Como
ya nos enseñara Bertolt Brecht, más desgraciado que el pueblo ( o la sociedad,
diríamos hoy con menos énfasis ) que no tiene héroes es aquel que necesita héroes. El héroe requiere como
fondo ambiental del que alimentarse una situación excepcional, que por lo
general suele ser una situación difícil, abarcando dicha dificultad todos los
grados posibles que se puedan concebir entre la simple complicación hasta el
extremo dramatismo.
De
Gaulle, Churchill y otras tantas personalidades apenas ocuparían una pequeña
línea de la historia de no ser porque en su vida se cruzaron con situaciones
que les obligaron a adoptar una posición extrema que en el triunfo final los
convirtió en héroes.
Otros
que, como Pétain, adoptaron en el momento de la derrota una actitud de asunción
de la misma que, de acuerdo con cualquier criterio pragmático, parecía la
posición más sensata ante el arrogante vencedor que se suponía definitivo, se
convirtieron en villanos.
La
sociedad española está atravesando momentos excepcionales. No se trata, por
fortuna, de hechos bélicos como los anteriores, pero sí de una aguda crisis
económica que va mutando hacia una crisis política y social.
La
desconfianza generalizada se percibe en cualquier conversación y dicha
desconfianza se manifiesta en una actitud de menosprecio hacia personas e
instituciones por las que antes se sentía un cierto respeto.
No
existe aprecio hacia el mundo político, sindical, empresarial, judicial.
Un
juez de instrucción de una ciudad como Palma de Mallorca, que pese a la importancia
turística de la isla no deja de ser una pequeña aunque muy bella capital de
provincia, se ha convertido, de manera involuntaria, en el héroe de una parte
significativa de la opinión. Nada en principio parecía predisponer al juez
Castro para ocupar semejante puesto de honor. Se trata de un juez de
instrucción de un juzgado de ciudad, no ocupa la cúspide de la carrera
judicial. Su relevancia le ha sido otorgada por el hecho de ser Mallorca uno de
los lugares donde se han producido hechos de corrupción más notables,
culminando con la imputación del yerno del rey en un primer momento y de la
hija menor del rey, una infanta de España, con posterioridad.
En
lo poco que podemos saber del juez José Castro nada nos muestra a la figura de
lo que se suele entender como un juez
estrella. Sus comportamientos son discretos, apenas concede entrevistas y
cuando responde a los periodistas lo hace con educación pero sin salirse nunca
de los límites de discreción que a un juez se le suponen y que no siempre
cumplen. No aparece en los medios de difusión ni en tertulias y entrevistas
personales, a diferencia de otros jueces. La imagen gráfica que de él tenemos
es la de su llegada y salida del juzgado, normalmente en moto. Sabemos que
procede de Córdoba y que en sus sucesivos ascensos ha ocupado la actual plaza
de juez de instrucción en Palma. No es difícil imaginárselo charlando con sus
amigos en un café de temas ajenos a su labor profesional.
Este
hombre, que aunque con una buena presencia, tampoco es excesivamente llamativo
en su aspecto físico, se está convirtiendo en héroe a su pesar. Sus llegadas y
salidas del juzgado son saludadas por una salva de aplausos que contrasta con
los abucheos y gritos insultantes que reciben otras personalidades no hace
mucho tiempo idolatradas. Esa popularidad, tan ajena en principio a su
profesión, parece ser recibida por el destinatario de los aplausos con cierta
incomodidad, pues los afanes del hombre de leyes no son los mismos que los del
hombre político que tiene en la popularidad el apoyo más firme de su carrera.
Lo
heroico de la labor del juez consiste en algo tan sencillo como querer hacer
bien su trabajo. También contribuye a esa imagen de heroísmo la sensación que
se percibe con facilidad de que se encuentra muy solo en su labor, teniendo en
contra a los partidos políticos mayoritarios, a la fiscalía, a un poderoso
despacho de abogados y a ciertos medios de comunicación que, en su afán de
defender la monarquía no han dudado en recurrir a los más obtusos juicios de
intención para desacreditar sus esfuerzos por hallar la verdad en hechos tan
complejos como los que se juzgan. No podemos anticipar si esos medios lograrán
entorpecer la labor del juez pero sí que parecen estar haciendo contra la
propia monarquía que dicen defender una labor mucho más incisiva y eficaz que
la de los más acérrimos republicanos.
No
podemos saber cuáles serán las conclusiones definitivas del juez. Sean las que
sean, la notoriedad del caso las hará necesariamente criticables y dejarán
descontentos a muchos.
No
hay que hacer un esfuerzo heroico para
simpatizar con el juez. Ahí radica precisamente el hecho triste que puede
simbolizar la actual crisis española: la simpatía que nos provoca un hombre
normal que intenta cumplir con su trabajo. Que la normalidad pueda ser objeto
de simpatía y que la propia normalidad pueda ser vista como algo heroico es un
signo de la debilidad ética de la sociedad española.
Cuando
lo normal (cumplir con el trabajo ) se convierte en extraordinario algo
extraordinario nos está sucediendo. Cuando lo extraordinario ( corrupción ) se
convierte en normal, necesitamos al hombre normal para que nos redima de esos
hechos que de extraordinarios llevan camino de convertirse en normales.
Como
objeto de estudio para el historiador o para el periodista, la normalidad es más
aburrida que la situación excepcional y extraordinaria. Por el contrario, para
la vida de una persona es mejor una situación normal y poco llamativa. Lo mismo
sucede con el desarrollo de una sociedad. Lo extraordinario es interesante e
incluso apasionante para el estudioso, pero para la vida real es mucho más
fértil una situación con menos rasgos llamativos.
El
sobresalto interesa para ser leído y estudiado pero no para ser vivido.
Para
la vida, efectivamente, lo mejor es que ni haya héroes ni se necesiten.
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