lunes, 10 de febrero de 2014

EL JUEZ CASTRO O LA NORMALIDAD.



Como ya nos enseñara Bertolt Brecht, más desgraciado que el pueblo ( o la sociedad, diríamos hoy con menos énfasis ) que no tiene héroes es aquel que necesita héroes. El héroe requiere como fondo ambiental del que alimentarse una situación excepcional, que por lo general suele ser una situación difícil, abarcando dicha dificultad todos los grados posibles que se puedan concebir entre la simple complicación hasta el extremo dramatismo.



De Gaulle, Churchill y otras tantas personalidades apenas ocuparían una pequeña línea de la historia de no ser porque en su vida se cruzaron con situaciones que les obligaron a adoptar una posición extrema que en el triunfo final los convirtió en héroes.
Otros que, como Pétain, adoptaron en el momento de la derrota una actitud de asunción de la misma que, de acuerdo con cualquier criterio pragmático, parecía la posición más sensata ante el arrogante vencedor que se suponía definitivo, se convirtieron en villanos.
La sociedad española está atravesando momentos excepcionales. No se trata, por fortuna, de hechos bélicos como los anteriores, pero sí de una aguda crisis económica que va mutando hacia una crisis política y social.
La desconfianza generalizada se percibe en cualquier conversación y dicha desconfianza se manifiesta en una actitud de menosprecio hacia personas e instituciones por las que antes se sentía un cierto respeto.
No existe aprecio hacia el mundo político, sindical, empresarial, judicial.
Un juez de instrucción de una ciudad como Palma de Mallorca, que pese a la importancia turística de la isla no deja de ser una pequeña aunque muy bella capital de provincia, se ha convertido, de manera involuntaria, en el héroe de una parte significativa de la opinión. Nada en principio parecía predisponer al juez Castro para ocupar semejante puesto de honor. Se trata de un juez de instrucción de un juzgado de ciudad, no ocupa la cúspide de la carrera judicial. Su relevancia le ha sido otorgada por el hecho de ser Mallorca uno de los lugares donde se han producido hechos de corrupción más notables, culminando con la imputación del yerno del rey en un primer momento y de la hija menor del rey, una infanta de España, con posterioridad.
En lo poco que podemos saber del juez José Castro nada nos muestra a la figura de lo que se suele entender como un juez estrella. Sus comportamientos son discretos, apenas concede entrevistas y cuando responde a los periodistas lo hace con educación pero sin salirse nunca de los límites de discreción que a un juez se le suponen y que no siempre cumplen. No aparece en los medios de difusión ni en tertulias y entrevistas personales, a diferencia de otros jueces. La imagen gráfica que de él tenemos es la de su llegada y salida del juzgado, normalmente en moto. Sabemos que procede de Córdoba y que en sus sucesivos ascensos ha ocupado la actual plaza de juez de instrucción en Palma. No es difícil imaginárselo charlando con sus amigos en un café de temas ajenos a su labor profesional.
Este hombre, que aunque con una buena presencia, tampoco es excesivamente llamativo en su aspecto físico, se está convirtiendo en héroe a su pesar. Sus llegadas y salidas del juzgado son saludadas por una salva de aplausos que contrasta con los abucheos y gritos insultantes que reciben otras personalidades no hace mucho tiempo idolatradas. Esa popularidad, tan ajena en principio a su profesión, parece ser recibida por el destinatario de los aplausos con cierta incomodidad, pues los afanes del hombre de leyes no son los mismos que los del hombre político que tiene en la popularidad el apoyo más firme de su carrera.
Lo heroico de la labor del juez consiste en algo tan sencillo como querer hacer bien su trabajo. También contribuye a esa imagen de heroísmo la sensación que se percibe con facilidad de que se encuentra muy solo en su labor, teniendo en contra a los partidos políticos mayoritarios, a la fiscalía, a un poderoso despacho de abogados y a ciertos medios de comunicación que, en su afán de defender la monarquía no han dudado en recurrir a los más obtusos juicios de intención para desacreditar sus esfuerzos por hallar la verdad en hechos tan complejos como los que se juzgan. No podemos anticipar si esos medios lograrán entorpecer la labor del juez pero sí que parecen estar haciendo contra la propia monarquía que dicen defender una labor mucho más incisiva y eficaz que la de los más acérrimos republicanos.
No podemos saber cuáles serán las conclusiones definitivas del juez. Sean las que sean, la notoriedad del caso las hará necesariamente criticables y dejarán descontentos a muchos.
No hay que hacer un esfuerzo heroico para simpatizar con el juez. Ahí radica precisamente el hecho triste que puede simbolizar la actual crisis española: la simpatía que nos provoca un hombre normal que intenta cumplir con su trabajo. Que la normalidad pueda ser objeto de simpatía y que la propia normalidad pueda ser vista como algo heroico es un signo de la debilidad ética de la sociedad española.
Cuando lo normal (cumplir con el trabajo ) se convierte en extraordinario algo extraordinario nos está sucediendo. Cuando lo extraordinario ( corrupción ) se convierte en normal, necesitamos al hombre normal para que nos redima de esos hechos que de extraordinarios llevan camino de convertirse en normales.
Como objeto de estudio para el historiador o para el periodista, la normalidad es más aburrida que la situación excepcional y extraordinaria. Por el contrario, para la vida de una persona es mejor una situación normal y poco llamativa. Lo mismo sucede con el desarrollo de una sociedad. Lo extraordinario es interesante e incluso apasionante para el estudioso, pero para la vida real es mucho más fértil una situación con menos rasgos llamativos.
El sobresalto interesa para ser leído y estudiado pero no para ser vivido.
Para la vida, efectivamente, lo mejor es que ni haya héroes ni se necesiten.





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