sábado, 22 de febrero de 2014

EDUCACIÓN Y VIGILANCIA.

Se cuenta una anécdota sobre los reyes Carlos III y Fernando VII que, aunque probablemente falsa, explica mucho más sobre el respeto que cualquier meditación con pretensiones.

Carlos III en traje de cazador, por Goya.
Se dice que en época del rey Carlos III (1759-1788 ) estaba terminantemente prohibido a los miembros de su guardia jugar a los naipes. La sanción por el incumplimiento de dicha norma era muy severa. Se sabía, a su vez, que las costumbres del rey eran metódicas e inalterables y que una vez que se acostaba, jamás se levantaba para comprobar si los miembros de su guardia cumplían o no con la prescripción impuesta. Pese a conocer que, dado el proceder del rey, era imposible que ningún guardia fuera sorprendido por el monarca en acto de desobediencia a esa norma, jamás nadie tuvo la ocurrencia de desconocer la orden del rey.



En tiempos del rey Fernando VII ( 1808 en su primer reinado y posteriormente 1814-1833 en su segundo reinado ) seguía vigente la prohibición de jugar a las cartas. Lo que variaba era el carácter del rey. El nieto era mucho más desconfiado que su abuelo y solía levantarse de manera inopinada a horas intempestivas de la noche para ver de sorprender a algún guardia en acto de desobediencia a la norma. Aun sabida la costumbre del rey y aun sabidas las malas consecuencias que para los miembros de la guardia conllevaban sus actos, estos jugaban a las cartas de manera habitual, sin que la amenaza regia fuera suficiente a hacerles desistir de tal costumbre.

Dejando a un lado cualquier valoración personal sobre los méritos o deméritos del sistema del Despotismo Ilustrado de Carlos III o del menos ilustrado y mucho más necio despotismo de su nieto Fernando VII la anterior anécdota puede servir para mostrar cómo el respeto no está muchas veces relacionado con la vigilancia sino con la convicción.

Carlos III por Mengs


En los centros de enseñanza se vigila o intenta vigilar de una manera que queda reflejada incluso en la apariencia física de los mismos. Cada vez son más frecuentes en ellos las verjas, tapias de todo tipo, a veces hasta cámaras de vigilancia. Los profesores, cuya única misión tendría que ser la de intentar que sus alumnos adquieran las destrezas necesarias para aprender por sí mismos, que es la única manera en que realmente se aprende, realizan con frecuencia labores de vigilancia en los patios e incluso en las puertas. Se da el caso de profesores cuya tarea en el recreo consiste en pedir un carnet a los alumnos para que puedan, en su tiempo de ocio, salir del centro.
Nunca he querido desarrollar las labores de vigilancia que anteriormente he reseñado y siempre he pedido a los jefes de estudio que no me las asignen. No consigo comprender qué tiene que ver mi trabajo con el acto de pedir en una puerta una documentación.
Con todo, la vigilancia no ha logrado que los alumnos menores de 16 años respeten la norma de no salir del centro.
Hubo un tiempo en que los institutos públicos eran centros abiertos, en los que la mayor libertad de que los alumnos disfrutaban era la mejor escuela de madurez
Antes, cuando un profesor faltaba, los profesores de guardia les decían a los alumnos que aguardaran un tiempo de cortesía, que podía ser de un cuarto de hora y si transcurrido ese tiempo el profesor no se había presentado, se les decía que podían ir al patio o a la biblioteca. Ahora, si falta el profesor de la materia, el profesor de guardia ha de quedarse en el aula con unos alumnos a los que no tiene nada que decir. El malestar que con ello se provoca es gratuito pero muchas veces insoportable.
En los exámenes la manía de la vigilancia puede llegar en ocasiones a extremos de paranoia. Con los medios tecnológicos de que hoy se dispone es fácil copiar. Con todo, nunca he pedido a mis alumnos que depositen en mi mesa sus teléfonos. Sé que pueden copiar y que muchos probablemente lo hagan pero no me gusta ni ética ni estéticamente la visión de desconfianza que con tal orden se transmite y para mí es más educativa la transmisión de un mensaje de lealtad y confianza que no la de la sospecha como sistema. A veces he sorprendido a algún alumno copiando, pero ello dice más de la torpeza del alumno que de mi sagacidad detectivesca.
Cada vez vigilamos más y nos enteramos de menos cosas.
Una vigilancia burlada es siempre un desprestigio.
Ningún plan de estudios por sí mismo es eficaz si no consigue la convicción y esta no se logra sin un trabajo serio desde los primeros pasos del alumno en el sistema educativo.

Francisco Giner de los Ríos

Cuando se habla de los buenos resultados educativos de Finlandia se olvida que, aparte del plan en concreto, en Finlandia hay finlandeses. En Finlandia muchas veces los alumnos permanecen en el aula sin la presencia del profesor, al cual pueden acudir en cualquier momento para pedir su consejo y ayuda. Aquí, en España, lo único que importa es la presencia en el aula, tanto del profesor como del alumno. Lo que se busca es que el joven esté las horas que le correspondan recogido en un establecimiento.
Para poder ser como los finlandeses hace falta que desde pequeños se nos transmitan unas convicciones muy distintas a las que ahora tenemos, basadas en la sospecha por un lado y en el engaño por otro.
Bien mirado, vistos los objetivos que nos proponen, más valiera que nos transfirieran al ministerio del interior, pues hacemos a veces más labor de orden público que de educación.
Siento que nuestras instituciones educativas se parezcan al proceder de Fernando VII y no me produce ninguna ilusión guardar en lo más mínimo ninguna semejanza con el más obtuso de nuestros reyes.



jueves, 13 de febrero de 2014

HISTORIA, PASADO Y CONTINGENCIA.

Es bastante habitual, cuando de leer libros de historia se trata, encontrarse con el empleo del futuro para referirse a acontecimientos ya acaecidos.
Este empleo habitual puede obedecer a muchas causas pero no está exento de implicaciones ontológicas.
No supone ninguna novedad afirmar que la historia tiene como objeto principal de estudio el pasado, ya sea de naciones, pueblos, civilizaciones o culturas. También existe un campo más especializado en la historia de las diversas ciencias e incluso de las diversas disciplinas académicas.
Sea mayor o menor el ámbito de estudio y sea cual sea la especificidad de la historia de que se trate, este uso de los tiempos verbales está consolidado como algo firme.
Es constante la aparición de expresiones como: “esto es lo que acabará causando tal consecuencia” o “ a la larga aquello implicará la aparición de tal fenómeno” para explicar cosas ya sucedidas.
El futuro empleado de esta manera dota a los acontecimientos ya sucedidos de un cierto carácter de implacabilidad. No sólo se informa acerca de que algo ha pasado sino que parece querer dejarse bien sentado que lo que sucedió debió suceder de la manera en que de hecho sucedió.
Si bien no es posible entender la historia como una simple narración de hechos caóticos y si, aunque con menor rigor que en las ciencias experimentales, se trata de encontrar algunos principios generales que puedan dotar de razón y coherencia a los hechos históricos, resulta empeño imposible el  pretender abolir el hecho innegable de que la contingencia nunca podrá ser ignorada en el ámbito histórico. Se podrá tratar de establecer algún tipo de hilo conductor que pueda orientarnos para no vernos ante lo que de otro modo sería una sucesión caótica de hechos muchas veces inexplicables pero no se podrá eliminar nunca un resto de contingencia y, por tanto, de imprevisibilidad en la manera de entender la historia.
Es preciso tratar de imponer racionalidad a la historia pero esa racionalidad no debe establecerse al precio de suprimir una contingencia de base que resulta constitutiva de la propia historia.
Cuando decimos “ esto es lo que provocará tal cosa” estamos tratando de afirmar, aunque muchas veces de manera poco consciente que lo primero tiene como consecuencia necesaria lo segundo.
No sin motivo se cae en esta manera de narrar. A su base hay una explicación: el pasado es inmutable. Lo sucedido no se puede cambiar, es algo ya fijo para siempre. Lo que ha pasado queda establecido con la fijeza y dureza de algo pétreo. Sabido es que ni la omnipotencia divina podría lograr que lo que ha pasado no haya sucedido.
Esta consistencia inmutable del pasado produce en la mente un impulso difícil de evitar que lleva a realizar un tránsito entre lo inmutable del pasado y su necesidad interna, de tal manera que un dato cierto como la inmutabilidad lleva a un error como el de la necesidad.
Se puede ver, como más de una vez se ha hecho, el pasado como un fatalismo al revés. La imagen es bonita pero es preciso tomarla con cautela y evitar el tránsito apenas perceptible entre la imagen y el concepto.
Es menester darse cuenta de que si aceptamos de manera conceptual la idea del pasado como fatalismo al revés, los hechos pierden su más constitutiva característica de novedad y espontaneidad y pasan a ser más que hechos eslabones. La sucesión de acontecimientos se ve subsumida de este modo en una cadena que tiene más el aspecto de algo deductivo y los grandes hechos se convierten más bien en conclusiones. Se corre el riesgo de convertir a la historia en una variante humana de la lógica, viendo lo anterior a modo de premisa y lo posterior a modo de conclusión.
Lo que vemos como lo inmutable de lo ya pasado es algo que en el momento de producirse no estuvo predeterminado. En el presente hay diversas posibilidades, de las cuales algunas se realizan y otras, necesariamente quedarán relegadas al ámbito de lo que nunca sucedió. Esa libertad, aunque por supuesto, nunca ilimitada, no se puede suprimir del pasado si queremos verlo de una manera más veraz, pues de otro modo daríamos del mismo una visión equivocada.
Quizá sería mejor, en vez de hablar de fatalismo al revés, hablar de contingencia congelada.
Un tipo de narración en el que se evitara este uso de futuro tal vez conseguiría transmitir de manera más viva lo que de imprevisible pudo tener un hecho del que por otro lado conocemos ya muchos de sus aspectos. Del hecho de que de un determinado periodo de tiempo sepamos ya los acontecimientos que lo conformaron no debiera  traernos como consecuencia inevitable el privarnos de la posibilidad de revivirlos con autenticidad y para ello habría que recurrir a un tipo de narrativa en la cual ese empleo del futuro con su connotación de implacabilidad y necesidad no se interpusiera en nuestra manera de ver los mismos. Lo único inmutable de los hechos pasados es que de hecho sucedieron, pero sucedieron no de manera implacable y necesaria y por tanto, al revivirlos deberíamos hacerlo sin imponer a los mismos una necesidad que solo lo es en cuanto a ya transcurridos pero no en cuanto que debieran transcurrir tal como de hecho lo hicieron.
Es el conocimiento de lo ya acaecido el que lo convierte en algo distinto a la contingencia de su propio acaecer. Este es sólo un caso particular de un esquema más general y típico de la manera de entender el conocimiento. El saber que algo sucederá parece por de pronto incompatible con la propia libertad con la que algo de hecho sucede. El experimento mental donde esta visión se muestra de manera más clara es en la hipótesis de una mente infinita de Laplace. Esta mente infinita podría predecir de manera exacta cualquier estado futuro del universo. De acuerdo con esta visión, libertad e incluso probabilidad parecen convertirse en nombres que damos a nuestra ignorancia. Desaparece toda idea de contingencia en el universo.
La anterior manera de ver, típica de la fase más exaltada del mecanicismo, dio bastante que hacer en lo que se refiere al problema de la responsabilidad moral y la libertad. Kant, de una manera grandiosa, tuvo que pelear para hacer compatibles en su sistema las implicaciones mecanicistas de un tipo de ciencia en el que creía y un convencimiento de libertad y responsabilidad moral en los que creía con igual firmeza.
En el marco del pensamiento medieval también aparece la relación entre el conocimiento y la libertad. Un Dios omnisciente, en su infinito saber, ha de poseer en su mente, de una manera actual y efectiva, todos los hechos que van a ocurrir en el futuro, y en el caso del hombre, si se quiere preservar la economía de salvación, es preciso pensar al mismo como criatura libre. La forma de superar el obstáculo de que, aun sabiendo lo que el hombre hará, se entienda al mismo hombre como libre es entender que Dios sabe lo que el hombre, en el uso de su libertad, hará. Aquí no se anula la libertad por el hecho de que Dios sepa lo que el hombre va a hacer, pues lo sabe pero sin dotar al futuro de un carácter implacable que haría de la criatura racional un ser irresponsable y, por tanto, no imputable desde un punto de vista moral.
La anterior manera de entender las cosas, dependiente sin duda de preocupaciones morales y teológicas, curiosamente nos permite una salida interesante para enfocar la manera correcta de abordar la narración de hechos pasados. Es cierto que nadie va a suponer al historiador como ser dotado de mente infinita y por tanto, sabedor antes de que ocurra, de todos los hechos que sucederán.
Lo que sí le es posible al historiador es conocer los hechos básicos del pasado y, sin pretender ocupar el lugar que la teología medieval reservó a Dios, sí le es posible, aunque de manera gradual y más modesta, conocer cada vez de manera más minuciosa esos hechos. Si Dios, en el planteamiento tradicional, no anulaba con su conocimiento del futuro la libertad del mismo, es decir, no convertía el futuro en algo implacable, necesario, deductivo y pétreo, a pesar de conocerlo, el historiador, más modesto y presumiblemente privado de divinidad, podría en su ámbito imitar esa especie de contención divina y no pretender que su conocimiento de los hechos anule la libertad de los mismos. Si entender al hombre como libre era un punto de partida necesario para el esquema de economía de salvación de la teología tradicional, entender y saber transmitir los acontecimientos del pasado como contingentes es un punto de partida necesario para que la historia tenga un sentido de autenticidad y, también, para que tenga interés.
No por el hecho de saber cómo sucede algo debe lo que se sabe perder su espontaneidad. Una buena composición musical puede ser un ejemplo adecuado para ilustrar el anterior punto. Gozamos de una música que hemos oído en multitud de ocasiones y no por ello la percibimos como una sucesión implacable de sonidos. Nos siguen sorprendiendo sus rasgos imprevisibles aun cuando nuestra memoria los pueda anticipar. Aunque la construcción de tal música se haya realizado con una lógica férrea, dicha lógica se sabe ocultar para donarnos lo que de inefable tiene la creación lograda.
La manera de transmitir la historia debiera del mismo modo conseguir que el conocimiento y lógica férrea con que el historiador ha estudiado los hechos y dominado su materia no se plasmara en un relato rígido en el cual nada nuevo, imprevisible o espontáneo tuviera cabida. El historiador tendría que poseer algo muy poco habitual, la modestia divina de no trocar su saber sobre algo en ausencia de libertad de eso que se sabe.
La soberbia del historiador no deja de ser una de las muchas maneras de manifestarse que tiene la soberbia de todo narrador omnisciente. En este sentido, el todopoderoso Dios medieval era mucho más modesto que el historiador y el novelista modernos.





lunes, 10 de febrero de 2014

EL JUEZ CASTRO O LA NORMALIDAD.



Como ya nos enseñara Bertolt Brecht, más desgraciado que el pueblo ( o la sociedad, diríamos hoy con menos énfasis ) que no tiene héroes es aquel que necesita héroes. El héroe requiere como fondo ambiental del que alimentarse una situación excepcional, que por lo general suele ser una situación difícil, abarcando dicha dificultad todos los grados posibles que se puedan concebir entre la simple complicación hasta el extremo dramatismo.



De Gaulle, Churchill y otras tantas personalidades apenas ocuparían una pequeña línea de la historia de no ser porque en su vida se cruzaron con situaciones que les obligaron a adoptar una posición extrema que en el triunfo final los convirtió en héroes.
Otros que, como Pétain, adoptaron en el momento de la derrota una actitud de asunción de la misma que, de acuerdo con cualquier criterio pragmático, parecía la posición más sensata ante el arrogante vencedor que se suponía definitivo, se convirtieron en villanos.
La sociedad española está atravesando momentos excepcionales. No se trata, por fortuna, de hechos bélicos como los anteriores, pero sí de una aguda crisis económica que va mutando hacia una crisis política y social.
La desconfianza generalizada se percibe en cualquier conversación y dicha desconfianza se manifiesta en una actitud de menosprecio hacia personas e instituciones por las que antes se sentía un cierto respeto.
No existe aprecio hacia el mundo político, sindical, empresarial, judicial.
Un juez de instrucción de una ciudad como Palma de Mallorca, que pese a la importancia turística de la isla no deja de ser una pequeña aunque muy bella capital de provincia, se ha convertido, de manera involuntaria, en el héroe de una parte significativa de la opinión. Nada en principio parecía predisponer al juez Castro para ocupar semejante puesto de honor. Se trata de un juez de instrucción de un juzgado de ciudad, no ocupa la cúspide de la carrera judicial. Su relevancia le ha sido otorgada por el hecho de ser Mallorca uno de los lugares donde se han producido hechos de corrupción más notables, culminando con la imputación del yerno del rey en un primer momento y de la hija menor del rey, una infanta de España, con posterioridad.
En lo poco que podemos saber del juez José Castro nada nos muestra a la figura de lo que se suele entender como un juez estrella. Sus comportamientos son discretos, apenas concede entrevistas y cuando responde a los periodistas lo hace con educación pero sin salirse nunca de los límites de discreción que a un juez se le suponen y que no siempre cumplen. No aparece en los medios de difusión ni en tertulias y entrevistas personales, a diferencia de otros jueces. La imagen gráfica que de él tenemos es la de su llegada y salida del juzgado, normalmente en moto. Sabemos que procede de Córdoba y que en sus sucesivos ascensos ha ocupado la actual plaza de juez de instrucción en Palma. No es difícil imaginárselo charlando con sus amigos en un café de temas ajenos a su labor profesional.
Este hombre, que aunque con una buena presencia, tampoco es excesivamente llamativo en su aspecto físico, se está convirtiendo en héroe a su pesar. Sus llegadas y salidas del juzgado son saludadas por una salva de aplausos que contrasta con los abucheos y gritos insultantes que reciben otras personalidades no hace mucho tiempo idolatradas. Esa popularidad, tan ajena en principio a su profesión, parece ser recibida por el destinatario de los aplausos con cierta incomodidad, pues los afanes del hombre de leyes no son los mismos que los del hombre político que tiene en la popularidad el apoyo más firme de su carrera.
Lo heroico de la labor del juez consiste en algo tan sencillo como querer hacer bien su trabajo. También contribuye a esa imagen de heroísmo la sensación que se percibe con facilidad de que se encuentra muy solo en su labor, teniendo en contra a los partidos políticos mayoritarios, a la fiscalía, a un poderoso despacho de abogados y a ciertos medios de comunicación que, en su afán de defender la monarquía no han dudado en recurrir a los más obtusos juicios de intención para desacreditar sus esfuerzos por hallar la verdad en hechos tan complejos como los que se juzgan. No podemos anticipar si esos medios lograrán entorpecer la labor del juez pero sí que parecen estar haciendo contra la propia monarquía que dicen defender una labor mucho más incisiva y eficaz que la de los más acérrimos republicanos.
No podemos saber cuáles serán las conclusiones definitivas del juez. Sean las que sean, la notoriedad del caso las hará necesariamente criticables y dejarán descontentos a muchos.
No hay que hacer un esfuerzo heroico para simpatizar con el juez. Ahí radica precisamente el hecho triste que puede simbolizar la actual crisis española: la simpatía que nos provoca un hombre normal que intenta cumplir con su trabajo. Que la normalidad pueda ser objeto de simpatía y que la propia normalidad pueda ser vista como algo heroico es un signo de la debilidad ética de la sociedad española.
Cuando lo normal (cumplir con el trabajo ) se convierte en extraordinario algo extraordinario nos está sucediendo. Cuando lo extraordinario ( corrupción ) se convierte en normal, necesitamos al hombre normal para que nos redima de esos hechos que de extraordinarios llevan camino de convertirse en normales.
Como objeto de estudio para el historiador o para el periodista, la normalidad es más aburrida que la situación excepcional y extraordinaria. Por el contrario, para la vida de una persona es mejor una situación normal y poco llamativa. Lo mismo sucede con el desarrollo de una sociedad. Lo extraordinario es interesante e incluso apasionante para el estudioso, pero para la vida real es mucho más fértil una situación con menos rasgos llamativos.
El sobresalto interesa para ser leído y estudiado pero no para ser vivido.
Para la vida, efectivamente, lo mejor es que ni haya héroes ni se necesiten.





domingo, 9 de febrero de 2014

NO ME CONSTA.

“No me consta, no sé, de eso yo ni entiendo ni me ocupo”.
Las anteriores afirmaciones, por llamarlas de algún modo, son propias de una persona poco preparada e ignorante. Si quien así se manifiesta NOS CONSTA que no es ni lo uno ni lo otro, entonces estamos ante algo peor: una persona mendaz. La ignorancia, en algunos casos, tiene disculpa; la mentira no la tiene nunca.
Sería muy deseable que mucha gente diera el paso de abandonar la expresión NO ME CONSTA y sustituirla por una más contundente: ME CONSTA QUE NO.
Me temo que no va a cumplirse mi deseo, porque es demasiado ambicioso: que muchos empiecen a decir la verdad. Como no son tontos/as, si no la dicen es porque no pueden. Eso sí que ME CONSTA.


martes, 4 de febrero de 2014

CIEN AÑOS DE 1914.

Se cumple este año el centenario del comienzo de la Gran Guerra de 1914, la que después de un conflicto aún más mortífero y destructivo tras veinte años de paz incierta fue conocida como Primera Guerra Mundial. Con tal motivo menudean en las librerías las publicaciones dedicadas a conmemorar tal catástrofe.
Son muchas las maneras en que el estudioso puede aproximarse al conocimiento de un enfrentamiento bélico.



El libro de Margaret MacMillan[i] ofrece un enfoque interesante por cuanto no se centra en el estudio del conflicto en sí, desarrollado entre 1914 y 1918 sino en un análisis amplio de los ambientes y las élites que entre 1900 y el estallido de la guerra fueron tejiendo la siniestra telaraña de alianzas y enemistades que hicieron posible la misma y con ella la destrucción de Europa en el plano material y espiritual.
Arrancando de la exposición de París de 1900 asistimos a la descripción de personajes influyentes de la época, como el rey Eduardo VII de Inglaterra, el Kaiser Guillermo II de Alemania, el zar Nicolás II de Rusia, el viejo Kaiser austriaco Franciso José, sobrevivido a su propia época tras un reinado larguísimo, como una anacrónica prolongación de la desenfadada Viena de los valses de Strauss en una Europa en la que se iban a bailar unas músicas más macabras y siniestras. También aparecen figuras de la entonces excepción republicana francesa como las del presidente de la República francesa Poincaré o su primer ministro Viviani . La política parlamentaria británica se ve reflejada en el estudio de figuras como las de los primeros ministros Salisbury, Asquith o Lloyd George. También vemos a importantes militares como Moltke el joven por parte de Alemania o Joffre por parte de Francia.

Eduardo VII de Inglaterra.

En 1918, tras el cese de las hostilidades en Alemania se proclamó la república, Austria-Hungría quedó desmembrada en un conjunto de pequeños estados perdiendo el poder la muy antigua dinastía de los Habsburgo que tanta influencia tuviera en los acontecimientos europeos durante siglos. El zar ruso perdió su trono en 1917 y, junto con toda su familia, la vida en 1918.

El Kaiser Guillermo II.

Los soldados marcharon a la guerra con vistosos uniformes y la terminaron con el más eficaz pero austero uniforme caqui. El ardor juvenil por la vida de riesgo se enfrió en el fango de las trincheras.
En la manera de abordar la descripción y análisis de las circunstancias que condujeron a la guerra Macmillan se muestra más interesada en las personalidades que en los movimientos, pero a pesar de esta opción deja traslucir de manera nítida la importancia que estaba cobrando la opinión pública cono factor que había que tener en cuenta a la hora de la toma de decisiones. También se percibe el miedo de unas élites temerosas ante la irrupción intempestiva para ellas de unas masas que reclamaban su derecho a ser tenidas en cuenta en la vida pública.
Europa entró en la guerra de 1914 tras uno de los periodos más dilatados de paz. Después del fin de las guerras napoleónicas Europa no había conocido un conflicto generalizado. Se habían producido revoluciones en 1830 y en 1848 y guerras como la de Crimea o las guerras por la unificación italiana y alemana, culminadas las últimas con la guerra franco-prusiana de 1870-71, pero se trató siempre de conflictos localizados entre las potencias que no llegaron a amenazar de manera seria la paz general.

El emperador Francisco José de Austria-Hungría.

Las alianzas habían provocado tensiones, pero estas se disipaban siempre a última hora con la acción eficaz de la diplomacia.
MacMillan consigue transmitir de manera muy patente la ausencia de sensación de peligro inminente hasta casi las vísperas de la conflagración. Ese mundo de ayer, esa época de la seguridad de la que hablara el escritor austriaco Stefan Zweig había acostumbrado a los europeos a tomar las tensiones internacionales como un juego entre las potencias en el que al final, cuando la situación amenazaba con convertirse en algo serio, siempre acababa encontrándose una solución que resolvía el problema hasta la próxima crisis, convirtiendo a la propia crisis de algo excepcional en algo rutinario, un elemento constitutivo de la propia política.

Raymond Poincaré, presidente de la República francesa.

Asistimos a la destrucción del movimiento socialista de la Segunda Internacional cuando la mayor parte de los partidos socialistas abandonan sus aspiraciones internacionalistas arrastrados por la influencia del nacionalismo combatiente. El asesinato del líder socialista francés Jaurés es el símbolo del fracaso de la aspiración a la paz por parte del movimiento obrero.
Como sabemos, en 1914, con el asesinato en Sarajevo del heredero del imperio austrohúngaro a manos de un nacionalista serbio, se desencadenaron una serie de mecanismos que en poco más de un mes condujeron a Europa a una conflagración generalizada.
El asesinato de Sarajevo no es la causa aunque sí que es la chispa. Los elementos combustibles estaban ya dispuestos y preparados.
El libro se detiene justo en 1914, con la narración de los ultimatums, movilizaciones de ejércitos y declaraciones de guerra que hicieron del verano de 1914 el inicio de uno de los periodos más trágicos de la historia.
Es difícil extraer enseñanzas en un campo como el de los hechos históricos que, por su carácter de acontecimiento único, no permite obtener leyes generales. Sí que se pueden extraer algunas consideraciones provisionales, nunca definitivas ni de demostración absoluta, la principal de ellas a mi modo de ver es que la abdicación de la política ante poderes irresponsables siempre trae malas consecuencias.

El zar Nicolás II de Rusia.

En 1914 la política abdicó ante los supuestos expertos de los estados mayores militares. En 2014 la política parece haber abdicado ante los expertos de las instituciones financieras. En un caso y en otro las decisiones son tomadas por personas que no tienen ningún mandato democrático, por poderes contramayoritarios.
Otro ejemplo de la abdicación de la política se muestra en la mentalidad según la cual las únicas decisiones posibles son las que de hecho se toman, la idea según la cual no hay alternativa. En 1914 los estados mayores convencieron a los políticos civiles, acomplejados ante la supuesta mayor competencia de los expertos, de una serie de medidas que se presentaban como las únicas posibles.

Escena de la batalla de Verdun.

Cuando se plantea la política en términos según los cuales no hay alternativa a las decisiones que se toman se está tratando de someter a la población al engaño de tomar como decisiones técnicas correctas las que no dejan de ser decisiones políticas obedientes a intereses que se ocultan en su carácter de tales tras el velo pseudocientífico de la decisión técnicamente correcta. Hace cien años los pretendidos expertos eran los estados mayores de los ejércitos. Hoy los pretendidos expertos vienen de instituciones como el Fondo Monetario Internacional o los grandes bancos centrales. Hace cien años las consecuencias de los planes de movilización milimétricamente calculados se mostraron en forma de millones de muertos y un perdurable resentimiento. Las decisiones de los expertos de hoy dejan otro tipo de víctimas pero las consecuencias van a ser igualmente graves.
En 2014 vemos a una política impotente, seguidora de los avatares económicos como si de acontecimientos naturales se tratara.
Con todo, la Historia no toca nunca exactamente la misma partitura.





[i] MacMillan,1914 De la paz a la guerra, Turner Noema.

domingo, 2 de febrero de 2014

SOBRE MEMORIA, ENTENDIMIENTO Y VOLUNTAD.

Memoria, entendimiento y voluntad formaban el conjunto de las denominadas facultades del alma de la psicología medieval escolástica.
Cuando la psicología, en el siglo XIX se sumó al grupo de saberes que se querían ver a sí mismos como científicos y experimentales, al modo de la física, la psicología de las facultades cayó en desuso y descrédito por no poder cumplir con las nuevas exigencias que la ciencia experimental demandaba a cualquier saber que tuviera la pretensión de presentarse a sí mismo como científico.

MNEMÓSINE,  POR DANTE GABRIEL ROSSETTI.
Con todo, la división entre memoria, entendimiento y voluntad no desapareció de las consideraciones habituales de la gente interesada en el estudio del ser humano. Se siguió y se sigue hablando de personas de gran inteligencia o de gran voluntad o de gran memoria. Con estas tres  facultades se puede proceder a establecer una combinatoria muy variada: podemos hablar de personas que tienen memoria, inteligencia y voluntad; de personas que tienen memoria, inteligencia y poca o ninguna voluntad; de personas que tienen inteligencia pero no tienen ni memoria ni voluntad: de personas que no tienen inteligencia ni memoria pero que sí que tienen voluntad; de personas que ni tienen memoria, ni inteligencia ni voluntad; en fin, las posibilidades que el arte combinatoria brinda aquí son muchas.
Por lo que se refiere a la observación que las personas hacen de sí mismas, aquí podemos observar que los hombres y mujeres son capaces de admitir cuando se refieren a sí mismos que su memoria es flaca o su voluntad débil, pero será raro que uno admita de sí mismo que su inteligencia no es fuerte. Ya Descartes advertía irónicamente que la Bona Mens , es decir, el buen sentido o la inteligencia o el ingenio es la cosa mejor repartida del mundo puesto que todos parecen darse por satisfechos con la porción que les ha tocado en suerte.
En el Renacimiento, con el desarrollo de los estudios humanísticos apareció un tipo de sabio interesado en el estudio de los escritos y en el aprecio del estilo de los autores de la antigüedad greco-latina. Tal tipo de sabio estaba sobre todo volcado hacia la investigación de las fuentes y su tipo de conocimiento era básicamente erudito. Tal erudición favoreció un mejor conocimiento de la historia pero propició por fuerza una mayor valoración de la memoria como facultad que permitía el acceso al conocimiento. El sabio era quien estaba en disposición de aportar datos y conocimientos y quien los poseía de una manera plena en su propia mente. En el mismo momento histórico hombres como Leonardo daban pasos visionarios hacia un tipo de sabio nuevo, el capaz de inventar. El inventor era hombre que estaba en disposición de hallar nuevas posibilidades, algo para lo que no bastaba la simple memoria. Con la revolución científica que se produjo en el siglo XVII, la gran época de Galieo, de Kepler, de Descartes, el vuelco hacia la invención, hacia lo nuevo como ideal de conocimiento se cumplió de manera plena y con dicho giro la memoria fue poco a poco descendiendo de su pedestal. El hombre sabio ya no era el que estaba en disposición de citar de manera eficaz datos y fuentes sino quien era capaz de encontrar nuevas soluciones y aportar una nueva visión del mundo. Este tipo de sabio destacaba más por su capacidad de intuición para enlazar aspectos sorprendentes de la realidad que por su capacidad de recordar las aportaciones que sabios anteriores habían sugerido. El ingenio, el entendimiento, la agudeza, pasaron a primer plano y la memoria fue quedando arrinconada como impulsora del conocimiento.
La división entre saberes de ciencias y saberes de letras se consolidó, y con ella, una idea, no por equivocada menos influyente, según la cual sólo en los saberes considerados como científicos cabía ejercer el razonamiento de una manera cabal y plena. En los saberes de letras se empezó a ver un tipo de conocimiento que, si bien no estaba privado de interés, no aportaba un saber que supusiera un progreso efectivo sino más bien una cultura de tipo ornamental, una vestidura que podía ser elegante pero que en el fondo no era sustantiva. Es cierto que los estudios de humanidades llevaban tras de sí un importante aparato científio-crítico pero la finalidad última de tal aparato no dejaba de ser instrumental al servicio de un fin que se consideraba secundario. El verdadero conocimiento era el científico.
Con esta evolución dispar de las dos ramas del conocimiento se produjo una valoración también dispar de la importancia que había que dar a la memoria y al entendimiento. La superior consideración que del conocimiento científico se tenía frente al saber humanístico se concretó en una más clara valoración de la inteligencia que se daba por descontado que poseían quienes se dedicaban a los saberes matemáticos o físicos frente a la simple memoria que se suponía que poseían quienes se dedicaban a los saberes humanísticos. Junto a esto vino otra consideración más basada en el carácter: dado que la memoria se podía ejercitar y la inteligencia por el contrario se suponía como un don del que el individuo disfrutaba , se produjo una solapada unión entre la memoria y la voluntad, que hizo que se pensara que las personas dotadas de gran memoria eran simplemente personas perseverantes en el aprendizaje ( voluntad de estudio).
De esta forma de ver las cosas se fue pasando de manera imperceptible a una idea equivocada, nefasta pero arraigada hasta nuestros días: ciertos conocimientos ( matemáticas, física ) hay que entenderlos y otros ( historia, filosofía ) hay simplemente que aprenderlos, entendiendo por aprender memorizar.
Gran parte de los estudiantes de hoy día han admitido este planteamiento como una verdad irrefutable. Basta observar el gesto físico con que muchos de ellos se enfrentan a un examen de historia o de filosofía: cierran los ojos para recordar frases. No se les ocurre abrir los ojos de la mente para relacionar hechos y descubrir causas. La mente de estas personas se fija más en la página que en la realidad a la que la página remite. La historia o la filosofía no es de este modo una sucesión de hechos significativos o planteamientos diversos de la realidad sino un número enfadoso de páginas que hay que recordar. Si el estudiante se limita a ver estos saberes desde este prisma, lo que está haciendo en realidad, aunque sea honesto, es copiar, entendiendo por tal acto no sólo trasladar a la hoja de examen un papel o documento furtivamente empleado con fines de engaño sino trasladar al papel de examen la imagen memorizada y en sí no significativa de una cuartilla, aunque dicha cuartilla esté grabada en el cerebro.
Si por memoria entendemos la anterior manera de enfrentarse a ciertos estudios, su desprestigio resulta merecido. Ese tipo de memoria es estéril casi desde sus inicios pues el contenido así aprendido permanece en la mente el tiempo mínimo imprescindible para dar cuenta de las preguntas a las que se ve sometido el estudiante, cayendo rápidamente en el olvido sin dejar ni siquiera ese poso que queda cuando se produce el olvido necesario de muchas de las cosas que a lo largo de la vida aprendemos.
La memoria no se debe despreciar en ningún tipo de estudio. Ciertos datos hay que aprenderlos y a partir de ellos hay que extender el razonamiento.
Un ejemplo se me ocurre que puede ilustrar la importancia de la memoria y es el del juego del ajedrez. Aunque nunca he jugado con competencia al mismo, sí que se me alcanza la importancia que en dicho juego tiene la inteligencia. Con todo y con eso, los movimientos de las piezas hay que aprenderlos y la única manera de hacerlo es que queden grabados en nuestra memoria. Sería absurdo que el jugador, cada vez que fuera a mover una pieza, tuviera que consultar un libro donde se le explicaran las reglas.
Un traductor de latín o de cualquier otra lengua, hablada o escrita, ha de saber actuar con inteligencia y con intuición. Con ser eso cierto, está claro que el traductor de una lengua como la latina ha de saberse de forma segura tanto las declinaciones como las conjugaciones, conocimientos que sólo en la memoria pueden permanecer.
La memoria es necesaria porque sin ella toda nuestra experiencia quedaría reducida a la impresión caótica de lo momentáneo. Nuestra propia identidad personal no podría existir de no ser por la conciencia que todos tenemos de ser los mismos a pesar del paso del tiempo y del cambio de circunstancias. Sin nuestra memoria no tendríamos conciencia de ser la persona que cada uno de nosotros es.
El ideal de un conocimiento sin memoria es una proyección equivocada que parte de la idea de ver a los seres humanos como meras máquinas deductivas de razonamiento. El razonamiento se ha de ejercer sobre algo, sobre lo que sabemos, para ir más allá de lo que sabemos, pero eso que sabemos ha de permanecer en nuestra mente y es la memoria quien tiene esa misión.
El desprestigio de la memoria viene dado por un mal uso de la misma. Una memoria meramente mecánica, incapaz de ir más allá de su propia capacidad de reproducir hechos y datos puede ser objeto de la admiración curiosa pero nunca lo será del verdadero aprecio que requiere toda actividad creativa.
La memoria, gobernada por la inteligencia, es una inestimable ayuda para no incurrir en errores que otros cometieron o no practicar soluciones que la experiencia muestra como fracasadas.
La memoria sin una intuición clara que la ponga al servicio del conocimiento es estéril. El razonamiento, sin una materia sobre la cual sepamos algo, es un ejercicio vacío y formal. La memoria y la inteligencia, por usar el lenguaje de la vieja psicología, son facultades que no pueden actuar de manera independiente una de otra.
Antiguamente se solía decir que la memoria era la inteligencia de los tontos. Sin duda esa expresión la profirió algún tonto que no tenía memoria.

Hay que hacer uso de la memoria con inteligencia y es preciso tener la inteligencia de saber servirse de la memoria.