Está
cobrando fuerza la tendencia a adquirir de nuevo discos en el viejo formato,
ese que ahora llamamos disco de vinilo pero
que antes de la irrupción del disco compacto era simplemente el disco.
No
faltaron nunca en estos últimos años de imperio del sonido digital quienes
defendieran la vigencia del viejo formato y de hecho, en algunos ámbitos como
el de la discoteca no ha perdido nunca su predominio.
Cuando
a finales de los años ochenta el disco compacto apareció con fuerza en el
mercado se produjo una convivencia durante un tiempo de los dos medios de
reproducción pero finalmente las indudables ventajas del soporte digital
hicieron que el soporte analógico quedara relegado al estrecho ámbito de los
nostálgicos y el disco de vinilo pasó a ser algo parecido a un objeto de culto,
cuando no a una simple muestra de fetichismo.
Hubo
un aspecto, el visual, en el que el disco compacto nunca pudo competir con el
viejo disco de vinilo: las carátulas de este último siempre resultaron más
atractivas y en ellas se podía hacer justicia de forma más fiel a la intención
de los diseñadores de portadas. La portada del disco digital, debido a su
reducido tamaño, no dejaba de evocar una postal que resultaba poco atractiva en
comparación con las grandes portadas del viejo disco.
Durante
el breve tiempo de convivencia de los dos soportes las compañías discográficas
ofrecían sus producciones en versiones de vinilo y digitales pero pronto
dejaron de producir en el primer soporte y se dedicaron a realizar sus
lanzamientos de manera exclusiva en el más moderno soporte digital.
Muchos
aficionados renovaron sus discotecas adquiriendo en el nuevo soporte músicas
que ya habían poseído en el viejo pero que debido al desgaste resultaban
inaudibles. El negocio fue rentable durante bastantes años pero la tecnología
digital, ofrecida en un primer momento en forma de disco más pequeño y
manejable, llevaba inscrita en su código
biológico el germen de su propia superación, pues el flamante disco
compacto, objeto asombroso al principio, ofrecía la posibilidad de ser copiado
y, superado un primer momento de impacto, pronto se vio que el disco compacto
no era lo primordial sino una primera manera de servir un sonido digital que
pronto sería accesible por otros cauces, haciendo viejo en poco tiempo a un
objeto al que en un primer momento se vaticinó una vida más larga aún que la
del disco de vinilo.
El
viejo disco, nunca del todo desaparecido, está desde hace un tiempo ocupando de
nuevo un importante lugar, pero ahora ya no como simple objeto conservado sino
de nuevo producido por la industria.
Vuelven
a lucir en las tiendas unos discos que, tras años de no estar acostumbrados a
verlos, nos sorprenden pues nos parecen aún más grandes y sus portadas más
deslumbrantes.
El
fenómeno tiene su interés pues pone en lucha dos ámbitos que se desarrollan en
el tiempo: el progreso técnico y la moda.
Que
el disco compacto supuso una mejora en la calidad del sonido es algo claro,
aunque siempre hubo personas que apreciaban en el disco de vinilo una calidez
que les parecía ausente en el nuevo formato. Es cierto que la ausencia de
ruidos de fondo, la sorprendente perfección y conservación del nuevo disco
podía resultar de puro perfecta hasta inquietante tras años acostumbrados a que
el deterioro del disco tras sucesivas audiciones formara parte de la
experiencia habitual de los oyentes. Incluso en una primera audición no eran
raros los ruidos de fondo, que se incrementaban tras el uso del disco. Los
propios aparatos, con sus agujas, contribuían al deterioro del objeto, de tal
manera que el disco era un artículo esencialmente perecedero, y sus
imperfecciones, más que accidentales, tenían casi un carácter estructural. Todo esto desapareció en el
nuevo formato que, si por una parte era más perfecto, por otra, dicha perfección,
al hacer de hecho similares las escuchas sucesivas de la música en el aspecto
técnico, abrogaban el deterioro pero con él, la sensación de que el objeto era
algo vivo, pues suprimían el envejecimiento que dota de humanidad a los objetos inertes. El nuevo disco se ofrecía siempre
igual, con similar perfección tras su uso, y lo que técnicamente era un avance
indiscutible vitalmente era experimentado como inquietante inmutabilidad. Un
objeto siempre nuevo nos asombra de la misma manera que una belleza inmutable:
nos produce admiración pero no amor hacia el mismo. Parece como si el deterioro
de un objeto inscribiera en el mismo algo de nuestra propia fragilidad.
La
inmutable perfección del disco compacto hace que el mismo muestre de forma
efectiva su carácter de producto fabricado en serie, pues todos los poseedores
de la misma versión la escucharán desde el punto de vista técnico de la misma
manera, le da en cierto modo el carácter de individuo
que puede ser subsumido bajo una misma especie. El viejo disco, fabricado
también en serie, al ser más endeble y perecedero, dependía en mayor medida de
su poseedor para que fuera debidamente conservado, y se podía apreciar de
manera tangible el distinto cuidado que cada persona ponía en el mantenimiento
del producto, de tal manera que el estado del mismo podía ser muy diferente si
el dueño era solícito en el manejo del disco o era descuidado, de manera
parecida a como se puede captar si una persona cuida con esmero su jardín o por
el contrario, lo hace con negligencia. Todo ello dotaba al viejo disco de un
carácter casi biológico, que velaba
su auténtica realidad de producto fabricado.
La
moda se ha hecho cargo del viejo disco y lo ha lanzado al mercado como objeto
pujante. Sin duda hay razones comerciales tras ello pero toda moda ha de tener
como sustento algún tipo de necesidad que se presume que el consumidor desea
satisfacer, o bien, ha de tratar de convencer al consumidor de que realmente
tiene esa necesidad.
Con
la vuelta a la actualidad del viejo disco se establece una curiosa dialéctica
entre la moda y el avance tecnológico.
Toda
mejora atrae por el aumento de calidad que reporta. En el caso del tránsito del
sonido analógico hasta el sonido digital, las mejoras se imponen con nitidez y
a su vez se presentan como algo nuevo. En este caso, la moda viene respaldada
por la indudable mejora que la novedad reporta.
Cuando
de volver a algo antiguo se trata, si esa vuelta lo es en un campo en el que la
tecnología ha estado presente, es raro que tal vuelta pueda venir avalada por
una mejora de la calidad: en el caso de la vuelta al disco de vinilo se trata
de recuperar un objeto que en sí no puede competir con las prestaciones del
sonido digital. Pese a todas estas consideraciones, el viejo disco va ocupando
un terreno, si no mayoritario, sí significativo. Parece como si de reivindicar
la fragilidad e imperfección se tratara.
En
otros ámbitos, tal reivindicación de una vuelta a lo antiguo sería
inconcebible: puede haber sin duda defensores de una llamada medicina natural pero desde luego nadie
va a ser partidario de recuperar una cirugía sin anestesia, por más natural y cálida que esta última resultara.
En
el caso del disco, esta vuelta, aparentemente absurda, a lo antiguo es
interesante por cuanto muestra el carácter derivado del disco: un disco
transmite un simulacro de interpretación musical. Por perfecta que pueda ser la
producción del mismo, el disco es siempre secundario respecto del verdadero
acontecimiento musical. La música se ejecuta en el tiempo y no puede separarse del
acontecimiento en el que se realiza. La música es en sí el propio
acontecimiento de su creación.
Quizá
uno de los atractivos del viejo disco radique precisamente en su propia
imperfección, que se compadece mejor con la propia imperfección que toda interpretación
musical lleva inscrita en su naturaleza.
Sea
cual sea el tipo de música hacia el que nos sintamos más inclinados, nunca un
concierto es un acontecimiento aséptico: hay errores, confusiones, días más
afortunados que otros, compañeros más respetuosos o menos, o más ruidosos, o
enfermos, hay ataques de tos, muy audibles en los conciertos de tipo clásico.
Los propios músicos emiten ruidos, no sólo con sus instrumentos, sino a veces
de forma inconsciente ellos mismos cuando se dejan llevar por la música que
están interpretando. Desde luego, todas estas vicisitudes no son comparables
con los ruidos y molestias del disco de vinilo pero algo sí que tienen en
común: la imperfección.
Existe
un deseo, quizá difuso, de acceder a algo más auténtico aunque pueda ser menos
perfecto desde un punto de vista técnico.
Conservamos
una grabación que de la Novena Sinfonía de Beethoven dirigió Wilhelm Furtwängler
el 29 de julio de 1951 al frente de la Orquesta del Festival de Bayreuth. La
interpretación que la grabación transmite de esa obra está considerada como una de las
más logradas de la historia. No existía todavía el sonido estéreo y por tanto la grabación es monoaural. A su vez, no es una grabación de estudio sino de un
concierto en vivo. Uno de los momentos más inspirados de esa versión es el del
tercer movimiento, adagio molto e
cantabile. En ese mismo movimiento es posible apreciar uno de los errores más famosos de un
instrumentista, se trata del trompa, que emite un sonido en fallo estrepitoso
que es perfectamente detectable. El fallo lo fue en el marco de una
interpretación memorable, y tras más de sesenta años, ese fallo, que en su
momento fue un accidente, se ha convertido en algo que esperamos como si de un
elemento estructural se tratara y no de algo accidental. La conjunción entre
interpretación memorable y fallo clamoroso dota a la escucha de esa grabación
de una humanidad que no siempre está presente en ejecuciones técnicamente más
correctas. Nos transmite de una manera más fiel que cualquier grabación en
estudio la trascendencia de lo único e irrepetible, incluido en ello el propio
error del ejecutante; la trascendencia de la vida en su inmanente
irrepetibilidad no está lejos de esta aproximación
a lo único.
Wilhelm Furtwängler |
Nos
sentimos más atraídos cuando podemos apreciar la lucha de los seres humanos por
alcanzar una perfección imposible que cuando simplemente accedemos a algo
perfecto pero de lo cual se ha tratado de hacer desaparecer toda presencia
humana. Incluso puede que sintamos mayor aprecio por un esfuerzo no logrado que
por una perfección fabricada, aunque sólo sea porque el fracaso es posible pero
la fabricación de la perfección es una contradicción en los términos, pues toda
cosa fabricada es ya imperfecta por el
hecho de deber su existencia a alguien. Lo perfecto no rinde tributo en su
autosuficiencia a nada ni a nadie.
La
moda, que puede ser en muchas ocasiones irritante pero que casi nunca es
estúpida, ha sabido conservar objetos minoritarios, que perdieron en su día la
carrera frente a otros técnicamente más perfectos, pero que nos permiten
acercarnos de una manera casi física a un pasado que de otro modo quedaría
relegado a su desnuda realidad de mundo ya desaparecido.
Gracias
a ello podemos aún disfrutar de objetos como los relojes de bolsillo, todavía
atractivos en su clamorosa falta de actualidad y, para quien quiera, de los
viejos discos, evocadores de un tiempo que ya no es el nuestro, pero que fue
tan actual como el nuestro y no necesariamente peor.
La
fabricación de objetos ya superados constituye una llamada de atención a la
fácil asimilación de lo nuevo con lo mejor.
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