jueves, 10 de julio de 2014

EL DISCO.

Está cobrando fuerza la tendencia a adquirir de nuevo discos en el viejo formato, ese que ahora llamamos disco de vinilo pero que antes de la irrupción del disco compacto era simplemente el disco.
No faltaron nunca en estos últimos años de imperio del sonido digital quienes defendieran la vigencia del viejo formato y de hecho, en algunos ámbitos como el de la discoteca no ha perdido nunca su predominio.
Cuando a finales de los años ochenta el disco compacto apareció con fuerza en el mercado se produjo una convivencia durante un tiempo de los dos medios de reproducción pero finalmente las indudables ventajas del soporte digital hicieron que el soporte analógico quedara relegado al estrecho ámbito de los nostálgicos y el disco de vinilo pasó a ser algo parecido a un objeto de culto, cuando no a una simple muestra de fetichismo.



Hubo un aspecto, el visual, en el que el disco compacto nunca pudo competir con el viejo disco de vinilo: las carátulas de este último siempre resultaron más atractivas y en ellas se podía hacer justicia de forma más fiel a la intención de los diseñadores de portadas. La portada del disco digital, debido a su reducido tamaño, no dejaba de evocar una postal que resultaba poco atractiva en comparación con las grandes portadas del viejo disco.
Durante el breve tiempo de convivencia de los dos soportes las compañías discográficas ofrecían sus producciones en versiones de vinilo y digitales pero pronto dejaron de producir en el primer soporte y se dedicaron a realizar sus lanzamientos de manera exclusiva en el más moderno soporte digital.



Muchos aficionados renovaron sus discotecas adquiriendo en el nuevo soporte músicas que ya habían poseído en el viejo pero que debido al desgaste resultaban inaudibles. El negocio fue rentable durante bastantes años pero la tecnología digital, ofrecida en un primer momento en forma de disco más pequeño y manejable, llevaba inscrita en su código biológico el germen de su propia superación, pues el flamante disco compacto, objeto asombroso al principio, ofrecía la posibilidad de ser copiado y, superado un primer momento de impacto, pronto se vio que el disco compacto no era lo primordial sino una primera manera de servir un sonido digital que pronto sería accesible por otros cauces, haciendo viejo en poco tiempo a un objeto al que en un primer momento se vaticinó una vida más larga aún que la del disco de vinilo.
El viejo disco, nunca del todo desaparecido, está desde hace un tiempo ocupando de nuevo un importante lugar, pero ahora ya no como simple objeto conservado sino de nuevo producido por la industria.
Vuelven a lucir en las tiendas unos discos que, tras años de no estar acostumbrados a verlos, nos sorprenden pues nos parecen aún más grandes y sus portadas más deslumbrantes.
El fenómeno tiene su interés pues pone en lucha dos ámbitos que se desarrollan en el tiempo: el progreso técnico y la moda.
Que el disco compacto supuso una mejora en la calidad del sonido es algo claro, aunque siempre hubo personas que apreciaban en el disco de vinilo una calidez que les parecía ausente en el nuevo formato. Es cierto que la ausencia de ruidos de fondo, la sorprendente perfección y conservación del nuevo disco podía resultar de puro perfecta hasta inquietante tras años acostumbrados a que el deterioro del disco tras sucesivas audiciones formara parte de la experiencia habitual de los oyentes. Incluso en una primera audición no eran raros los ruidos de fondo, que se incrementaban tras el uso del disco. Los propios aparatos, con sus agujas, contribuían al deterioro del objeto, de tal manera que el disco era un artículo esencialmente perecedero, y sus imperfecciones, más que accidentales, tenían casi un carácter estructural. Todo esto desapareció en el nuevo formato que, si por una parte era más perfecto, por otra, dicha perfección, al hacer de hecho similares las escuchas sucesivas de la música en el aspecto técnico, abrogaban el deterioro pero con él, la sensación de que el objeto era algo vivo, pues suprimían el envejecimiento que dota de humanidad a los objetos inertes. El nuevo disco se ofrecía siempre igual, con similar perfección tras su uso, y lo que técnicamente era un avance indiscutible vitalmente era experimentado como inquietante inmutabilidad. Un objeto siempre nuevo nos asombra de la misma manera que una belleza inmutable: nos produce admiración pero no amor hacia el mismo. Parece como si el deterioro de un objeto inscribiera en el mismo algo de nuestra propia fragilidad.
La inmutable perfección del disco compacto hace que el mismo muestre de forma efectiva su carácter de producto fabricado en serie, pues todos los poseedores de la misma versión la escucharán desde el punto de vista técnico de la misma manera, le da en cierto modo el carácter de individuo que puede ser subsumido bajo una misma especie. El viejo disco, fabricado también en serie, al ser más endeble y perecedero, dependía en mayor medida de su poseedor para que fuera debidamente conservado, y se podía apreciar de manera tangible el distinto cuidado que cada persona ponía en el mantenimiento del producto, de tal manera que el estado del mismo podía ser muy diferente si el dueño era solícito en el manejo del disco o era descuidado, de manera parecida a como se puede captar si una persona cuida con esmero su jardín o por el contrario, lo hace con negligencia. Todo ello dotaba al viejo disco de un carácter casi biológico, que velaba su auténtica realidad de producto fabricado.
La moda se ha hecho cargo del viejo disco y lo ha lanzado al mercado como objeto pujante. Sin duda hay razones comerciales tras ello pero toda moda ha de tener como sustento algún tipo de necesidad que se presume que el consumidor desea satisfacer, o bien, ha de tratar de convencer al consumidor de que realmente tiene esa necesidad.
Con la vuelta a la actualidad del viejo disco se establece una curiosa dialéctica entre la moda y el avance tecnológico.
Toda mejora atrae por el aumento de calidad que reporta. En el caso del tránsito del sonido analógico hasta el sonido digital, las mejoras se imponen con nitidez y a su vez se presentan como algo nuevo. En este caso, la moda viene respaldada por la indudable mejora que la novedad reporta.



Cuando de volver a algo antiguo se trata, si esa vuelta lo es en un campo en el que la tecnología ha estado presente, es raro que tal vuelta pueda venir avalada por una mejora de la calidad: en el caso de la vuelta al disco de vinilo se trata de recuperar un objeto que en sí no puede competir con las prestaciones del sonido digital. Pese a todas estas consideraciones, el viejo disco va ocupando un terreno, si no mayoritario, sí significativo. Parece como si de reivindicar la fragilidad e imperfección se tratara.
En otros ámbitos, tal reivindicación de una vuelta a lo antiguo sería inconcebible: puede haber sin duda defensores de una llamada medicina natural pero desde luego nadie va a ser partidario de recuperar una cirugía sin anestesia, por más natural y cálida que esta última resultara.
En el caso del disco, esta vuelta, aparentemente absurda, a lo antiguo es interesante por cuanto muestra el carácter derivado del disco: un disco transmite un simulacro de interpretación musical. Por perfecta que pueda ser la producción del mismo, el disco es siempre secundario respecto del verdadero acontecimiento musical. La música se ejecuta en el tiempo y no puede separarse del acontecimiento en el que se realiza. La música es en sí el propio acontecimiento de su creación.
Quizá uno de los atractivos del viejo disco radique precisamente en su propia imperfección, que se compadece mejor con la propia imperfección que toda interpretación musical lleva inscrita en su naturaleza.
Sea cual sea el tipo de música hacia el que nos sintamos más inclinados, nunca un concierto es un acontecimiento aséptico: hay errores, confusiones, días más afortunados que otros, compañeros más respetuosos o menos, o más ruidosos, o enfermos, hay ataques de tos, muy audibles en los conciertos de tipo clásico. Los propios músicos emiten ruidos, no sólo con sus instrumentos, sino a veces de forma inconsciente ellos mismos cuando se dejan llevar por la música que están interpretando. Desde luego, todas estas vicisitudes no son comparables con los ruidos y molestias del disco de vinilo pero algo sí que tienen en común: la imperfección.
Existe un deseo, quizá difuso, de acceder a algo más auténtico aunque pueda ser menos perfecto desde un punto de vista técnico.
Conservamos una grabación que de la Novena Sinfonía de Beethoven dirigió Wilhelm Furtwängler el 29 de julio de 1951 al frente de la Orquesta del Festival de Bayreuth. La interpretación que la grabación transmite  de esa obra está considerada como una de las más logradas de la historia. No existía todavía el sonido estéreo y por tanto la grabación es monoaural. A su vez, no es una grabación de estudio sino de un concierto en vivo. Uno de los momentos más inspirados de esa versión es el del tercer movimiento, adagio molto e cantabile. En ese mismo movimiento es posible apreciar  uno de los errores más famosos de un instrumentista, se trata del trompa, que emite un sonido en fallo estrepitoso que es perfectamente detectable. El fallo lo fue en el marco de una interpretación memorable, y tras más de sesenta años, ese fallo, que en su momento fue un accidente, se ha convertido en algo que esperamos como si de un elemento estructural se tratara y no de algo accidental. La conjunción entre interpretación memorable y fallo clamoroso dota a la escucha de esa grabación de una humanidad que no siempre está presente en ejecuciones técnicamente más correctas. Nos transmite de una manera más fiel que cualquier grabación en estudio la trascendencia de lo único e irrepetible, incluido en ello el propio error del ejecutante; la trascendencia de la vida en su inmanente irrepetibilidad  no está lejos de esta aproximación a lo único.

Wilhelm Furtwängler


Nos sentimos más atraídos cuando podemos apreciar la lucha de los seres humanos por alcanzar una perfección imposible que cuando simplemente accedemos a algo perfecto pero de lo cual se ha tratado de hacer desaparecer toda presencia humana. Incluso puede que sintamos mayor aprecio por un esfuerzo no logrado que por una perfección fabricada, aunque sólo sea porque el fracaso es posible pero la fabricación de la perfección es una contradicción en los términos, pues toda cosa fabricada es  ya imperfecta por el hecho de deber su existencia a alguien. Lo perfecto no rinde tributo en su autosuficiencia a nada ni a nadie.
La moda, que puede ser en muchas ocasiones irritante pero que casi nunca es estúpida, ha sabido conservar objetos minoritarios, que perdieron en su día la carrera frente a otros técnicamente más perfectos, pero que nos permiten acercarnos de una manera casi física a un pasado que de otro modo quedaría relegado a su desnuda realidad de mundo ya desaparecido.



Gracias a ello podemos aún disfrutar de objetos como los relojes de bolsillo, todavía atractivos en su clamorosa falta de actualidad y, para quien quiera, de los viejos discos, evocadores de un tiempo que ya no es el nuestro, pero que fue tan actual como el nuestro y no necesariamente peor.

La fabricación de objetos ya superados constituye una llamada de atención a la fácil asimilación de lo nuevo con lo mejor.

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