Es
bastante habitual, cuando de leer libros de historia se trata, encontrarse con
el empleo del futuro para referirse a acontecimientos ya acaecidos.
Este
empleo habitual puede obedecer a muchas causas pero no está exento de
implicaciones ontológicas.
No
supone ninguna novedad afirmar que la historia tiene como objeto principal de
estudio el pasado, ya sea de naciones, pueblos, civilizaciones o culturas.
También existe un campo más especializado en la historia de las diversas
ciencias e incluso de las diversas disciplinas académicas.
Sea
mayor o menor el ámbito de estudio y sea cual sea la especificidad de la
historia de que se trate, este uso de los tiempos verbales está consolidado
como algo firme.
Es
constante la aparición de expresiones como: “esto es lo que acabará causando
tal consecuencia” o “ a la larga aquello implicará la aparición de tal
fenómeno” para explicar cosas ya sucedidas.
El
futuro empleado de esta manera dota a los acontecimientos ya sucedidos de un
cierto carácter de implacabilidad. No sólo se informa acerca de que algo ha
pasado sino que parece querer dejarse bien sentado que lo que sucedió debió
suceder de la manera en que de hecho sucedió.
Si
bien no es posible entender la historia como una simple narración de hechos
caóticos y si, aunque con menor rigor que en las ciencias experimentales, se
trata de encontrar algunos principios generales que puedan dotar de razón y
coherencia a los hechos históricos, resulta empeño imposible el pretender abolir el hecho innegable de que la
contingencia nunca podrá ser ignorada en el ámbito histórico. Se podrá tratar
de establecer algún tipo de hilo conductor que pueda orientarnos para no vernos
ante lo que de otro modo sería una sucesión caótica de hechos muchas veces
inexplicables pero no se podrá eliminar nunca un resto de contingencia y, por
tanto, de imprevisibilidad en la manera de entender la historia.
Es
preciso tratar de imponer racionalidad a la historia pero esa racionalidad no
debe establecerse al precio de suprimir una contingencia de base que resulta
constitutiva de la propia historia.
Cuando
decimos “ esto es lo que provocará tal cosa” estamos tratando de afirmar,
aunque muchas veces de manera poco consciente que lo primero tiene como
consecuencia necesaria lo segundo.
No
sin motivo se cae en esta manera de narrar. A su base hay una explicación: el
pasado es inmutable. Lo sucedido no se puede cambiar, es algo ya fijo para
siempre. Lo que ha pasado queda establecido con la fijeza y dureza de algo
pétreo. Sabido es que ni la omnipotencia divina podría lograr que lo que ha
pasado no haya sucedido.
Esta
consistencia inmutable del pasado produce en la mente un impulso difícil de
evitar que lleva a realizar un tránsito entre lo inmutable del pasado y su
necesidad interna, de tal manera que un dato cierto como la inmutabilidad lleva
a un error como el de la necesidad.
Se
puede ver, como más de una vez se ha hecho, el pasado como un fatalismo al revés. La imagen es bonita
pero es preciso tomarla con cautela y evitar el tránsito apenas perceptible entre
la imagen y el concepto.
Es
menester darse cuenta de que si aceptamos de manera conceptual la idea del
pasado como fatalismo al revés, los
hechos pierden su más constitutiva característica de novedad y espontaneidad y
pasan a ser más que hechos eslabones. La sucesión de acontecimientos se ve
subsumida de este modo en una cadena que tiene más el aspecto de algo deductivo
y los grandes hechos se convierten más bien en conclusiones. Se corre el riesgo
de convertir a la historia en una variante humana de la lógica, viendo lo
anterior a modo de premisa y lo posterior a modo de conclusión.
Lo
que vemos como lo inmutable de lo ya pasado es algo que en el momento de
producirse no estuvo predeterminado. En el presente hay diversas posibilidades,
de las cuales algunas se realizan y otras, necesariamente quedarán relegadas al
ámbito de lo que nunca sucedió. Esa libertad, aunque por supuesto, nunca
ilimitada, no se puede suprimir del pasado si queremos verlo de una manera más
veraz, pues de otro modo daríamos del mismo una visión equivocada.
Quizá
sería mejor, en vez de hablar de fatalismo
al revés, hablar de contingencia
congelada.
Un
tipo de narración en el que se evitara este uso de futuro tal vez conseguiría
transmitir de manera más viva lo que de imprevisible pudo tener un hecho del
que por otro lado conocemos ya muchos de sus aspectos. Del hecho de que de un
determinado periodo de tiempo sepamos ya los acontecimientos que lo conformaron no
debiera traernos como consecuencia
inevitable el privarnos de la posibilidad de revivirlos con autenticidad y para
ello habría que recurrir a un tipo de narrativa en la cual ese empleo del
futuro con su connotación de implacabilidad y necesidad no se interpusiera en
nuestra manera de ver los mismos. Lo único inmutable de los hechos pasados es
que de hecho sucedieron, pero sucedieron no de manera implacable y necesaria y
por tanto, al revivirlos deberíamos hacerlo sin imponer a los mismos una
necesidad que solo lo es en cuanto a ya transcurridos pero no en cuanto que
debieran transcurrir tal como de hecho lo hicieron.
Es
el conocimiento de lo ya acaecido el que lo convierte en algo distinto a la
contingencia de su propio acaecer. Este es sólo un caso particular de un
esquema más general y típico de la manera de entender el conocimiento. El saber
que algo sucederá parece por de pronto incompatible con la propia libertad con
la que algo de hecho sucede. El experimento mental donde esta visión se muestra
de manera más clara es en la hipótesis de una mente infinita de Laplace. Esta
mente infinita podría predecir de manera exacta cualquier estado futuro del
universo. De acuerdo con esta visión, libertad e incluso probabilidad parecen
convertirse en nombres que damos a nuestra ignorancia. Desaparece toda idea de
contingencia en el universo.
La anterior manera de ver, típica de la fase más exaltada del mecanicismo, dio bastante que hacer en lo que se refiere al problema de la responsabilidad moral y la libertad. Kant, de una manera grandiosa, tuvo que pelear para hacer compatibles en su sistema las implicaciones mecanicistas de un tipo de ciencia en el que creía y un convencimiento de libertad y responsabilidad moral en los que creía con igual firmeza.
La anterior manera de ver, típica de la fase más exaltada del mecanicismo, dio bastante que hacer en lo que se refiere al problema de la responsabilidad moral y la libertad. Kant, de una manera grandiosa, tuvo que pelear para hacer compatibles en su sistema las implicaciones mecanicistas de un tipo de ciencia en el que creía y un convencimiento de libertad y responsabilidad moral en los que creía con igual firmeza.
En
el marco del pensamiento medieval también aparece la relación entre el
conocimiento y la libertad. Un Dios omnisciente, en su infinito saber, ha de
poseer en su mente, de una manera actual y efectiva, todos los hechos que van a
ocurrir en el futuro, y en el caso del hombre, si se quiere preservar la economía de salvación, es preciso pensar
al mismo como criatura libre. La forma de superar el obstáculo de que, aun
sabiendo lo que el hombre hará, se entienda al mismo hombre como libre es
entender que Dios sabe lo que el hombre, en el uso de su libertad, hará. Aquí
no se anula la libertad por el hecho de que Dios sepa lo que el hombre va a
hacer, pues lo sabe pero sin dotar al futuro de un carácter implacable que
haría de la criatura racional un ser irresponsable y, por tanto, no imputable
desde un punto de vista moral.
La
anterior manera de entender las cosas, dependiente sin duda de preocupaciones
morales y teológicas, curiosamente nos permite una salida interesante para
enfocar la manera correcta de abordar la narración de hechos pasados. Es cierto
que nadie va a suponer al historiador como ser dotado de mente infinita y por
tanto, sabedor antes de que ocurra, de todos los hechos que sucederán.
Lo
que sí le es posible al historiador es conocer los hechos básicos del pasado y,
sin pretender ocupar el lugar que la teología medieval reservó a Dios, sí le es
posible, aunque de manera gradual y más modesta, conocer cada vez de manera más
minuciosa esos hechos. Si Dios, en el planteamiento tradicional, no anulaba con
su conocimiento del futuro la libertad del mismo, es decir, no convertía el
futuro en algo implacable, necesario, deductivo y pétreo, a pesar de conocerlo,
el historiador, más modesto y presumiblemente privado de divinidad, podría en
su ámbito imitar esa especie de contención
divina y no pretender que su conocimiento de los hechos anule la libertad de
los mismos. Si entender al hombre como libre era un punto de partida necesario
para el esquema de economía de salvación
de la teología tradicional, entender y saber transmitir los acontecimientos del
pasado como contingentes es un punto de partida necesario para que la historia
tenga un sentido de autenticidad y, también, para que tenga interés.
No
por el hecho de saber cómo sucede algo debe lo que se sabe perder su
espontaneidad. Una buena composición musical puede ser un ejemplo adecuado para
ilustrar el anterior punto. Gozamos de una música que hemos oído en multitud de
ocasiones y no por ello la percibimos como una sucesión implacable de sonidos. Nos
siguen sorprendiendo sus rasgos imprevisibles aun cuando nuestra memoria los
pueda anticipar. Aunque la construcción de tal música se haya realizado con una
lógica férrea, dicha lógica se sabe ocultar para donarnos lo que de inefable
tiene la creación lograda.
La
manera de transmitir la historia debiera del mismo modo conseguir que el
conocimiento y lógica férrea con que el historiador ha estudiado los hechos y
dominado su materia no se plasmara en un relato rígido en el cual nada nuevo,
imprevisible o espontáneo tuviera cabida. El historiador tendría que poseer
algo muy poco habitual, la modestia
divina de no trocar su saber sobre algo en ausencia de libertad de eso que
se sabe.
La soberbia del historiador no deja de ser una de las muchas maneras de manifestarse que tiene la soberbia de todo narrador omnisciente. En este sentido, el todopoderoso Dios medieval era mucho más modesto que el historiador y el novelista modernos.
La soberbia del historiador no deja de ser una de las muchas maneras de manifestarse que tiene la soberbia de todo narrador omnisciente. En este sentido, el todopoderoso Dios medieval era mucho más modesto que el historiador y el novelista modernos.
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