jueves, 13 de febrero de 2014

HISTORIA, PASADO Y CONTINGENCIA.

Es bastante habitual, cuando de leer libros de historia se trata, encontrarse con el empleo del futuro para referirse a acontecimientos ya acaecidos.
Este empleo habitual puede obedecer a muchas causas pero no está exento de implicaciones ontológicas.
No supone ninguna novedad afirmar que la historia tiene como objeto principal de estudio el pasado, ya sea de naciones, pueblos, civilizaciones o culturas. También existe un campo más especializado en la historia de las diversas ciencias e incluso de las diversas disciplinas académicas.
Sea mayor o menor el ámbito de estudio y sea cual sea la especificidad de la historia de que se trate, este uso de los tiempos verbales está consolidado como algo firme.
Es constante la aparición de expresiones como: “esto es lo que acabará causando tal consecuencia” o “ a la larga aquello implicará la aparición de tal fenómeno” para explicar cosas ya sucedidas.
El futuro empleado de esta manera dota a los acontecimientos ya sucedidos de un cierto carácter de implacabilidad. No sólo se informa acerca de que algo ha pasado sino que parece querer dejarse bien sentado que lo que sucedió debió suceder de la manera en que de hecho sucedió.
Si bien no es posible entender la historia como una simple narración de hechos caóticos y si, aunque con menor rigor que en las ciencias experimentales, se trata de encontrar algunos principios generales que puedan dotar de razón y coherencia a los hechos históricos, resulta empeño imposible el  pretender abolir el hecho innegable de que la contingencia nunca podrá ser ignorada en el ámbito histórico. Se podrá tratar de establecer algún tipo de hilo conductor que pueda orientarnos para no vernos ante lo que de otro modo sería una sucesión caótica de hechos muchas veces inexplicables pero no se podrá eliminar nunca un resto de contingencia y, por tanto, de imprevisibilidad en la manera de entender la historia.
Es preciso tratar de imponer racionalidad a la historia pero esa racionalidad no debe establecerse al precio de suprimir una contingencia de base que resulta constitutiva de la propia historia.
Cuando decimos “ esto es lo que provocará tal cosa” estamos tratando de afirmar, aunque muchas veces de manera poco consciente que lo primero tiene como consecuencia necesaria lo segundo.
No sin motivo se cae en esta manera de narrar. A su base hay una explicación: el pasado es inmutable. Lo sucedido no se puede cambiar, es algo ya fijo para siempre. Lo que ha pasado queda establecido con la fijeza y dureza de algo pétreo. Sabido es que ni la omnipotencia divina podría lograr que lo que ha pasado no haya sucedido.
Esta consistencia inmutable del pasado produce en la mente un impulso difícil de evitar que lleva a realizar un tránsito entre lo inmutable del pasado y su necesidad interna, de tal manera que un dato cierto como la inmutabilidad lleva a un error como el de la necesidad.
Se puede ver, como más de una vez se ha hecho, el pasado como un fatalismo al revés. La imagen es bonita pero es preciso tomarla con cautela y evitar el tránsito apenas perceptible entre la imagen y el concepto.
Es menester darse cuenta de que si aceptamos de manera conceptual la idea del pasado como fatalismo al revés, los hechos pierden su más constitutiva característica de novedad y espontaneidad y pasan a ser más que hechos eslabones. La sucesión de acontecimientos se ve subsumida de este modo en una cadena que tiene más el aspecto de algo deductivo y los grandes hechos se convierten más bien en conclusiones. Se corre el riesgo de convertir a la historia en una variante humana de la lógica, viendo lo anterior a modo de premisa y lo posterior a modo de conclusión.
Lo que vemos como lo inmutable de lo ya pasado es algo que en el momento de producirse no estuvo predeterminado. En el presente hay diversas posibilidades, de las cuales algunas se realizan y otras, necesariamente quedarán relegadas al ámbito de lo que nunca sucedió. Esa libertad, aunque por supuesto, nunca ilimitada, no se puede suprimir del pasado si queremos verlo de una manera más veraz, pues de otro modo daríamos del mismo una visión equivocada.
Quizá sería mejor, en vez de hablar de fatalismo al revés, hablar de contingencia congelada.
Un tipo de narración en el que se evitara este uso de futuro tal vez conseguiría transmitir de manera más viva lo que de imprevisible pudo tener un hecho del que por otro lado conocemos ya muchos de sus aspectos. Del hecho de que de un determinado periodo de tiempo sepamos ya los acontecimientos que lo conformaron no debiera  traernos como consecuencia inevitable el privarnos de la posibilidad de revivirlos con autenticidad y para ello habría que recurrir a un tipo de narrativa en la cual ese empleo del futuro con su connotación de implacabilidad y necesidad no se interpusiera en nuestra manera de ver los mismos. Lo único inmutable de los hechos pasados es que de hecho sucedieron, pero sucedieron no de manera implacable y necesaria y por tanto, al revivirlos deberíamos hacerlo sin imponer a los mismos una necesidad que solo lo es en cuanto a ya transcurridos pero no en cuanto que debieran transcurrir tal como de hecho lo hicieron.
Es el conocimiento de lo ya acaecido el que lo convierte en algo distinto a la contingencia de su propio acaecer. Este es sólo un caso particular de un esquema más general y típico de la manera de entender el conocimiento. El saber que algo sucederá parece por de pronto incompatible con la propia libertad con la que algo de hecho sucede. El experimento mental donde esta visión se muestra de manera más clara es en la hipótesis de una mente infinita de Laplace. Esta mente infinita podría predecir de manera exacta cualquier estado futuro del universo. De acuerdo con esta visión, libertad e incluso probabilidad parecen convertirse en nombres que damos a nuestra ignorancia. Desaparece toda idea de contingencia en el universo.
La anterior manera de ver, típica de la fase más exaltada del mecanicismo, dio bastante que hacer en lo que se refiere al problema de la responsabilidad moral y la libertad. Kant, de una manera grandiosa, tuvo que pelear para hacer compatibles en su sistema las implicaciones mecanicistas de un tipo de ciencia en el que creía y un convencimiento de libertad y responsabilidad moral en los que creía con igual firmeza.
En el marco del pensamiento medieval también aparece la relación entre el conocimiento y la libertad. Un Dios omnisciente, en su infinito saber, ha de poseer en su mente, de una manera actual y efectiva, todos los hechos que van a ocurrir en el futuro, y en el caso del hombre, si se quiere preservar la economía de salvación, es preciso pensar al mismo como criatura libre. La forma de superar el obstáculo de que, aun sabiendo lo que el hombre hará, se entienda al mismo hombre como libre es entender que Dios sabe lo que el hombre, en el uso de su libertad, hará. Aquí no se anula la libertad por el hecho de que Dios sepa lo que el hombre va a hacer, pues lo sabe pero sin dotar al futuro de un carácter implacable que haría de la criatura racional un ser irresponsable y, por tanto, no imputable desde un punto de vista moral.
La anterior manera de entender las cosas, dependiente sin duda de preocupaciones morales y teológicas, curiosamente nos permite una salida interesante para enfocar la manera correcta de abordar la narración de hechos pasados. Es cierto que nadie va a suponer al historiador como ser dotado de mente infinita y por tanto, sabedor antes de que ocurra, de todos los hechos que sucederán.
Lo que sí le es posible al historiador es conocer los hechos básicos del pasado y, sin pretender ocupar el lugar que la teología medieval reservó a Dios, sí le es posible, aunque de manera gradual y más modesta, conocer cada vez de manera más minuciosa esos hechos. Si Dios, en el planteamiento tradicional, no anulaba con su conocimiento del futuro la libertad del mismo, es decir, no convertía el futuro en algo implacable, necesario, deductivo y pétreo, a pesar de conocerlo, el historiador, más modesto y presumiblemente privado de divinidad, podría en su ámbito imitar esa especie de contención divina y no pretender que su conocimiento de los hechos anule la libertad de los mismos. Si entender al hombre como libre era un punto de partida necesario para el esquema de economía de salvación de la teología tradicional, entender y saber transmitir los acontecimientos del pasado como contingentes es un punto de partida necesario para que la historia tenga un sentido de autenticidad y, también, para que tenga interés.
No por el hecho de saber cómo sucede algo debe lo que se sabe perder su espontaneidad. Una buena composición musical puede ser un ejemplo adecuado para ilustrar el anterior punto. Gozamos de una música que hemos oído en multitud de ocasiones y no por ello la percibimos como una sucesión implacable de sonidos. Nos siguen sorprendiendo sus rasgos imprevisibles aun cuando nuestra memoria los pueda anticipar. Aunque la construcción de tal música se haya realizado con una lógica férrea, dicha lógica se sabe ocultar para donarnos lo que de inefable tiene la creación lograda.
La manera de transmitir la historia debiera del mismo modo conseguir que el conocimiento y lógica férrea con que el historiador ha estudiado los hechos y dominado su materia no se plasmara en un relato rígido en el cual nada nuevo, imprevisible o espontáneo tuviera cabida. El historiador tendría que poseer algo muy poco habitual, la modestia divina de no trocar su saber sobre algo en ausencia de libertad de eso que se sabe.
La soberbia del historiador no deja de ser una de las muchas maneras de manifestarse que tiene la soberbia de todo narrador omnisciente. En este sentido, el todopoderoso Dios medieval era mucho más modesto que el historiador y el novelista modernos.





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