ser seguidores
despistados del Betis.
Sólo
una vez cometí el error de asistir a la charla con la consecuencia de que
durante tres largos años estuve pagando una enciclopedia que no es que usara
poco, es que no la consulté jamás. Cuando sabía algo no acudía a la
enciclopedia y cuando no lo sabía, como ni siquiera sabía que no lo sabía,
tampoco.
Ahora
en los claustros no se hace punto aunque no falte quien quiera hacer la puñeta.
Por lo menos, con la revolución digital, nos hemos librado de las charlas de
los vendedores. Ahora vienen los de los sindicatos y venden humo. Es una pena,
porque harían falta buenos sindicatos y más ahora, pero así están las cosas.
Cuando
me fijaba hace 25 años en mis compañeros más viejos, yo, que entonces tenía
bastante ilusión, veía a algunos de ellos un poco tristes y con poco ánimo.
Así
estoy yo ahora.
¡Hace
falta que la antorcha pase a otras manos!.
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