Más
de un importante personaje, preguntado acerca de por qué no escribía sus
memorias, respondió afirmando que lo que era interesante no lo podía contar y
que lo que podía contar no era interesante.
Este
tipo de aseveraciones era frecuente en una época en la que la crítica y el
debate no habían sido sustituidos por el chismorreo. Gracias o por culpa de
este pudor que algunas personas sentían nos quedamos sin saber más de una cosa
relacionada con importantes figuras, que, teniendo noticia de muchas y comprometidas
situaciones, se negaron a dejar por escrito testimonio de las mismas, amparándose
en el debido respeto que sentían hacia ciertas personas e instituciones.
Sin
darnos apenas cuenta, el nivel de lo que ciertos personajes sienten que están
autorizados a comunicar en público ha descendido hasta extremos tales que se
atreven a referir hechos que en
cualquier otro momento se hubieran considerado escandalosos, haciendo de ello
contenido de los más infames programas de televisión.
Muchas
veces lo interesante lo es en sí pero también en otras muchas ocasiones se
presume que algo es interesante por lo que tiene de desconocido. El secreto
ejerce sobre nosotros la misma fascinación que lo prohibido: supone una promesa
de algo inaccesible y una incitación a acercarnos en la medida de lo posible a
eso que todavía no sabemos o que no estamos autorizados a hacer.
Sabedores
en los diversos medios de esto último, es frecuente el anuncio de sorprendentes
novedades que, en realidad no tienen más interés que la falsa expectativa
generada en torno a las mismas, mientras su consumación se aplaza durante un
tiempo desorbitado, al par que la publicidad aprovecha tal espera para lanzar
sus mensajes. Se logra de este modo que un programa televisivo se arrastre
durante horas y horas en la más absoluta vaciedad a la espera de esa
sorprendente noticia o revelación que nunca llega, o si lo hace, es a altas
horas de la madrugada, cuando ya más de un espectador ha abandonado por
cansancio, sin que ello importe mucho, pues la auténtica realidad del programa
( ser mera trampa para situar los diversos mensajes publicitarios ) ya se ha
cumplido plenamente.
Nada
nuevo, salvo la desfachatez en la intensidad, hay en todo lo anterior, pero el deterioro
en el nivel de atención sí que constituye un daño cierto.
Dado
que lo que se entiende por novedad parece como si tuviera que ir unido a lo
escandaloso, las auténticas noticias de interés desaparecen del centro de
atención.
Si
a todo lo anterior añadimos la profusión de gritos y enfados programados y
dirigidos como parte del espectáculo, se impone el temor de que algo tan
importante como un debate de ideas se convierta en algo anacrónico.
Se
opina de todo en todo momento y sin el menor escrúpulo. Se superponen las
voces, pues nadie sabe lo que es un turno de palabra y la cacofonía resultante
se pretende que luzca como debate intenso. Si, por ventura, alguien esboza en
lugar de un exabrupto algo parecido a una argumentación, a los pocos segundos
podrá comprobar cómo ese exabrupto no proferido por él es rápidamente
recuperado por sus interlocutores, que ahogarán su conato de exposición lógica,
que quedará no refutada sino directamente abortada. Se hará pasar la
superioridad del grito por superioridad de argumento y en vez de crítica a lo que se dice se lanzará una provocación
a quien lo dice con la intención
apenas velada de hacerle perder los nervios y de ese modo la discusión.
Un
debate siempre debe encerrar cierta violencia: no la violencia de la intensidad
sino aquella violencia que todo buen razonamiento ejerce sobre una persona
dispuesta a dejarse convencer por el mejor argumento. Cuando algo nos hace
reflexionar y nos obliga a cambiar nuestra manera de ver las cosas, algo
violento, en el buen sentido de oposición a la inercia, sucede en nuestro fuero
interno. Un buen razonamiento se nos impone de forma necesaria.
En
la época en que nadie habla de razonamiento y sí de opinión, se pierde de vista
este alumbramiento violento, este parto
en la mejor tradición socrática, que toda buena argumentación ejerce sobre una
mente abierta.
Sólo
una mala práctica generalizada ha hecho posible que alguien pretenda rechazar
lo que otro afirma con la vacía expresión: “esa será su opinión”, con que
muchas veces se pretende dar por terminada una discusión, que, de saber que
acabaría así, bien se podría ahorrar, pues es una obviedad que si uno habla está
diciendo su opinión. Lo que ya casi nadie se atreve a decir es que puede que
uno piense que lo que opina es verdad y que merece por tanto, ser analizado.
La
verdad queda sustituida por el triunfo. Los debates electorales entre
candidatos han quedado contaminados por esta versión pugilística de la discusión, y nadie discute que tras celebrarse un
debate de este tipo, las preguntas que los institutos de opinión realizan
tratan de captar quién ha ganado, dando
por únicamente válida una visión agonal de
la discusión.
La
política tradicional se siente cómoda en un marco que, como el agonal, propicia la lucha de
personalidades en vez de la confrontación de ideas. Cuanto más se parecen las
políticas practicadas más tratan de distinguirse sus protagonistas. Lo que es verdaderamente diferente no habría que decirlo, habría que mostrarlo.
Un
verdadero debate sería aquel que muestra
más que dice. Para ello haría falta
una gran altura en las personas que discuten y un hábito de atención por parte
del receptor que por desgracia la cultura del instante y de lo inmediato está
haciendo desaparecer.
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