Resulta
humanamente comprensible en épocas de crisis echar la culpa a otros de las
dificultades por las que estamos pasando. Esos otros pueden ser en nuestro caso
los alemanes como responsables de las políticas económicas de austeridad, o los
británicos por el secular conflicto de Gibraltar. No falta tampoco nunca alguna
alusión a los marroquíes, nuestros vecinos del sur o a los franceses, siempre
vistos como arrogantes. Los portugueses son sencillamente ignorados pues con
ellos podemos ejercer la actitud de desdén que no nos permiten los otros
vecinos, o más potentes o potencialmente más peligrosos.
Sin
negar que en ocasiones pueda estar justificado nuestro enfado, pues es cierto
que la forma de liderar Europa por parte de Alemania ofrece muchos aspectos abiertos
a la crítica, no estaría de más que mirásemos un poco en nuestros defectos.
Uno
de ellos es el de nuestra relación con la verdad. Se da en España una actitud
bastante comprensiva con la mentira. Olvidamos con frecuencia que la mentira es
un importante vicio desde cualquier punto de vista secular y es pecado desde
cualquier punto de vista religioso. Tendemos de manera bastante generalizada a
comprender la mentira y a ver en ella más un rasgo de habilidad admisible en la
lucha por la vida que un defecto
grave, que es en suma aquello en que consiste la mentira.
Esa
actitud de comprensión hacia la mentira ha cristalizado en el lenguaje pues disponemos
de una palabra muy peculiar, la palabra mentirijilla.
Con ella parece aludirse a una pequeña mentira, a una mentira poco
importante y en el fondo casi que justificada.
El
riesgo que corremos al no mostrarnos severos con la mentira es de de la falta
de confianza que con tal actitud podemos provocar. Las consecuencias se pueden
ver en la sociedad civil y en el mundo político. Una falta general de
responsabilidad e incluso una sensación de impunidad se imponen a primera vista
como rasgos que definen a la actual sociedad española. Hechos que en otros
países pueden ocasionar el fin de una carrera política son admitidos aquí como
algo normal, comprensible y aceptable.
Lo
más grave es la pérdida de tensión ética que tales comportamientos traen
consigo. La crítica al político corrupto, al juez venal, al empresario o
sindicalista poco honesto no responde en España muchas veces a la indignación
que tales comportamientos deben producir en toda persona honesta sino que, en
más de una ocasión, tal indignación viene provocada por la envidia que los que
observan tales hechos sienten al no haber podido tener la oportunidad de protagonizarlos
ellos mismos.
La
queja no viene en ocasiones de la crítica racional sino que es un lamento ante
la falta de oportunidad que más de uno siente al no haber tenido ocasión de
aprovecharse de circunstancias similares.
La
comprensión ante la mentira es comprensión ante la trampa. Se es comprensivo
con el estudiante que copia, con el fontanero que realiza una obra sin factura,
con el evasor de impuestos. El lado especular de esta visión presenta a la
persona que cumple con sus obligaciones, que es honesta y que no miente no como
un modelo que hay que imitar sino más bien como alguien poco inteligente. Para
nosotros la inteligencia no va ligada a la honestidad sino a la pillería. Somos el país de la novela
picaresca, hecho muy interesante para el estudioso de la literatura. Lo
lamentable es que seguimos ofreciendo abundantes ejemplos para que en el siglo
XXI surjan nuevos novelistas que aseguren, para nuestro descrédito, la
permanencia y vigencia de tal género de escritura.
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