jueves, 24 de julio de 2014

ES LO QUE HAY.

“Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diversos modos, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
                  
                                              Marx, undécima tesis sobre Feuerbach.

Dos y dos son cuatro y no hay más que hablar.
Esto es verdad para la mentalidad contable, que se limita a sumar lo que tiene ante sí. Es el modo de pensar de los que dicen: “es lo que hay”.
Las matemáticas no engañan: si hay dos más dos la suma dará cuatro. Si hay mil y mil la suma dará dos mil.
Que haya dos o mil no depende de las matemáticas, depende de lo que pongamos nosotros. Si lo que hay no lo hemos puesto nosotros sino que nos lo hemos encontrado, sí que depende de nosotros aceptarlo, rechazarlo o superarlo.
El secreto de toda mentalidad tradicional consiste en convertir lo histórico en natural, de tal manera que una situación resulte indiscutible y por tanto aparezca como única actitud razonable someterse a ella, del mismo modo que nos sometemos a la ley de la gravedad y no luchamos por abolirla.
Es lo que hay confunde la realidad con una manifestación temporal de la misma. Quien se limita a ello o es un conformista o un interesado en que lo que hay sea lo que debe haber. A su vez el conformista es producto de la persuasión del interesado. El cumplimiento de este proceso se logra cuando el conformista se ve a sí mismo como realista. Será alabado como persona juiciosa por los demás y se verá a sí mismo como persona dotada de sensatez y buen juicio.
Los sumandos de los que partimos son hechos, no leyes, y como hechos dependen de relaciones de fuerzas.
Dos y dos dará siempre cuatro pero no es forzoso que la suma haya de ser entre dos y dos.
Las llamadas ciencias humanas suelen fabricar un truco de prestidigitación por el cual el adjetivo queda dominado por el sustantivo, de tal manera que nos fijamos más en la ciencia que en lo humano, olvidando con ello lo que de libre y espontáneo tiene lo humano para convertirlo en algo simplemente derivado de lo científico.
Lo humano se venga más de una vez de este intento de convertir comportamientos libres en simples resultantes de un cálculo, en forma de predicciones erróneas. A su vez, la mentalidad falsamente matemática suele juzgar hechos ya pasados como inevitables. La predicción sobre lo ya sucedido suele ser exitosa. Puesto que lo ya pasado se vuelve rígido e inmutable en su carácter de ya acontecido, la predicción de lo no acontecido se ve tentada a preverlo con la misma rigidez, viéndolo como un pasado aún no efectuado.
La teodicea era una disciplina que dedicaba sus mayores afanes a la ardua tarea de compaginar la bondad divina con el innegable hecho de la existencia del mal en el mundo. Como actividad de justificación abocaba al conformismo. La teodicea sigue existiendo ahora mismo, aunque vestida con otros ropajes, por ejemplo, bajo forma de ciencia humana. La moderna teodicea está constituida por las varias justificaciones ideológicas que pretenden que categoricemos la situación vivida como la única posible.
Toda situación histórica es siempre una situación de hecho y de dominio bruto pero siempre se ha intentado presentar dicho dominio bajo un aspecto natural, extrayendo de esa pretendida naturaleza un mandato o deber, como en su día ocurriera con la teoría del derecho divino de los reyes. Lo que era simple dominio e imposición se presentaba como carga abnegada y servicio, casi como ministerio y sacerdocio querido por Dios para la ordenación de la sociedad. Cuando alguien se atrevía a decir que el rey estaba desnudo era perseguido, pero cuando más de uno se daba cuenta de ello, esa autoridad natural se disolvía como un azucarillo en agua.
La aguda observación que Hume formulara del paso subrepticio del es al debe es algo más que un simple error lógico, es una decisión interesada por parte de quienes ejercen el dominio y una aceptación equivocada por parte de quienes lo sufren, que confunden un hecho temporal con un derecho perenne.
El “estoicismo” sigue presente en la mayor parte de nuestros razonamientos, cada vez que aceptamos lo dado como algo intrínsecamente dotado de sentido y como derivación de ello lo inteligente como adaptación a lo dado.
El estoicismo, más allá de sus grandiosas y bellas manifestaciones históricas es la aceptación de que la misión del conocimiento es descubrir una realidad y unas leyes de dicha realidad que se ven como inmutables y plenas de sentido. No se acepta que el conocimiento pueda ser creativo sino sólo contemplativo. Se ve el conocimiento como reconocimiento y al fin como aceptación. Es un planteamiento cosmológico. En un cosmos todo ocupa su lugar de una manera natural y jerarquizada.
La atención que Marx presta a la diferencia entre el sistema de Demócrito y el de Epicuro muestra el interés hacia un planteamiento en el que el determinismo no sofoque a la incertidumbre. Es un primer paso, el de la admisión de lo no determinado, necesario para dar lugar a la admisión más positiva de una libertad real.
Esa posibilidad de indeterminación dentro de un sistema cosmológico quedó abolida en la visión clásica de la ciencia determinista, ante lo cual, la libertad tuvo que establecerse en el ámbito práctico, cerrado como lo tenía el ámbito teórico.
El primado de la Razón Práctica sobre la Especulativa de Kant abrió un terreno fructífero para relacionar la libertad con la acción.
Ahora pareciera que estuviéramos en la situación inversa: reducción de toda posible acción a un ámbito rígido de actuación única. La consecuencia de ello se ve en la actitud de no molestarse en discutir cualquier alternativa al orden vigente, sino en burlarse de la misma. Si lo realmente existente se entiende como lo que debe ser, quien no lo acepte no habrá de ser refutado, pues es expulsado del terreno de lo juicioso. Será tratado en el mejor de los casos como ingenuo y en el peor como demente.
La tolerancia sólo tiene lugar cuando existe una razón no muy segura de sí misma. El convencimiento absoluto en la verdad de algo lleva en sí un germen de intransigencia, pues se entiende que la tolerancia con el error no es compatible con el conocimiento.
Esto, que tiene su sentido en el terreno teórico, conduce a la tiranía en el práctico. Es el peligro inherente a lo que llamamos "ciencias humanas" cuando se olvidan del irreductible sujeto que está en el fondo de las mismas.
Las ciencias humanas corren el riesgo de situarse en el terreno de la primacía de la razón teórica.
El resultado lo podemos contemplar hoy día bajo la forma de pensamiento único.


sábado, 12 de julio de 2014

AMENAZA.

¡ Niño, o te comes todo el plato o te pongo el Holanda-Argentina!

¿ DEBATE O PELEA ?



Más de un importante personaje, preguntado acerca de por qué no escribía sus memorias, respondió afirmando que lo que era interesante no lo podía contar y que lo que podía contar no era interesante.
Este tipo de aseveraciones era frecuente en una época en la que la crítica y el debate no habían sido sustituidos por el chismorreo. Gracias o por culpa de este pudor que algunas personas sentían nos quedamos sin saber más de una cosa relacionada con importantes figuras, que, teniendo noticia de muchas y comprometidas situaciones, se negaron a dejar por escrito testimonio de las mismas, amparándose en el debido respeto que sentían hacia ciertas personas e instituciones.
Sin darnos apenas cuenta, el nivel de lo que ciertos personajes sienten que están autorizados a comunicar en público ha descendido hasta extremos tales que se atreven a referir  hechos que en cualquier otro momento se hubieran considerado escandalosos, haciendo de ello contenido de los más infames programas de televisión.
Muchas veces lo interesante lo es en sí pero también en otras muchas ocasiones se presume que algo es interesante por lo que tiene de desconocido. El secreto ejerce sobre nosotros la misma fascinación que lo prohibido: supone una promesa de algo inaccesible y una incitación a acercarnos en la medida de lo posible a eso que todavía no sabemos o que no estamos autorizados a hacer.
Sabedores en los diversos medios de esto último, es frecuente el anuncio de sorprendentes novedades que, en realidad no tienen más interés que la falsa expectativa generada en torno a las mismas, mientras su consumación se aplaza durante un tiempo desorbitado, al par que la publicidad aprovecha tal espera para lanzar sus mensajes. Se logra de este modo que un programa televisivo se arrastre durante horas y horas en la más absoluta vaciedad a la espera de esa sorprendente noticia o revelación que nunca llega, o si lo hace, es a altas horas de la madrugada, cuando ya más de un espectador ha abandonado por cansancio, sin que ello importe mucho, pues la auténtica realidad del programa ( ser mera trampa para situar los diversos mensajes publicitarios ) ya se ha cumplido plenamente.
Nada nuevo, salvo la desfachatez en la intensidad, hay en todo lo anterior, pero el deterioro en el nivel de atención sí que constituye un daño cierto.
Dado que lo que se entiende por novedad parece como si tuviera que ir unido a lo escandaloso, las auténticas noticias de interés desaparecen del centro de atención.
Si a todo lo anterior añadimos la profusión de gritos y enfados programados y dirigidos como parte del espectáculo, se impone el temor de que algo tan importante como un debate de ideas se convierta en algo anacrónico.
Se opina de todo en todo momento y sin el menor escrúpulo. Se superponen las voces, pues nadie sabe lo que es un turno de palabra y la cacofonía resultante se pretende que luzca como debate intenso. Si, por ventura, alguien esboza en lugar de un exabrupto algo parecido a una argumentación, a los pocos segundos podrá comprobar cómo ese exabrupto no proferido por él es rápidamente recuperado por sus interlocutores, que ahogarán su conato de exposición lógica, que quedará no refutada sino directamente abortada. Se hará pasar la superioridad del grito por superioridad de argumento y en vez de crítica a lo que se dice se lanzará una provocación a quien lo dice con la intención apenas velada de hacerle perder los nervios y de ese modo la discusión.
Un debate siempre debe encerrar cierta violencia: no la violencia de la intensidad sino aquella violencia que todo buen razonamiento ejerce sobre una persona dispuesta a dejarse convencer por el mejor argumento. Cuando algo nos hace reflexionar y nos obliga a cambiar nuestra manera de ver las cosas, algo violento, en el buen sentido de oposición a la inercia, sucede en nuestro fuero interno. Un buen razonamiento se nos impone de forma necesaria.
En la época en que nadie habla de razonamiento y sí de opinión, se pierde de vista este alumbramiento violento, este parto en la mejor tradición socrática, que toda buena argumentación ejerce sobre una mente abierta.
Sólo una mala práctica generalizada ha hecho posible que alguien pretenda rechazar lo que otro afirma con la vacía expresión: “esa será su opinión”, con que muchas veces se pretende dar por terminada una discusión, que, de saber que acabaría así, bien se podría ahorrar, pues es una obviedad que si uno habla está diciendo su opinión. Lo que ya casi nadie se atreve a decir es que puede que uno piense que lo que opina es verdad y que merece por tanto, ser analizado.



La verdad queda sustituida por el triunfo. Los debates electorales entre candidatos han quedado contaminados por esta versión pugilística de la discusión, y nadie discute que tras celebrarse un debate de este tipo, las preguntas que los institutos de opinión realizan tratan de captar quién ha ganado, dando por únicamente válida una visión agonal de la discusión.
La política tradicional se siente cómoda en un marco que, como el agonal, propicia la lucha de personalidades en vez de la confrontación de ideas. Cuanto más se parecen las políticas practicadas más tratan de distinguirse sus protagonistas. Lo que es verdaderamente diferente no habría que decirlo, habría que mostrarlo.
Un verdadero debate sería aquel que muestra más que dice. Para ello haría falta una gran altura en las personas que discuten y un hábito de atención por parte del receptor que por desgracia la cultura del instante y de lo inmediato está haciendo desaparecer.


jueves, 10 de julio de 2014

EL DISCO.

Está cobrando fuerza la tendencia a adquirir de nuevo discos en el viejo formato, ese que ahora llamamos disco de vinilo pero que antes de la irrupción del disco compacto era simplemente el disco.
No faltaron nunca en estos últimos años de imperio del sonido digital quienes defendieran la vigencia del viejo formato y de hecho, en algunos ámbitos como el de la discoteca no ha perdido nunca su predominio.
Cuando a finales de los años ochenta el disco compacto apareció con fuerza en el mercado se produjo una convivencia durante un tiempo de los dos medios de reproducción pero finalmente las indudables ventajas del soporte digital hicieron que el soporte analógico quedara relegado al estrecho ámbito de los nostálgicos y el disco de vinilo pasó a ser algo parecido a un objeto de culto, cuando no a una simple muestra de fetichismo.



Hubo un aspecto, el visual, en el que el disco compacto nunca pudo competir con el viejo disco de vinilo: las carátulas de este último siempre resultaron más atractivas y en ellas se podía hacer justicia de forma más fiel a la intención de los diseñadores de portadas. La portada del disco digital, debido a su reducido tamaño, no dejaba de evocar una postal que resultaba poco atractiva en comparación con las grandes portadas del viejo disco.
Durante el breve tiempo de convivencia de los dos soportes las compañías discográficas ofrecían sus producciones en versiones de vinilo y digitales pero pronto dejaron de producir en el primer soporte y se dedicaron a realizar sus lanzamientos de manera exclusiva en el más moderno soporte digital.



Muchos aficionados renovaron sus discotecas adquiriendo en el nuevo soporte músicas que ya habían poseído en el viejo pero que debido al desgaste resultaban inaudibles. El negocio fue rentable durante bastantes años pero la tecnología digital, ofrecida en un primer momento en forma de disco más pequeño y manejable, llevaba inscrita en su código biológico el germen de su propia superación, pues el flamante disco compacto, objeto asombroso al principio, ofrecía la posibilidad de ser copiado y, superado un primer momento de impacto, pronto se vio que el disco compacto no era lo primordial sino una primera manera de servir un sonido digital que pronto sería accesible por otros cauces, haciendo viejo en poco tiempo a un objeto al que en un primer momento se vaticinó una vida más larga aún que la del disco de vinilo.
El viejo disco, nunca del todo desaparecido, está desde hace un tiempo ocupando de nuevo un importante lugar, pero ahora ya no como simple objeto conservado sino de nuevo producido por la industria.
Vuelven a lucir en las tiendas unos discos que, tras años de no estar acostumbrados a verlos, nos sorprenden pues nos parecen aún más grandes y sus portadas más deslumbrantes.
El fenómeno tiene su interés pues pone en lucha dos ámbitos que se desarrollan en el tiempo: el progreso técnico y la moda.
Que el disco compacto supuso una mejora en la calidad del sonido es algo claro, aunque siempre hubo personas que apreciaban en el disco de vinilo una calidez que les parecía ausente en el nuevo formato. Es cierto que la ausencia de ruidos de fondo, la sorprendente perfección y conservación del nuevo disco podía resultar de puro perfecta hasta inquietante tras años acostumbrados a que el deterioro del disco tras sucesivas audiciones formara parte de la experiencia habitual de los oyentes. Incluso en una primera audición no eran raros los ruidos de fondo, que se incrementaban tras el uso del disco. Los propios aparatos, con sus agujas, contribuían al deterioro del objeto, de tal manera que el disco era un artículo esencialmente perecedero, y sus imperfecciones, más que accidentales, tenían casi un carácter estructural. Todo esto desapareció en el nuevo formato que, si por una parte era más perfecto, por otra, dicha perfección, al hacer de hecho similares las escuchas sucesivas de la música en el aspecto técnico, abrogaban el deterioro pero con él, la sensación de que el objeto era algo vivo, pues suprimían el envejecimiento que dota de humanidad a los objetos inertes. El nuevo disco se ofrecía siempre igual, con similar perfección tras su uso, y lo que técnicamente era un avance indiscutible vitalmente era experimentado como inquietante inmutabilidad. Un objeto siempre nuevo nos asombra de la misma manera que una belleza inmutable: nos produce admiración pero no amor hacia el mismo. Parece como si el deterioro de un objeto inscribiera en el mismo algo de nuestra propia fragilidad.
La inmutable perfección del disco compacto hace que el mismo muestre de forma efectiva su carácter de producto fabricado en serie, pues todos los poseedores de la misma versión la escucharán desde el punto de vista técnico de la misma manera, le da en cierto modo el carácter de individuo que puede ser subsumido bajo una misma especie. El viejo disco, fabricado también en serie, al ser más endeble y perecedero, dependía en mayor medida de su poseedor para que fuera debidamente conservado, y se podía apreciar de manera tangible el distinto cuidado que cada persona ponía en el mantenimiento del producto, de tal manera que el estado del mismo podía ser muy diferente si el dueño era solícito en el manejo del disco o era descuidado, de manera parecida a como se puede captar si una persona cuida con esmero su jardín o por el contrario, lo hace con negligencia. Todo ello dotaba al viejo disco de un carácter casi biológico, que velaba su auténtica realidad de producto fabricado.
La moda se ha hecho cargo del viejo disco y lo ha lanzado al mercado como objeto pujante. Sin duda hay razones comerciales tras ello pero toda moda ha de tener como sustento algún tipo de necesidad que se presume que el consumidor desea satisfacer, o bien, ha de tratar de convencer al consumidor de que realmente tiene esa necesidad.
Con la vuelta a la actualidad del viejo disco se establece una curiosa dialéctica entre la moda y el avance tecnológico.
Toda mejora atrae por el aumento de calidad que reporta. En el caso del tránsito del sonido analógico hasta el sonido digital, las mejoras se imponen con nitidez y a su vez se presentan como algo nuevo. En este caso, la moda viene respaldada por la indudable mejora que la novedad reporta.



Cuando de volver a algo antiguo se trata, si esa vuelta lo es en un campo en el que la tecnología ha estado presente, es raro que tal vuelta pueda venir avalada por una mejora de la calidad: en el caso de la vuelta al disco de vinilo se trata de recuperar un objeto que en sí no puede competir con las prestaciones del sonido digital. Pese a todas estas consideraciones, el viejo disco va ocupando un terreno, si no mayoritario, sí significativo. Parece como si de reivindicar la fragilidad e imperfección se tratara.
En otros ámbitos, tal reivindicación de una vuelta a lo antiguo sería inconcebible: puede haber sin duda defensores de una llamada medicina natural pero desde luego nadie va a ser partidario de recuperar una cirugía sin anestesia, por más natural y cálida que esta última resultara.
En el caso del disco, esta vuelta, aparentemente absurda, a lo antiguo es interesante por cuanto muestra el carácter derivado del disco: un disco transmite un simulacro de interpretación musical. Por perfecta que pueda ser la producción del mismo, el disco es siempre secundario respecto del verdadero acontecimiento musical. La música se ejecuta en el tiempo y no puede separarse del acontecimiento en el que se realiza. La música es en sí el propio acontecimiento de su creación.
Quizá uno de los atractivos del viejo disco radique precisamente en su propia imperfección, que se compadece mejor con la propia imperfección que toda interpretación musical lleva inscrita en su naturaleza.
Sea cual sea el tipo de música hacia el que nos sintamos más inclinados, nunca un concierto es un acontecimiento aséptico: hay errores, confusiones, días más afortunados que otros, compañeros más respetuosos o menos, o más ruidosos, o enfermos, hay ataques de tos, muy audibles en los conciertos de tipo clásico. Los propios músicos emiten ruidos, no sólo con sus instrumentos, sino a veces de forma inconsciente ellos mismos cuando se dejan llevar por la música que están interpretando. Desde luego, todas estas vicisitudes no son comparables con los ruidos y molestias del disco de vinilo pero algo sí que tienen en común: la imperfección.
Existe un deseo, quizá difuso, de acceder a algo más auténtico aunque pueda ser menos perfecto desde un punto de vista técnico.
Conservamos una grabación que de la Novena Sinfonía de Beethoven dirigió Wilhelm Furtwängler el 29 de julio de 1951 al frente de la Orquesta del Festival de Bayreuth. La interpretación que la grabación transmite  de esa obra está considerada como una de las más logradas de la historia. No existía todavía el sonido estéreo y por tanto la grabación es monoaural. A su vez, no es una grabación de estudio sino de un concierto en vivo. Uno de los momentos más inspirados de esa versión es el del tercer movimiento, adagio molto e cantabile. En ese mismo movimiento es posible apreciar  uno de los errores más famosos de un instrumentista, se trata del trompa, que emite un sonido en fallo estrepitoso que es perfectamente detectable. El fallo lo fue en el marco de una interpretación memorable, y tras más de sesenta años, ese fallo, que en su momento fue un accidente, se ha convertido en algo que esperamos como si de un elemento estructural se tratara y no de algo accidental. La conjunción entre interpretación memorable y fallo clamoroso dota a la escucha de esa grabación de una humanidad que no siempre está presente en ejecuciones técnicamente más correctas. Nos transmite de una manera más fiel que cualquier grabación en estudio la trascendencia de lo único e irrepetible, incluido en ello el propio error del ejecutante; la trascendencia de la vida en su inmanente irrepetibilidad  no está lejos de esta aproximación a lo único.

Wilhelm Furtwängler


Nos sentimos más atraídos cuando podemos apreciar la lucha de los seres humanos por alcanzar una perfección imposible que cuando simplemente accedemos a algo perfecto pero de lo cual se ha tratado de hacer desaparecer toda presencia humana. Incluso puede que sintamos mayor aprecio por un esfuerzo no logrado que por una perfección fabricada, aunque sólo sea porque el fracaso es posible pero la fabricación de la perfección es una contradicción en los términos, pues toda cosa fabricada es  ya imperfecta por el hecho de deber su existencia a alguien. Lo perfecto no rinde tributo en su autosuficiencia a nada ni a nadie.
La moda, que puede ser en muchas ocasiones irritante pero que casi nunca es estúpida, ha sabido conservar objetos minoritarios, que perdieron en su día la carrera frente a otros técnicamente más perfectos, pero que nos permiten acercarnos de una manera casi física a un pasado que de otro modo quedaría relegado a su desnuda realidad de mundo ya desaparecido.



Gracias a ello podemos aún disfrutar de objetos como los relojes de bolsillo, todavía atractivos en su clamorosa falta de actualidad y, para quien quiera, de los viejos discos, evocadores de un tiempo que ya no es el nuestro, pero que fue tan actual como el nuestro y no necesariamente peor.

La fabricación de objetos ya superados constituye una llamada de atención a la fácil asimilación de lo nuevo con lo mejor.

viernes, 4 de julio de 2014

LA MARSELLESA Y EL HIMNO ALEMÁN.

Hoy a las seis de la tarde, partido Francia-Alemania en el mundial.
No me va nada en el encuentro, espero que pase el mejor, pero lo único que lamento es que por fuerza dejará de sonar a partir de hoy uno de los dos himnos más bonitos que existen.



Lástima que los realizadores, al querer registrar tanto el canto de los aficionados como el de los jugadores acaben provocando desajustes.
El himno francés, la Marsellesa, tiene una fuerza e impacto que fueron muy bien captados en la famosa escena de la película Casablanca.
El himno alemán es un verdadero himno ( en realidad la Marsellesa más que himno es una marcha de lucha). El compositor de la música de lo que acabó siendo himno alemán no era malo precisamente.



No soy yo un gran apasionado de los himnos nacionales ( la letra de la mayoría de ellos es un canto al horror y a la imbecilidad de la identidad ) pero las músicas que forman los dos himnos de hoy trascienden con mucho el estrecho margen de las ceremonias oficiales y tienen verdadera altura.
Durante más de 70 años franceses y alemanes fueron enemigos irreconciliables. Esperemos que hoy la lucha sea deportiva y noble.

Al menos en una eliminatoria más tendremos oportunidad de escuchar uno de estos dos grandes himnos.

miércoles, 2 de julio de 2014

OCURRENCIAS DESORDENADAS SOBRE LA LIBERTAD.

La mente infinita de Laplace está en un plano superior de conocimiento matemático pues dado un estado determinado del universo es capaz de prever un estado futuro del  mismo con toda exactitud.
La forma de ver kantiana comparte el mismo determinismo en lo que al mundo fenoménico se refiere. En tal ámbito tendría que ser posible en teoría prever cualquier acontecimiento, incluso un acto del hombre entendido como parte de la naturaleza con la misma exactitud con la que es posible prever un eclipse de sol o de luna. La libertad en Kant se sitúa en otra dimensión, como la razón de ser de  la moral, que a su vez se plantea como un hecho de la razón, el único hecho de la razón, que, como tal no se discute pero del que hay que explicar su condición de posibilidad. La libertad es la ratio essendi de la moral, y la moral, la ratio cognoscendi de la libertad.
El planteamiento de Laplace y el de Kant son deudores de una visión mecanicista del universo. Hay en estos planteamientos la tendencia a ver el mundo como una máquina, quizá como un reloj del cual conocemos cada vez con más exactitud sus piezas y sus engranajes. El planteamiento premoderno era más deudor a una visión organicista, en la cual predomina lo vital sobre lo mecánico. La tercera crítica de Kant, la Crítica del Juicio, es un esfuerzo por dar cuenta de ese aspecto orgánico que no se deja reducir fácilmente a consideraciones mecánicas. La finalidad reclama su puesto junto con la eficiencia.
El Dios providente del cristianismo es más complejo pues en su infinita sabiduría conoce todo lo que fue, es y será, pero en este caso la situación es más difícil de concebir pues tal conocimiento no proviene de una mente capaz de infinito cálculo sino de un saber pleno de lo que el hombre, sin ningún tipo de predeterminación hará. Es una mente que sabe con plenitud pero no con cálculo. La mente infinita de Laplace, al basar su saber en la noción de cálculo requiere una situación inicial dada al ejercicio de tal cálculo, a modo de problema planteado y en este sentido denota una cierta pasividad. En todo problema que sea preciso resolver ( y en este sentido el cálculo es un procedimiento para resolver un problema ) la situación problemática viene planteada por una instancia ajena a la mente que va a ejercer el cálculo. Parece abrirse de este modo una brecha entre la capacidad de cálculo y la capacidad de creación. Si confrontamos el planteamiento de Laplace con el de Vico veremos cómo en este último la omnisciencia divina deriva no de la infinita potencia de cálculo sino del íntimo conocimiento que Dios tiene de un mundo que ha sido creado por Él.
La polémica entre Lutero y Erasmo sobre el libre albedrío se mueve en esta disyuntiva entre libertad y conocimiento. Erasmo concede al hombre la libertad y atribuye a Dios el conocimiento de lo que el hombre libremente determinará.
En una posición determinista absoluta la predeterminación no plantea ningún problema. El problema viene dado cuando se quiere dar cuenta, ya de la moralidad, como en el caso de Kant, ya de la necesaria libertad para que tenga sentido la actuación del hombre, como en la teología medieval.
Las soluciones son siempre problemáticas: los dos ámbitos de Kant ( fenoménico o nouménico ) o la difícil conciliación entre un saber divino de lo que el hombre hará con la libertad con la cual a su vez tal hombre hará lo que Dios ya sabe que hará.
En todos estos planteamientos se parte de la posibilidad de un saber total sobre el universo y sobre la actuación del hombre en dicho universo, si bien universo en sentido pleno sólo lo puede ser el que plantea la ciencia moderna a partir de Kepler, Galileo y Newton, con su tendencia a encontrar leyes que sirvan para explicar los hechos de un mundo en el que no se admiten ya distinciones jerárquicas en cuanto a sus leyes de funcionamiento.
En el caso del pensamiento cristiano medieval es mejor hablar de criaturas y mundo creado, en el cual hay regiones de distinta jerarquía.
El conocimiento de las leyes explicativas de un determinado ámbito parece oponerse a la libertad con que actúan los agentes del mismo. La progresiva cuantificación de la ciencia ha ido borrando cualquier sombra de tendencia con la que los agentes actúan, y el posible resto de libertad que cabe suponer a un agente que actúa espontáneamente queda suprimido cuando dicha espontaneidad es sustituída por la consideración del motivo como factor que explica la acción, pues “motivo” no es sino el nombre que se le da a una acción causal en el ámbito humano.
Queda de este modo planteada la cuestión por la posibilidad de admitir la libertad si a su vez se admite la tendencia a encontrar leyes que den cuenta de todos los hechos.
Suprimir la libertad por considerar que el avance del conocimiento la hará prescindible es tanto como admitir que la libertad no tiene más entidad que la que le preste nuestra ignorancia. Si en un planteamiento racionalista clásico como el de Leibniz las verdades de hecho se podrían convertir en verdades de razón por el imperio del principio de Razón Suficiente, no habría ya lugar al debate y su lugar debería ser ocupado por el cálculo.
Las implicaciones de tal planteamiento tienen consecuencias ontológicas pero también éticas y políticas.
Se debate en una asamblea pero no se calcula.
En la visión medieval y premoderna la providencia y el saber divinos no se oponen a la libertad. Aquí el saber no se identifica con el cálculo sino con la capacidad de penetración en lo más recóndito de una conciencia que se sigue viendo como libre. La libertad, según esta forma de entender las cosas, no es un nombre que damos a una ignorancia derivada de la limitación de nuestro conocimiento. La libertad es una facultad de elegir los medios en orden a conseguir un fin, Facultas electiva mediorum servato ordine finis.
La manera de conjugar la omnisciencia divina y la libertad humana se consigue no derivando las acciones de los hombres de un decreto primero que los convirtiera en simples eslabones de un mecanismo necesario sino dejando actuar libremente a esos hombres ante una suprema inteligencia a la cual no podrá escapar nada de lo que vayan a pensar, sentir o realizar.
El planteamiento mecanicista, con su saber basado en el cálculo es un punto de partida siempre penúltimo, pues el cálculo se realiza a partir de una situación. Comparte esta visión el planteamiento de todo problema , de acuerdo con lo cual es preciso admitir los datos del problema.
Este es el lugar en el que se sitúa la ciencia moderna. Se parte de los datos, no en el sentido de experiencia en bruto sino en el sentido de situación dada a la cual es preciso darle una explicación y saber cuales pueden ser sus derivaciones. Conforme se sabe con más precisión menos lugar queda para la incertidumbre.
El enfoque premoderno intenta conjugar la libertad humana con la omnisciencia de Dios pero también en él se hace muy difícil establecer una relación correcta entre la omnipotencia divina y la libertad humana. Libertad es espontaneidad, capacidad de traer al ser algo nuevo, teniendo en cuenta que ese algo no es preciso que sea un objeto, puede ser una acción. En la medida en que el hombre está dotado de esa capacidad en cuanto libre es difícil negarle una cierta esfera de creación ante la cual la omnipotencia divina parece resentirse. En la medida en que el hombre es libre, Dios aunque sepa lo que va a hacer, parece saberlo más en un sentido de reconocimiento que en un sentido de determinación. Lo que se atribuye a su omnisciencia parece retraerse de su omnipotencia. Lo que se reconoce parece siempre venir de un ámbito ajeno.
El teísmo encierra de este modo una íntima contradicción llena de tensiones que difícilmente resuelven en una superación.


La sensibilidad en Kant es receptividad y en este sentido introduce un factor de pasividad que hace al entendimiento , aun reconocido como espontáneo, dependiente. Con todo, parece como si el ideal de un entendimiento arketypus  introdujera una posibilidad de creatividad no mermada por pasividad alguna.
La manera en que Descartes habla de la idea de infinito como innata y no facticia es más una opción que una demostración estricta.
En ambos casos se apunta a algo no limitado, en Descartes de manera positiva, en Kant de manera ideal.
En Kant y en Descartes no deja de estar presente la forma de pensar platónica y también tomista de un grado óptimo como culminación, bien real o bien pensada.
Tanto en Kant como en Descartes está presente ese residuo no explícito de optatividad, como ámbito de una posible libertad constitutiva y no dada.