sábado, 12 de julio de 2014

¿ DEBATE O PELEA ?



Más de un importante personaje, preguntado acerca de por qué no escribía sus memorias, respondió afirmando que lo que era interesante no lo podía contar y que lo que podía contar no era interesante.
Este tipo de aseveraciones era frecuente en una época en la que la crítica y el debate no habían sido sustituidos por el chismorreo. Gracias o por culpa de este pudor que algunas personas sentían nos quedamos sin saber más de una cosa relacionada con importantes figuras, que, teniendo noticia de muchas y comprometidas situaciones, se negaron a dejar por escrito testimonio de las mismas, amparándose en el debido respeto que sentían hacia ciertas personas e instituciones.
Sin darnos apenas cuenta, el nivel de lo que ciertos personajes sienten que están autorizados a comunicar en público ha descendido hasta extremos tales que se atreven a referir  hechos que en cualquier otro momento se hubieran considerado escandalosos, haciendo de ello contenido de los más infames programas de televisión.
Muchas veces lo interesante lo es en sí pero también en otras muchas ocasiones se presume que algo es interesante por lo que tiene de desconocido. El secreto ejerce sobre nosotros la misma fascinación que lo prohibido: supone una promesa de algo inaccesible y una incitación a acercarnos en la medida de lo posible a eso que todavía no sabemos o que no estamos autorizados a hacer.
Sabedores en los diversos medios de esto último, es frecuente el anuncio de sorprendentes novedades que, en realidad no tienen más interés que la falsa expectativa generada en torno a las mismas, mientras su consumación se aplaza durante un tiempo desorbitado, al par que la publicidad aprovecha tal espera para lanzar sus mensajes. Se logra de este modo que un programa televisivo se arrastre durante horas y horas en la más absoluta vaciedad a la espera de esa sorprendente noticia o revelación que nunca llega, o si lo hace, es a altas horas de la madrugada, cuando ya más de un espectador ha abandonado por cansancio, sin que ello importe mucho, pues la auténtica realidad del programa ( ser mera trampa para situar los diversos mensajes publicitarios ) ya se ha cumplido plenamente.
Nada nuevo, salvo la desfachatez en la intensidad, hay en todo lo anterior, pero el deterioro en el nivel de atención sí que constituye un daño cierto.
Dado que lo que se entiende por novedad parece como si tuviera que ir unido a lo escandaloso, las auténticas noticias de interés desaparecen del centro de atención.
Si a todo lo anterior añadimos la profusión de gritos y enfados programados y dirigidos como parte del espectáculo, se impone el temor de que algo tan importante como un debate de ideas se convierta en algo anacrónico.
Se opina de todo en todo momento y sin el menor escrúpulo. Se superponen las voces, pues nadie sabe lo que es un turno de palabra y la cacofonía resultante se pretende que luzca como debate intenso. Si, por ventura, alguien esboza en lugar de un exabrupto algo parecido a una argumentación, a los pocos segundos podrá comprobar cómo ese exabrupto no proferido por él es rápidamente recuperado por sus interlocutores, que ahogarán su conato de exposición lógica, que quedará no refutada sino directamente abortada. Se hará pasar la superioridad del grito por superioridad de argumento y en vez de crítica a lo que se dice se lanzará una provocación a quien lo dice con la intención apenas velada de hacerle perder los nervios y de ese modo la discusión.
Un debate siempre debe encerrar cierta violencia: no la violencia de la intensidad sino aquella violencia que todo buen razonamiento ejerce sobre una persona dispuesta a dejarse convencer por el mejor argumento. Cuando algo nos hace reflexionar y nos obliga a cambiar nuestra manera de ver las cosas, algo violento, en el buen sentido de oposición a la inercia, sucede en nuestro fuero interno. Un buen razonamiento se nos impone de forma necesaria.
En la época en que nadie habla de razonamiento y sí de opinión, se pierde de vista este alumbramiento violento, este parto en la mejor tradición socrática, que toda buena argumentación ejerce sobre una mente abierta.
Sólo una mala práctica generalizada ha hecho posible que alguien pretenda rechazar lo que otro afirma con la vacía expresión: “esa será su opinión”, con que muchas veces se pretende dar por terminada una discusión, que, de saber que acabaría así, bien se podría ahorrar, pues es una obviedad que si uno habla está diciendo su opinión. Lo que ya casi nadie se atreve a decir es que puede que uno piense que lo que opina es verdad y que merece por tanto, ser analizado.



La verdad queda sustituida por el triunfo. Los debates electorales entre candidatos han quedado contaminados por esta versión pugilística de la discusión, y nadie discute que tras celebrarse un debate de este tipo, las preguntas que los institutos de opinión realizan tratan de captar quién ha ganado, dando por únicamente válida una visión agonal de la discusión.
La política tradicional se siente cómoda en un marco que, como el agonal, propicia la lucha de personalidades en vez de la confrontación de ideas. Cuanto más se parecen las políticas practicadas más tratan de distinguirse sus protagonistas. Lo que es verdaderamente diferente no habría que decirlo, habría que mostrarlo.
Un verdadero debate sería aquel que muestra más que dice. Para ello haría falta una gran altura en las personas que discuten y un hábito de atención por parte del receptor que por desgracia la cultura del instante y de lo inmediato está haciendo desaparecer.


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