domingo, 2 de febrero de 2014

SOBRE MEMORIA, ENTENDIMIENTO Y VOLUNTAD.

Memoria, entendimiento y voluntad formaban el conjunto de las denominadas facultades del alma de la psicología medieval escolástica.
Cuando la psicología, en el siglo XIX se sumó al grupo de saberes que se querían ver a sí mismos como científicos y experimentales, al modo de la física, la psicología de las facultades cayó en desuso y descrédito por no poder cumplir con las nuevas exigencias que la ciencia experimental demandaba a cualquier saber que tuviera la pretensión de presentarse a sí mismo como científico.

MNEMÓSINE,  POR DANTE GABRIEL ROSSETTI.
Con todo, la división entre memoria, entendimiento y voluntad no desapareció de las consideraciones habituales de la gente interesada en el estudio del ser humano. Se siguió y se sigue hablando de personas de gran inteligencia o de gran voluntad o de gran memoria. Con estas tres  facultades se puede proceder a establecer una combinatoria muy variada: podemos hablar de personas que tienen memoria, inteligencia y voluntad; de personas que tienen memoria, inteligencia y poca o ninguna voluntad; de personas que tienen inteligencia pero no tienen ni memoria ni voluntad: de personas que no tienen inteligencia ni memoria pero que sí que tienen voluntad; de personas que ni tienen memoria, ni inteligencia ni voluntad; en fin, las posibilidades que el arte combinatoria brinda aquí son muchas.
Por lo que se refiere a la observación que las personas hacen de sí mismas, aquí podemos observar que los hombres y mujeres son capaces de admitir cuando se refieren a sí mismos que su memoria es flaca o su voluntad débil, pero será raro que uno admita de sí mismo que su inteligencia no es fuerte. Ya Descartes advertía irónicamente que la Bona Mens , es decir, el buen sentido o la inteligencia o el ingenio es la cosa mejor repartida del mundo puesto que todos parecen darse por satisfechos con la porción que les ha tocado en suerte.
En el Renacimiento, con el desarrollo de los estudios humanísticos apareció un tipo de sabio interesado en el estudio de los escritos y en el aprecio del estilo de los autores de la antigüedad greco-latina. Tal tipo de sabio estaba sobre todo volcado hacia la investigación de las fuentes y su tipo de conocimiento era básicamente erudito. Tal erudición favoreció un mejor conocimiento de la historia pero propició por fuerza una mayor valoración de la memoria como facultad que permitía el acceso al conocimiento. El sabio era quien estaba en disposición de aportar datos y conocimientos y quien los poseía de una manera plena en su propia mente. En el mismo momento histórico hombres como Leonardo daban pasos visionarios hacia un tipo de sabio nuevo, el capaz de inventar. El inventor era hombre que estaba en disposición de hallar nuevas posibilidades, algo para lo que no bastaba la simple memoria. Con la revolución científica que se produjo en el siglo XVII, la gran época de Galieo, de Kepler, de Descartes, el vuelco hacia la invención, hacia lo nuevo como ideal de conocimiento se cumplió de manera plena y con dicho giro la memoria fue poco a poco descendiendo de su pedestal. El hombre sabio ya no era el que estaba en disposición de citar de manera eficaz datos y fuentes sino quien era capaz de encontrar nuevas soluciones y aportar una nueva visión del mundo. Este tipo de sabio destacaba más por su capacidad de intuición para enlazar aspectos sorprendentes de la realidad que por su capacidad de recordar las aportaciones que sabios anteriores habían sugerido. El ingenio, el entendimiento, la agudeza, pasaron a primer plano y la memoria fue quedando arrinconada como impulsora del conocimiento.
La división entre saberes de ciencias y saberes de letras se consolidó, y con ella, una idea, no por equivocada menos influyente, según la cual sólo en los saberes considerados como científicos cabía ejercer el razonamiento de una manera cabal y plena. En los saberes de letras se empezó a ver un tipo de conocimiento que, si bien no estaba privado de interés, no aportaba un saber que supusiera un progreso efectivo sino más bien una cultura de tipo ornamental, una vestidura que podía ser elegante pero que en el fondo no era sustantiva. Es cierto que los estudios de humanidades llevaban tras de sí un importante aparato científio-crítico pero la finalidad última de tal aparato no dejaba de ser instrumental al servicio de un fin que se consideraba secundario. El verdadero conocimiento era el científico.
Con esta evolución dispar de las dos ramas del conocimiento se produjo una valoración también dispar de la importancia que había que dar a la memoria y al entendimiento. La superior consideración que del conocimiento científico se tenía frente al saber humanístico se concretó en una más clara valoración de la inteligencia que se daba por descontado que poseían quienes se dedicaban a los saberes matemáticos o físicos frente a la simple memoria que se suponía que poseían quienes se dedicaban a los saberes humanísticos. Junto a esto vino otra consideración más basada en el carácter: dado que la memoria se podía ejercitar y la inteligencia por el contrario se suponía como un don del que el individuo disfrutaba , se produjo una solapada unión entre la memoria y la voluntad, que hizo que se pensara que las personas dotadas de gran memoria eran simplemente personas perseverantes en el aprendizaje ( voluntad de estudio).
De esta forma de ver las cosas se fue pasando de manera imperceptible a una idea equivocada, nefasta pero arraigada hasta nuestros días: ciertos conocimientos ( matemáticas, física ) hay que entenderlos y otros ( historia, filosofía ) hay simplemente que aprenderlos, entendiendo por aprender memorizar.
Gran parte de los estudiantes de hoy día han admitido este planteamiento como una verdad irrefutable. Basta observar el gesto físico con que muchos de ellos se enfrentan a un examen de historia o de filosofía: cierran los ojos para recordar frases. No se les ocurre abrir los ojos de la mente para relacionar hechos y descubrir causas. La mente de estas personas se fija más en la página que en la realidad a la que la página remite. La historia o la filosofía no es de este modo una sucesión de hechos significativos o planteamientos diversos de la realidad sino un número enfadoso de páginas que hay que recordar. Si el estudiante se limita a ver estos saberes desde este prisma, lo que está haciendo en realidad, aunque sea honesto, es copiar, entendiendo por tal acto no sólo trasladar a la hoja de examen un papel o documento furtivamente empleado con fines de engaño sino trasladar al papel de examen la imagen memorizada y en sí no significativa de una cuartilla, aunque dicha cuartilla esté grabada en el cerebro.
Si por memoria entendemos la anterior manera de enfrentarse a ciertos estudios, su desprestigio resulta merecido. Ese tipo de memoria es estéril casi desde sus inicios pues el contenido así aprendido permanece en la mente el tiempo mínimo imprescindible para dar cuenta de las preguntas a las que se ve sometido el estudiante, cayendo rápidamente en el olvido sin dejar ni siquiera ese poso que queda cuando se produce el olvido necesario de muchas de las cosas que a lo largo de la vida aprendemos.
La memoria no se debe despreciar en ningún tipo de estudio. Ciertos datos hay que aprenderlos y a partir de ellos hay que extender el razonamiento.
Un ejemplo se me ocurre que puede ilustrar la importancia de la memoria y es el del juego del ajedrez. Aunque nunca he jugado con competencia al mismo, sí que se me alcanza la importancia que en dicho juego tiene la inteligencia. Con todo y con eso, los movimientos de las piezas hay que aprenderlos y la única manera de hacerlo es que queden grabados en nuestra memoria. Sería absurdo que el jugador, cada vez que fuera a mover una pieza, tuviera que consultar un libro donde se le explicaran las reglas.
Un traductor de latín o de cualquier otra lengua, hablada o escrita, ha de saber actuar con inteligencia y con intuición. Con ser eso cierto, está claro que el traductor de una lengua como la latina ha de saberse de forma segura tanto las declinaciones como las conjugaciones, conocimientos que sólo en la memoria pueden permanecer.
La memoria es necesaria porque sin ella toda nuestra experiencia quedaría reducida a la impresión caótica de lo momentáneo. Nuestra propia identidad personal no podría existir de no ser por la conciencia que todos tenemos de ser los mismos a pesar del paso del tiempo y del cambio de circunstancias. Sin nuestra memoria no tendríamos conciencia de ser la persona que cada uno de nosotros es.
El ideal de un conocimiento sin memoria es una proyección equivocada que parte de la idea de ver a los seres humanos como meras máquinas deductivas de razonamiento. El razonamiento se ha de ejercer sobre algo, sobre lo que sabemos, para ir más allá de lo que sabemos, pero eso que sabemos ha de permanecer en nuestra mente y es la memoria quien tiene esa misión.
El desprestigio de la memoria viene dado por un mal uso de la misma. Una memoria meramente mecánica, incapaz de ir más allá de su propia capacidad de reproducir hechos y datos puede ser objeto de la admiración curiosa pero nunca lo será del verdadero aprecio que requiere toda actividad creativa.
La memoria, gobernada por la inteligencia, es una inestimable ayuda para no incurrir en errores que otros cometieron o no practicar soluciones que la experiencia muestra como fracasadas.
La memoria sin una intuición clara que la ponga al servicio del conocimiento es estéril. El razonamiento, sin una materia sobre la cual sepamos algo, es un ejercicio vacío y formal. La memoria y la inteligencia, por usar el lenguaje de la vieja psicología, son facultades que no pueden actuar de manera independiente una de otra.
Antiguamente se solía decir que la memoria era la inteligencia de los tontos. Sin duda esa expresión la profirió algún tonto que no tenía memoria.

Hay que hacer uso de la memoria con inteligencia y es preciso tener la inteligencia de saber servirse de la memoria.

No hay comentarios: